Patricia Dávila
En Ciudad Juárez, cuya fama arrastra feminicidios, ejecuciones y guerra entre narcotraficantes, un viaje al infierno en la tierra está a la mano de cualquiera... Son cientos, miles de picaderos de heroína, en donde seres que apenas llevan nombre, mujeres que ya no sueñan, jóvenes que viven para la droga y se drogan para “vivir”, capaces aun
de matar por ella, deambulan como autómatas en medio de la podredumbre y el olvido oficial. La reportera y el fotógrafo de Proceso se internaron en este inframundo, y en este reporte especial lo muestran tal como es: descarnado, enfermo, delirante...
CIUDAD JUAREZ, CHIH.- Piltrafa humana, a Eduardo lo inunda un inesperado ataque de pudor. Siempre indiferente a las miradas, ahora le incomoda la promiscuidad del sitio. Por ello gira su harapienta figura hasta darle la espalda a sus compañeros. Sus ojos navegan en el extravío, su respiración se agita...
Titubeante, la mano izquierda hurga en una de las bolsas de su pantalón. Saca un envoltorio de plástico. De reojo lo mira: parece un diminuto caramelo. Se tranquiliza. Su cuerpo, con sobrepeso, huele mal.
Solitario en la faena, deposita el dulce en el fondo de una lata de cerveza, le agrega agua, activa un encendedor, le da calor hasta que aquello se transforma en un líquido café. De otra bolsa de su pantalón, como un mago transformando el aire en palomas, aparece una jeringa desechable. Está usada, pero con ella absorbe la sustancia. Se la lleva a la boca, la atenaza con los labios resecos. Un ataque de ansia lo estremece…
Tembloroso, se desabrocha, baja el cierre de su pantalón, que se le escurre por los muslos. Encorva las rodillas. Evita que la prenda caiga. Sus nalgas quedan al aire… No lleva trusa.
Con su mano derecha recupera la jeringa usada. Experto en el trámite, se cerciora de que fluya el líquido. La mano izquierda, entre tanto, sostiene su pene erecto. Y ahora la derecha apunta ya sobre la hinchada vena del miembro.
Tras el pinchazo –40 rayas (0.40 mililitros) de heroína disparadas de golpe al torrente sanguíneo–, la contorsión…
Instalado en su efímero paraíso, respira con los ojos cerrados. Su mirada se aviva, las facciones de su rostro se suavizan. Y entonces sí, luego de un intento por acomodarse la ropa, se integra a la comunidad. Inicia la plática con sus compañeros de viaje: alrededor de 20 congregados en ese mediodía de un jueves de junio.
Unos se inyectan, otros alistan la infusión, uno más arregla un cigarro de cocaína. Alejado un poco, otro se prende con una piedra.
–¿Por qué se inyecta, o filerea, como se dice aquí, en el pene? –pregunta la reportera a Julián, exadicto que presume 12 años sin reincidencia en el consumo de heroína y quien por ello es respetado ahora en este inframundo.
–Se filerea en el pene –responde– porque es el único lugar en que las venas están sanas. El resto del cuerpo: brazos, piernas y cuello, ya se lo destrozó.
Eduardo se infiltra hasta tres veces al día en la vena bulbouretral. Es asiduo visitante de la zona conocida como Las Tapias, una de entre miles que existen en la ciudad y en las que personas de cualquier sexo y edad (cada vez más jóvenes) se concentran para aplicarse droga, especialmente heroína. A estos lugares se les conoce como picaderos.
Para llegar a esos refugios, conseguir el veneno e inyectarse no se requiere de un mapa secreto ni de un guía que lo lleve por los escondrijos de esta ciudad tocada permanentemente por la violencia. No, los picaderos pueden encontrarse a dos cuadras del Zócalo, del mercado principal o la presidencia municipal. Aquí todos saben dónde se ubican: a unos pasos de los operativos del Ejército, de la Policía Federal, de la fuerza pública estatal y municipal.
–¿Cuántos picaderos hay en la ciudad? –se le inquiere a Julián, a quien se le menciona que en 1989 el PRI local manejaba la cifra de 10 mil.
–No hay una cifra exacta, pero creo que el número ha disminuido. Actualmente se calcula que existen alrededor de 6 mil.
Por lo pronto, la incursión de las Fuerzas Armadas provocó que se modificara el precio de la dosis. Antes de la llegada del Ejército –finales de marzo pasado– se pagaban 50 pesos por 40 rayas. A partir de los operativos esa dosis llega a cotizarse hasta en el doble.
Conocida internacionalmente como la ciudad de “las muertas de Juárez” debido a los cientos de feminicidios impunes cometidos aquí, y más recientemente por la guerra entre bandas del narcotráfico –que en lo que va del año arroja un saldo de mil 100 ejecuciones–, esta región fronteriza se encuentra prácticamente tomada por el Ejército.
El motivo de la presencia militar es precisamente la guerra que libran esas bandas. Según declaraciones de autoridades locales de seguridad pública, el líder del cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán, insiste en disputarle la plaza al cártel comandado por Los Zetas y sus hoy aliados: los hermanos Beltrán Leyva y el cártel de Juárez, que dirige Vicente Carrillo Fuentes. A su vez, este cártel lidera al grupo de expolicías conocidos como La Línea, que junto con la banda de Los Aztecas controlan la venta de droga en esta ciudad fronteriza desde 1989.
Las Tapias se ubica en la colonia Barrio Alto. La conforman cuatro de los picaderos más grandes de Juárez, tres fijos y uno ambulante. Los operadores de esta zona son conocidos como Los Pilullos, quienes son controlados por Los Aztecas.
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Sentada en el piso con las piernas extendidas, María, de 32 años, acaba de “meterse” 0.40 mililitros de heroína. Por unos segundos su rostro deja ver la extraña serenidad que le proporciona la invasión de la droga.
–¡Estoy embarazada! –grita de pronto.
La joven viste ropa limpia: un short blanco y una amplia camisa a rayas color café y blanco, en la que apenas cabe su abultado vientre. Los rizos de su pelo negro caen sobre su cara y cuello. No se inmuta cuando suelta el dato: “estoy a 10 días de parir”.
A pesar de tener dos hijos de 18 y 12 años, dice que el que espera es como si fuera el primero porque los otros viven con su abuela. “Me los quitó por adicta”, asume.
Sin dificultad, se instala en la confidencia. Cuando tenía seis meses de embarazo acudió al doctor para que la ayudara a dejar la droga: “Me dijo que no, que en todo caso será hasta que yo dé a luz”.
–¿Le explicó por qué?
–Sí. Dijo que si dejo de picarme mi bebé se muere porque ya lo volví dependiente a la droga. Sólo me dio ácido fólico (tratamiento para evitar que venga con defectos de nacimiento en el cerebro y la médula espinal).
–¿Qué piensan tú y tu esposo de lo que dijo el médico?
–Sentí feo, ya perdí a dos hijos y puedo perder a éste. Mi esposo tenía la esperanza de que al casarnos dejara de drogarme. Pero no pude.
Su marido, dice, es quien le financia la droga: “Sabe que salgo a conseguirla, pero no le digo adónde. Si conociera este lugar –Las Tapias– no me dejaría regresar aquí”.
En todo su embarazo, María sólo fue una vez al médico. No se hizo ningún ultrasonido. A estas alturas de la gestación ignora el sexo de su bebé. La próxima madre reposa su espalda en el muro, sus brazos caen a los lados de sus caderas. Con sus manos se acaricia el vientre.
Muy cerca de ella, Martha y su esposo, sentados también en el piso, escuchan el relato de María. Martha, explica su pareja, cumplió seis meses de embarazo el 18 de junio. Acaban de inyectarse, pero están en alerta. Esperan el arribo de los militares. “Todos los días vienen”, arguye Martha. “Hace dos meses llegaron cuando estábamos comprando… Todos corrieron, también el vendedor. Por mi estado, mi esposo se quedó a esperarme y lo agarraron. Dijeron que él era el distribuidor”.
Los de la migra, dicen, pueden llegar en cualquier instante. Y aunque golpean a los adictos y les quitan la droga, éstos regresarán al picadero porque, sostienen, no hay alternativa.
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Es mediodía. La reportera y el fotógrafo ingresaron a la zona de los picaderos de Las Tapias acompañados por Julián y Manuel, ambos exadictos, que ahora forman parte del programa Compañeros, que se dedica a combatir enfermedades como el sida y la hepatitis C, a las cuales los drogadictos son más propensos.
Llevan cajas con 800 jeringas desechables, conocidas en estos bajos fondos como cuetes. La aguja tiene un milímetro de calibre y 0.5 de grosor. “Son especiales para nosotros, no se desperdicia nada”, dice satisfecho un heroinómano en medio de su éxtasis.
Julián y Manuel llevan también cuatro botes grandes, llenos de caramelo macizo y dos cajas de jugos. Lo dulce es bueno para calmar la ansiedad causada por la malilla que deja la falta de droga, explican los voluntarios.
La calle en que estacionan el automóvil está desierta. De la cajuela bajan los cuetes, los dulces y los jugos. De la nada aparece un joven como de 25 años. Quiere intercambiar 15 jeringas usadas. Las cuenta una a una mientras las deposita en un recipiente rojo y toma las nuevas.
En cosa de segundos, Julián y Manuel están rodeados por una decena de adictos. Desde las casas cercanas llegan más personas. De la cuadra siguiente también. Todos se dirigen al auto de los voluntarios. La dotación de cuetes vírgenes se agota pronto.
Los voluntarios acuden una vez a la semana a este lugar. Gracias a esta labor consiguen disminuir –mas no desparecer– el riesgo de que una jeringa sea usada más de una vez. Por ello, cuentan Julián y Manuel, han enseñado a los adictos a “desinfectarlas con alcohol o cloro”.
De uno de los picaderos de Las Tapias asoma Daniel, hombre joven, alto, de pelo lacio color negro que reconoce a Julián y lo invita a entrar. En el interior del cuartucho, al fondo, descansa Ismael, el dueño, en una cama matrimonial. Además de la cama hay tres sillones, y hace las veces de mesa una vieja hielera de unicel donde los “clientes” preparan la dosis.
A dos jóvenes la malilla les pegó desde temprano. Malamente pueden coordinar sus movimientos y su habla. No habían conseguido dinero para curarse, pero ya están ahí. Piden su cuete nuevo y entregan el usado. Daniel les da la cuca, el fondo de una lata de cerveza parada al revés y donde se forma una especie de cazuelita. Los adictos la utilizan para disolver y calentar la heroína. Sobre la cuca, los dos jóvenes colocan una minúscula mota de algodón –de apenas unos tres milímetros de diámetro– que sirve, dicen, para absorber sustancias como el café, con las cuales los vendedores rebajan la droga.
Uno de ellos se filerea en el antebrazo derecho, pero el líquido no fluye, la aguja se tapó. Lo intenta en el izquierdo, muy cerca de la axila. Tiene éxito. Adentro del baño, sentado en una silla, un harapiento con la piel plagada de mugre se pica entre los dedos del pie derecho. Cuando termina, con dificultad desliza la callosa extremidad dentro de un desgastado tenis sin agujeta. El pie izquierdo lo acomoda en una sandalia “pata de gallo”. Apenas puede andar, sale cojeando. En el baño se observa un bote blanco de 40 litros repleto de cucas y, a su lado, una caja igual de llena.
Para entonces, en solo 15 minutos, el procedimiento lo repiten nueve que llegaron “bien locos”, describe Daniel. Por usar el picadero los adictos pagan una gota (10 mililitros) de heroína que dejan en el recipiente y que es recolectada por Daniel en otra jeringa hasta llenarla. Así juntan las ocho dosis que entre su patrón y él consumen al día.
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“En su mayoría, los picaderos son operados por usuarios con problemas de adicción muy fuerte. Los tienen para resolver su situación de consumo, no para hacer dinero”, explica María Elena Ramos, directora de Compañeros, que atiende 50 picaderos fijos y 15 ambulantes, y quien fue el primer contacto de los reporteros para ingresar a esos lugares.
Ahora es Ismael quien autoriza el acceso de los visitantes a otro picadero de Las Tapias, situado a unos pasos de su casa. Al fondo, en los dos cuartos que conforman este punto de adicción, se pierde un grupo de aproximadamente 30 hombres y mujeres andrajosos y despeinados. Esperan al vendedor de droga.
Huele a orines. Huele a vómito, a mariguana. Huele a cocaína. Huele a piedra…
El aire es denso, provoca náuseas. La cabeza duele. De todo se consume ahí. Entra un distribuidor. Se percata de que hay extraños. Inicia la venta a la discreta, primero fuera del cuarto, pero después ya no importan los desconocidos: el tráfico es abierto.
El vendedor se confunde entre los consumidores…
Aturdidos por el ansia, los adictos no reparan en visitas de extraños como los reporteros. Mucho menos cuando se están filereando, aunque conforme pasa el efecto de la droga reaccionan y se intimidan ante los desconocidos.
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Instalado a la mitad del cuarto, Martín, adicto también a la heroína, es diestro para filerear el cuello, directamente en la yugular. Igual que la vena que recorre el pene, esta arteria es gruesa y fácil de localizar. Martín no recuerda cuantos años lleva haciéndolo, pero sus clientes, que se cuentan por decenas, tienen el mismo problema: el único conductor que les queda útil está en el cuello.
Hacen fila. Esperan pacientemente su turno. Gozan con los pinchazos que recibe el de adelante… En tan solo 30 minutos, por las manos de Martín han pasado 10 de sus compañeros de cuarto.
Encabeza la fila Domingo, le sigue Sara, quien no quita la vista de la yugular de su compañero. Su rostro hace un gesto de disfrute al observar cómo poco a poco le penetra la heroína. Es su turno. Lleva la cabeza hacia atrás, deja la piel de su cuello estirada, cierra lentamente los ojos. Goza antes de que la aguja la penetre. Martín le dispara la carga de heroína. Sara abre la boca con deleite. Le escurre saliva. Está en éxtasis.
Todos han recibido su primera dosis del día. Alrededor de las cuatro de la tarde les toca la segunda. Antes de llegar al picadero tuvieron que haber resuelto el problema de la lana.
–¿Qué han hecho por conseguir la droga? –se le pregunta a Marcelo, encargado del picadero y también adicto.
En la puerta, Alma, una mujer delgada, bajita y muy morena, con brazos y cuello desfigurados por tanta cicatriz, responde: “La malilla nos hace robar, asaltar a la gente y hasta matar, porque necesitamos la droga en nuestro cuerpo”.
Una joven de aproximadamente 18 años, alta, esbelta, hermosa pero desaliñada, interviene: “La droga nos transforma. Me puedo tirar (matar) a quien sea por ella”. Esta mujer se reserva su nombre, pero sube su falda. Muestra su pierna derecha: es una brasa debido a la infección por las filereadas. Junto a ella, otro adicto enseña la pantorrilla: también está hecha una desgracia por las cicatrices e infecciones. Uno más exhibe los antebrazos, comidos por las llagas.
Pero ese dolor no es nada. Es soportable, a diferencia del que provoca la falta de la droga.
Alma, quien intervino primero, ya no le hace caso a nadie. Camina como entre nubes, tranquilamente se abre paso y se refugia en una esquina del derruido cuarto. Sentada en el piso, se acurruca. Se pierden sus ojos, su rostro, su pecho, prácticamente hasta su respiración.
Las graves laceraciones que los adictos se ocasionan en el cuerpo, explica la directora de Compañeros, María Elena Ramos, únicamente son atendidas los jueves durante las campañas de intercambio de jeringas, ya que, se queja, las autoridades de salud en el estado se niegan a auxiliar a estas personas. Ramos cree que este tipo de lesiones, que van pudriendo la carne, se producen porque las drogas pueden estar siendo rebajadas con sustancias tóxicas.
Rumbo al oriente y poniente de Ciudad Juárez se concentra el mayor número de picaderos, donde los adictos le pegan a todo: a la piedra (bicarbonato de sodio, agua y raticida), que se fuman con una pipa fabricada con un trozo de antena para TV, con un foco o con papel aluminio; al agua celeste (químico que inhalan similar al thinner); a la mariguana; a la heroína, e incluso al mezcal… Igual hacen mezclas, como el speedball (combinación de cocaína con heroína), que también se inyectan.
En otra de las colonias visitadas por los reporteros de Proceso, la San Antonio, operan dos picaderos. Cada uno recibe más de 100 usuarios por día. Los dueños de este picadero son Lalo y Juan. El primero tiene 35 años, pero parece de 50; al segundo se le calculan 60, aunque tiene 42.
Este picadero es frecuentado por Hugo, al que apodan El Locutor, quien en una garrafa de plástico lleva un litro de mezcal. Dice que el dinero no le alcanzó ni para una dosis de heroína. Sus brazos están hinchados, tienen bolas moradas y grandes agujeros amoratados de los que escurren hilos de sangre. Toma una cobija del piso, le quita los pedazos de tierra dura y se limpia con ella. En su brazo izquierdo se forma una torta de sangre… Mete la jeringa en el mezcal, la llena, deja caer un poco en el brazo manchado y lo vuelve a limpiar. Se lleva la jeringa a la boca, se vacía otro chorro y lo traga. Luego se inyecta lo que queda. Repite la operación enseguida y luego otra, y otra y otra vez. La sangre no deja de fluir.
Pegada a la colonia Bella Vista está la Alta Vista. En ésta operan cinco picaderos fijos. Las dos colonias son controladas por Los Aztecas. Aquí resulta imposible visitar un picadero. El recorrido se realiza en automóvil. En cada calle hay vendedores en bicicleta, sentados en la banqueta bajo un árbol, en una ventana, en una puerta, en una tienda o en la cancha. Todos vigilan: desde las amas de casa hasta las niñas chifladoras, que dan el aviso cuando detectan a un extraño.
Debido a picaderos como éstos y a la presencia de los grandes cárteles de la droga, Ciudad Juárez mantiene el primer lugar en consumo de heroína en el país, por arriba de Tijuana.
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Recorren el cuartucho como si estuvieran en la intimidad. Una joven mujer se acerca a un hombre que en la mano izquierda sujeta un refresco. Se coquetean. Se disputan, jugueteando, la posesión del envase. Él le cruza un brazo sobre los hombros y alcanza a deslizar su mano dentro de la roja blusa. La mujer aprovecha el manoseo para quitarle el líquido. Él avanza. La besa en el cuello y con la mano que tiene libre le toquetea la vagina.
Ambos se acaban de infiltrar. Se refugian en un rincón de la habitación, pero ninguno de los habituales usuarios de estos espacios se interesa por el espectáculo de sexo en vivo.
La promiscuidad es asunto de todos los días…
Proceso
07/07/2008
Monday, July 07, 2008
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