Urge un disco para Silvio Rodríguez
En 1991, cuando Augusto Pinochet salió del poder, los neoliberales mexicanos –que en 1973 habían celebrado con champaña la caída de Salvador Allende– se quitaron la máscara bajo la cual nunca vieron las atrocidades de la dictadura chilena y saludaron con alabanzas el nuevo milagro económico
de América Latina: el que las bayonetas y las ideas monetaristas de Milton Friedman habían establecido en el país de Pablo Neruda.
México debe seguir el ejemplo de Chile, proclamaron entonces, ya sin fingir pena o vergüenza, los intelectuales salinistas. México debe continuar por la ruta que tomó en 1982 –en cuanto a privatización de la riqueza nacional, destrucción de la clase obrera, desmantelamiento del estado de bienestar y de derecho, renuncia a la soberanía y sujeción del Estado a las exigencias del mercado–, y pronto estará en una situación similar a la de Chile, prometieron... Sí, puede ser que México vaya rumbo a Chile, concedieron por su parte los escépticos, pero agregaron con amargura: antes de llegar a Chile, México pasará una larga temporada en Colombia.
Toda proporción guardada, su pronóstico se cumplió. Si bien Colombia es notoriamente más pobre y sufre la violencia política desde hace más de 60 años, en el marco de un proceso de desintegración en que el Estado perdió el control de enormes extensiones territoriales, donde a la fecha gobiernan las FARC, los paramilitares y los cárteles de la droga, hoy México vive algo que día a día se parece más a la prolongada tragedia colombiana. Aunque ninguna guerrilla le disputa el poder, el Estado mexicano se disuelve entre la corrupción de los últimos gobiernos, la falta de salidas viables para la población y la pérdida del monopolio de la violencia legítima en no pocas ciudades, especialmente del norte.
¿Cómo pasó en Colombia lo que ahora está pasando en México?, se preguntan cada día más y más mexicanos ansiosos por anticipar hasta cuándo persistirán la inseguridad pública, los secuestros, los asesinatos, las decapitaciones, los combates entre bandas de narcos o entre narcos y Ejército, y los frecuentes abusos de militares; en suma, esta violencia nueva que gira en torno de la droga, la corrupción y la miseria.
Muchas respuestas a esas preguntas están disponibles en Marcando calavera, la extraordinaria investigación de Eliana Cárdenas Méndez (Plaza y Valdés, 2009) que se presentó antenoche en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y que, de manera clara, precisa y didáctica, nos explica, con peras y manzanas podridas, que el origen de la violencia de allá puede ser el mismo de la violencia de acá y tener dos componentes: la miseria y la corrupción. O que violencia, miseria y corrupción giran en círculo como un perro que persigue su cola hasta el infinito.
Pese a que se trata de una rigurosa investigación antropológica, desarrollada durante años en una ciudad del interior de Colombia llamada Guadalajara de Buga, Marcando calavera se lee como una novela escrita en lenguaje coloquial, con un continuo derroche de riqueza expresiva, que se nutre del habla popular de allá, y estremece y fascina al contarnos la vida de una persona 100 por ciento real, cuyo nombre, la Negra Valentina, como el de casi todos los personajes, es lo único falso de la trama.
A una mujer idéntica a ella, que todavía existe en Buga, Eliana Cárdenas la entrevistó muchas veces y grabó sus palabras para vaciarlas en un relato lineal, dividido en capítulos cortos, sin notas a pie de página, que avanza arrastrando historias de otros desgraciados, como la de aquel muchacho que participó en el secuestro de una niña. Sus cómplices, después de cobrar el rescate, mataron a la menor e incineraron su cuerpo para desaparecerlo. El padre de la criatura buscó por todas partes a los asesinos de su hija, hasta que dio con el tipo que la Negra encontró muchos años después en una cárcel, desfigurado, porque al interrogarlo le quemaron la cara con una plancha para que delatara al resto de la banda.
A los 16 años, cuando escapa de su casa, la Negra se mete a trabajar de puta. Un año más tarde aprende un oficio que le permitirá vivir un poco mejor: la distribución de cocaína. Como bien observa Abilio Vergara Figueroa en su prólogo a Marcando calavera, la Negra quería ser una gran narcotraficante
, pero su falta de estudios y de contactos de alto nivel le impidieron convertirse en exportadora y, por lo mismo, en millonaria. Sus limitaciones la mantienen toda la vida en un nivel intermedio (...) entre los grandes capos de la droga, la policía y los consumidores
. Y en ese estrato social, madre desde muy joven de un niño y una niña que antes de entrar en la pubertad dominarán el oficio de pesar, empacar, distribuir la droga y llevar las cuentas, nunca saldrá de la pobreza y sufrirá tres períodos de cárcel.
Si todo en este libro de Eliana Cárdenas es sobrecogedor y deslumbrante, la parte más intensa principia cuando conoce al sicario Oswaldo Melgar, un muchachito silencioso, de apenas 21 años, que no es adicto a la coca y mata con frialdad profesional, y se enamora de él para siempre, atestiguando al paso de los años cómo su amante se hunde en una locura macbethiana, alucinando pesadillas por las noches, cuando sueña que sus víctimas regresan de la muerte para ahorcarlo, y llenándose de ansiedad cuando no mata, y sufriendo por ello a tal grado que debe salir a liquidar a alguien, a quien sea, para curarse del síndrome de abstinencia.
Pero lo asombroso de esa historia se produce cuando al caer preso, acusado de tantos crímenes, Oswaldo se pone a estudiar leyes, escribe oficios de apelación a los tribunales, denuncia la corrupción de las autoridades carcelarias, presiona de todas formas hasta que el director de la prisión lo contrata para que salga a matar a alguien y lo condiciona a que si regresa y deja de joder con eso de los derechos humanos pronto recobrará su libertad.
Las historias de vida que Eliana Cárdenas recogió en Marcando calavera ocurrieron en los años 80 y 90, pero sin duda se repiten en nuestros días y en nuestro suelo. Pero, me pregunto, si un productor de cine o de televisión quisiera llevar a la pantalla la historia de la Negra Valentina, situándola en Tijuana, Torreón, Chihuahua, Juárez, Culiacán o Matamoros, ¿encontraría a los mismos personajes de este libro repetidos en los barrios más calientes? ¿Descubriría que los sicarios de acá matan como los de allá nomás por tener buena moto, buena ropa, buena loción, buen reloj, buenos tenis y buena mariguanita? Sospecho que sí, pero no me consta. El trabajo de Eliana Cárdenas servirá seguramente de modelo a los nuevos antropólogos mexicanos que investiguen los fenómenos sociales contemporáneos vinculados con la cultura de la droga en nuestro país.
Adiós, Marcial Alejandro
Silvio Rodríguez estuvo antenoche en el homenaje que la Universidad Veracruzana rindió a Eduardo Galeano al entregarle el doctorado honoris causa. Después me tocó estar con ambos y con Helena Villagra, y otros amigos, en una cena en la que Silvio habló con admiración y dolor acerca de Marcial Alejandro, y de la Maru, y de Luz. Y luego la ruleta de las conversaciones siguió girando y surgió el tema del diálogo telefónico entre Fidel Castro y Vicente Fox, y recordé que hay por ahí una salsa titulada precisamente Comes y te vas, que Silvio no conoce y me comprometí a conseguírsela. ¿Alguien podría decirme dónde encontrarla, escribiéndome al buzón de esta columna sabatina?
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