Guillermo Almeyra
El 1º de enero de 1994 la rebelión indígena dirigida por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas culminó, en América Latina, una serie de levantamientos indígenas victoriosos, como el ecuatoriano de 1990, y prosiguió con ímpetu en la vía abierta en México por la votación de 1988 y, antes, por la movilización de los jóvenes chilangos en 1985.
Una vez rectificado su inicial curso bélico –destruir al Ejército, marchar sobre el Distrito Federal y tomarlo– el EZLN fue defendido por los sectores populares y despertó una gran esperanza. Tuvo momentos en los que intentó, sin sectarismo y con realismo, unir sus esfuerzos con los de otros sectores “progresistas” (por darles un nombre periodístico y conocido) y llamó a Cuauhtémoc Cárdenas a encabezar un movimiento nacional de liberación o convocó a toda la izquierda a una Convención Nacional Democrática que se hundió debido a los sectarismos entrecruzados.
Con la Marcha del color de la tierra demostró la voluntad de los indígenas de recurrir al parlamento para exigir sus derechos por la vía constitucional y legal, reformando la Carta Magna, pero todos los partidos hicieron oídos sordos a sus reclamos y los dejaron solos. Los indígenas se replegaron a sus comunidades y se fortalecieron en ellas tratando de comenzar a construir su autonomía, en el aislamiento y en la miseria, y sin aliados importantes en el terreno nacional.
Las juntas de buen gobierno y sus planes de educación y salud fueron adquisiciones importantes, a pesar de todos sus límites y de las dificultades que desde su nacimiento enfrentan. Esa experiencia casi decenal está grabada con fuego en las mentes y los corazones no sólo de los indígenas sino también de los explotados y oprimidos de México, y ha lanzado su semilla en todo el continente, porque forma parte de la resistencia y de la tendencia a la autogestión de los sectores más enérgicos y combativos de todos los países latinoamericanos.
Inicialmente, la Sexta declaración de la Selva Lacandona suscitó nuevas esperanzas, pues pareció dejar atrás la etapa de mutismo y aislamiento que había seguido al fracaso de la Marcha del color de la tierra y abría teóricamente el camino para un frente único de todos los partidarios de acabar con este sistema de exclusión, opresión, explotación y miseria para las mayorías.
Desgraciadamente, el protagonismo narcisista de Marcos y el sectarismo, así como el primitivismo de quienes admitían a Stalin (y al pasado del estalinismo presentado como socialismo) y pasaban en silencio la corrupción parlamentarista de sus aliados (como Rifondazione Comunista, que aportaba algún dinero mientras votaba, al mismo tiempo, otros fondos para matar afganos) mientras actuaban –justamente– el parlamentarismo obtuso y oportunista del PRD, convirtieron pronto la otra campaña en una contracampaña electoralista, concentrada además contra el candidato que despertaba las expectativas populares.
Para colmo, al silencio teórico y político sobre todos los grandes problemas del país se unió una propaganda antipolítica, en el momento en que la mayoría de los trabajadores esperaba un cambio por la vía electoral, que además confundía a los partidos y políticos oportunistas, defensores del sistema, con sus seguidores ilusionados y engañados pero deseosos de luchar.
Los estudiantes que piensan y luchan en la UNAM fueron alejados para apoyarse en lumpens y semilumpens o inadaptados varios. La alianza con los obreros, incluso en lucha, fue rechazada porque sus dirigentes serían charros, en vez de apoyarlos y de apoyarse en ellos precisamente para acabar con los charros. No había ni que mirar hacia Bolivia, donde los movimientos sociales unían la movilización con la acción política. El Diálogo Nacional, que intentó reiteradamente dar respuesta a la vez obrera y nacional a los problemas esenciales del país, fue ninguneado. El fracaso de la gira de Marcos y de la otra campaña llevó después a un desarmante nuevo y profundo silencio, mientras el pueblo mexicano intentaba impedir la entrega del petróleo y de la energía, y que se le diese la puntilla a los campesinos.
De ese silencio acaba de salir Marcos con un espectáculo-festival al cual concurrieron unos pocos políticos europeos en búsqueda de notoriedad y votos, que se caracterizó por ser, en efecto, un festival, pero de narcisismo y verborrea de Marcos, cuyas larguísimas piezas literarias son absolutamente incomprensibles para cualquier indígena chiapaneco o de cualquier región del planeta. En ellas, aparte de una retórica de feria de pueblo, se agitan pocas y erróneas ideas: la represión contra los jóvenes en el Distrito Federal sería igual al genocidio antipalestino en Gaza; López Obrador, a quien Marcos vitupera, es igual que Calderón, y, lo que es peor, es igual que la importante masa popular que sigue a AMLO, con la que Marcos ni siquiera intenta un diálogo; no hay ni atisbos de movimientos populares en México ni hay grandes temas que puedan movilizar; Marcos y la otra campaña no tienen nada de que autocriticarse y la situación de peligroso aislamiento y desgaste en la que se encuentran los territorios zapatistas chiapanecos no exige la búsqueda de apoyos y de aliados.
Me he contado entre los pocos que constantemente pedíamos que el zapatismo discutiese las vías para acabar con la actual situación social y política, hablase, se pronunciase, buscase unir voluntades, aprendiese de sus errores primitivos, antipolíticos y sectarios a la luz de los acontecimientos. Leyendo ahora a Marcos confieso que debo hacerme una autocrítica: era mejor que callase para que sus elucubraciones no oscurezcan el trabajo serio y digno de las comunidades indígenas que, aunque aisladas, realizan la hazaña de resistir.
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