Octavio Rodríguez Araujo
Entiendo perfectamente el malestar de amplios sectores sociales con los partidos políticos. Ofrecen poco y lo que prometen no lo cumplen, ni las organizaciones ni sus candidatos una vez instalados en la esfera del poder o del podercito que les dieron los votos o los fraudes electorales. Sin embargo, considero que la culpa no es de nuestro sistema de partidos, sino del orden jurídico y de la cultura política dominante e inercial.
Algo que convendría recordar, tanto para los ciudadanos sin partido como para los afiliados a cualquiera de ellos, es que los partidos políticos son lo que son porque sus dirigentes no tienen suficientes contrapesos. Desde principios del siglo XX Robert Michels, en su libro Los partidos políticos, sugirió que la democracia conducía a la oligarquía, ya que por lo general contiene un núcleo oligárquico. Nada ha cambiado a partir de entonces, y menos en los partidos políticos. Desde el momento en que los miembros de una organización eligen una dirección para que haga el trabajo que normalmente no hacen los ciudadanos comunes, están sentando las bases de una oligarquía, igual se trate de partidos que de gobiernos. En éstos lo más que puede cambiar, de una elección a otra, es que el gobernante sea buena gente, honrado, democrático, inteligente y otros atributos, o lo contrario. Pero bueno o malo, para decirlo simplemente, el gobernante (o el dirigente de un partido) formará parte de una estructura de poder que no comparte la mayoría de la población ni podría compartirla en las sociedades modernas con millones de habitantes. Así funciona la democracia, aquí y en China, con las diferencias propias de cada lugar, y en general se trata de democracias de elites y difícilmente podrían ser distintas salvo en comunidades pequeñas y, por lo común, por poco tiempo (hasta que llega un vivo y hace todo lo posible por no dejar la silla en que está sentado).
De lo anterior se desprende que pedir peras al olmo es ingenuo o propio de víctimas del pensamiento mágico. Lo único que ha cambiado el ritmo y a veces el rumbo de la historia ha sido el movimiento organizado de las masas; y aun así los cambios logrados, como se ha visto en las revoluciones desde finales del siglo XVIII, han sido mucho menores que las promesas de los revolucionarios (otra oligarquía que combate a quienes la amenazan con quitarle el poder, la hegemonía o la dominación, según el caso).
En todo partido político hay grupos y facciones que luchan por su dirección. Algunos lo hacen con malas artes y otros con el apoyo de movimientos que, para el efecto, forman y patrocinan. Esta segunda forma es más democrática que la primera, por lo menos en apariencia, y, por lo mismo, goza de más legitimidad. Pero aun así el carácter oligárquico de su dirección, por democrático que haya sido el camino para obtenerla, no deja de existir una vez que actúa como dirección (o dirigencia si se prefiere). Dependerá de las bases de la organización (de cualquier tipo que sea y no sólo de un partido) que la dirigencia sea democrática o no. Es un problema de presión que, acompañada de derechos tales como el principio de revocación del mandato, el referendo o el plebiscito, será más efectiva que si estos derechos no existen. Por esto resulta importante conquistar estos derechos y en México, lamentablemente, no se ha insistido en ellos con suficiente energía.
¿Cómo lograr que los dirigentes de un partido o de un municipio, estado o país atiendan a las demandas populares sin la existencia del derecho a revocarles el mandato? Casi imposible. En nuestro sistema el único recurso con el que contamos es el voto cada tres o seis años, dependiendo del tipo de elección, y mientras tanto tenemos que aguantar al gobernante, al diputado o al dirigente de un partido. Esto es lo que debemos cambiar y no sólo demostrarles muy indirectamente que no los queremos, cosa que a las oligarquías les tiene sin cuidado. El único antídoto (nunca permanente) a la ley de las oligarquías de Michels es la revocación del mandato. Si este derecho existiera y fuera posible ejercerlo con relativa facilidad, los grupos oligárquicos, en los partidos o en las instituciones del Estado, se cuidarían de darle la espalda al pueblo. Si, además, el pueblo se organizara para precisar demandas colectivas de bien común y constituyera una red suficiente para convertirse en movimiento en determinados momentos, mejor aún.
Lo anterior, a mi juicio, sería una demanda justa por la cual luchar y nada tiene que ver con la abstención y el voto nulo o por Cantinflas. Convendría que los anulistas hicieran conciencia de que su acción, de llevarla a cabo, no sólo se perderá en la enrarecida atmósfera de la especulación, sino que sólo tendría relativo sentido si hubiera, el 5 de julio, una encuesta creíble de salida de urnas (exit poll) que revelara cuántos rechazaron conscientemente a los partidos y sus candidatos y cuántos anularon su voto por equivocación al ejercerlo, si es que saben que lo anularon al cruzar más de un partido, por ejemplo.
Los partidarios del voto nulo y de la abstención deberán saber que, hagan lo que hagan en la dinámica que se han propuesto, los partidos con más probabilidades de sentar a los suyos en la Cámara de Diputados serán el PRI, en segundo lugar el PAN, en tercer lugar el PRD y que éste competirá con el binomio PT-Convergencia (lopezobradorista) en no pocos lugares del país. Yo mejor guardaría mis energías para luchar por la revocación del mandato y por la vigencia, siempre negada desde el poder, del plebiscito y el referendo.
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