Ángel Guerra Cabrera / I
aguerra_123@yahoo.com.mx
Un día como hoy, hace medio siglo, Fidel Castro entraba en La Habana luego de recorrer la isla envuelto en un desbordamiento de júbilo, cariño y adhesión popular casi unánime, sin precedente en la historia de Cuba y difícilmente igualado nunca por otro líder en parte alguna.
Aunque el triunfo rebelde se produjo el primero de enero, coronado por la gran huelga general revolucionaria que liquidó el postrer intento imperialista de sustituir al tirano en fuga por un gobierno títere, transitar la ruta de Santiago de Cuba –en el oriente– hasta la capital tomó a la caravana guerrillera ocho días más.
Fidel concedió la mayor prioridad a la Caravana de la Libertad, como fue conocida, que cumplió un objetivo primordial al reafirmar tempranamente y con toda claridad el carácter profundamente popular de la revolución y contribuir a la consolidación de la victoria. No tenía mayor prisa por llegar a La Habana, ya en manos del Che Guevara y Camilo Cienfuegos, que tras derrotar a las fuerzas de la dictadura en el centro de Cuba habían recibido de la Comandancia General rebelde la orden de marchar aceleradamente hacia allí y ocupar sus principales puntos estratégicos.
Ante las multitudes que exclamaban: “gracias Fidel”, en decenas de pueblos y ciudades a lo largo de la marcha el comandante enfatizó tres ideas: eran el ejército y el liderazgo revolucionarios los agradecidos al pueblo, pues sin su apoyo no habría sido posible el contundente triunfo obtenido (desmoronó no sólo la dictadura de Batista y sus cuerpos represivos, sino el aparato estatal y la institucionalidad en que se sostenían la dominación imperialista y oligárquica desde la intervención yanqui de fines del siglo XIX); la victoria de la guerra revolucionaria, por consiguiente, era del pueblo de Cuba y de nadie más, no obstante que –puede argüirse– el Movimiento 26 de Julio hubiera tenido un papel decisivo en la elaboración y conducción de su estrategia y táctica. Aunque llegar hasta ahí había demandado grandes sacrificios, lo más difícil estaba por venir y el concurso del pueblo seguiría siendo indispensable.
La caravana dejó sentado lo que sería, y ha sido, el modo de hacer política del poder revolucionario: “con los humildes, por los humildes y para los humildes”. Ello da la clave en gran parte, desde la perspectiva de los 50 años transcurridos –o 56 si partimos del ataque al cuartel Moncada, que ya sembró la semilla–, para explicarse la insólita revolución socialista y la resistencia de Cuba, país pequeño y subdesarrollado, contra la implacable hostilidad de la más grande potencia militar de la historia, situada muy cerca de sus costas. Más sorprendente cuando, en medio de las severas penurias impuestas a los cubanos por el derrumbe del llamado socialismo real y el simultáneo recrudecimiento del bloqueo, de la generalización en el mundo de las políticas neoliberales, los dirigentes y el pueblo de la isla decidieron defender al precio que fuera necesario la soberanía nacional y la equidad socialista contenida en las conquistas revolucionarias fundamentales. En gesto que trascendería con creces los límites de la isla, se adoptó en consulta con los ciudadanos una estrategia de supervivencia que, si exigía perentoriamente un grado de apertura económica, fue concebida de modo que no implicara privatizar los bienes públicos ni abandonara a nadie a la acción ciega del mercado.
Sin ir más lejos, de no haber ofrecido Cuba ese ejemplo moral ante la adversidad, difícilmente los actuales procesos populares latinoamericanos contra el neoliberalismo y por la integración latinocaribeña, e incluso contra el capitalismo, hubieran despuntado tan temprana y vigorosamente hasta trasformar en apenas dos décadas en favor de los pueblos la correlación de fuerzas en la región. Se ha dicho con razón que Cuba abrió el camino a la liberación de América Latina del yugo imperialista. Cabría añadir que lo hizo dos veces: inmediatamente después del triunfo de la revolución, cuando dio inicio a un singular ciclo internacional de rebeldías populares por su magnitud y escala, y también en el momento en que se derrumbó el socialismo real y, como a las puertas del Infierno de Dante, pareció inscribirse en el horizonte de los de abajo la terrible sentencia “abandonad toda esperanza”. Entonces la esperanza se llamó Cuba.
Aunque el triunfo rebelde se produjo el primero de enero, coronado por la gran huelga general revolucionaria que liquidó el postrer intento imperialista de sustituir al tirano en fuga por un gobierno títere, transitar la ruta de Santiago de Cuba –en el oriente– hasta la capital tomó a la caravana guerrillera ocho días más.
Fidel concedió la mayor prioridad a la Caravana de la Libertad, como fue conocida, que cumplió un objetivo primordial al reafirmar tempranamente y con toda claridad el carácter profundamente popular de la revolución y contribuir a la consolidación de la victoria. No tenía mayor prisa por llegar a La Habana, ya en manos del Che Guevara y Camilo Cienfuegos, que tras derrotar a las fuerzas de la dictadura en el centro de Cuba habían recibido de la Comandancia General rebelde la orden de marchar aceleradamente hacia allí y ocupar sus principales puntos estratégicos.
Ante las multitudes que exclamaban: “gracias Fidel”, en decenas de pueblos y ciudades a lo largo de la marcha el comandante enfatizó tres ideas: eran el ejército y el liderazgo revolucionarios los agradecidos al pueblo, pues sin su apoyo no habría sido posible el contundente triunfo obtenido (desmoronó no sólo la dictadura de Batista y sus cuerpos represivos, sino el aparato estatal y la institucionalidad en que se sostenían la dominación imperialista y oligárquica desde la intervención yanqui de fines del siglo XIX); la victoria de la guerra revolucionaria, por consiguiente, era del pueblo de Cuba y de nadie más, no obstante que –puede argüirse– el Movimiento 26 de Julio hubiera tenido un papel decisivo en la elaboración y conducción de su estrategia y táctica. Aunque llegar hasta ahí había demandado grandes sacrificios, lo más difícil estaba por venir y el concurso del pueblo seguiría siendo indispensable.
La caravana dejó sentado lo que sería, y ha sido, el modo de hacer política del poder revolucionario: “con los humildes, por los humildes y para los humildes”. Ello da la clave en gran parte, desde la perspectiva de los 50 años transcurridos –o 56 si partimos del ataque al cuartel Moncada, que ya sembró la semilla–, para explicarse la insólita revolución socialista y la resistencia de Cuba, país pequeño y subdesarrollado, contra la implacable hostilidad de la más grande potencia militar de la historia, situada muy cerca de sus costas. Más sorprendente cuando, en medio de las severas penurias impuestas a los cubanos por el derrumbe del llamado socialismo real y el simultáneo recrudecimiento del bloqueo, de la generalización en el mundo de las políticas neoliberales, los dirigentes y el pueblo de la isla decidieron defender al precio que fuera necesario la soberanía nacional y la equidad socialista contenida en las conquistas revolucionarias fundamentales. En gesto que trascendería con creces los límites de la isla, se adoptó en consulta con los ciudadanos una estrategia de supervivencia que, si exigía perentoriamente un grado de apertura económica, fue concebida de modo que no implicara privatizar los bienes públicos ni abandonara a nadie a la acción ciega del mercado.
Sin ir más lejos, de no haber ofrecido Cuba ese ejemplo moral ante la adversidad, difícilmente los actuales procesos populares latinoamericanos contra el neoliberalismo y por la integración latinocaribeña, e incluso contra el capitalismo, hubieran despuntado tan temprana y vigorosamente hasta trasformar en apenas dos décadas en favor de los pueblos la correlación de fuerzas en la región. Se ha dicho con razón que Cuba abrió el camino a la liberación de América Latina del yugo imperialista. Cabría añadir que lo hizo dos veces: inmediatamente después del triunfo de la revolución, cuando dio inicio a un singular ciclo internacional de rebeldías populares por su magnitud y escala, y también en el momento en que se derrumbó el socialismo real y, como a las puertas del Infierno de Dante, pareció inscribirse en el horizonte de los de abajo la terrible sentencia “abandonad toda esperanza”. Entonces la esperanza se llamó Cuba.
Ángel Guerra Cabrera/II y última
aguerra_123@yahoo.com.mx
La capacidad de resistir y defender sus conquistas de justicia social demostrada por Cuba ante el recrudecimiento del bloqueo y la hostilidad de Estados Unidos evidenció que la hegemonía de éste podía ser desafiada exitosamente en las condiciones de la unipolaridad y de una ideología dominante que proclamaba eternos las políticas neoliberales y el llamado pensamiento único. Pese a la ofensiva cultural y el barraje mediático neoconservadores los pueblos pudieron percibir que la llama cubana de rebeldía seguía ardiendo. No obstante las deserciones y la gran confusión ideológica que aquejaban al campo revolucionario y popular, ello ejerció un enorme estímulo entre quienes mantuvieron la voluntad de lucha en los cuatro puntos cardinales, despertó la de otros e hizo que se mantuviera viva la solidaridad con el pueblo de la isla.
El ejemplo cubano contribuyó a desencadenar los movimientos populares contra el neoliberalismo, particularmente en América Latina, donde éstos se han manifestado con fuerza singular y logrado transformar el mapa político. Impulsados por jalones como el Caracazo (1989), la rebelión indígena de Chiapas (1994), la lucha del Movimiento de los sin Tierra de Brasil, de los pueblos indios bolivianos y los levantamientos plebeyos que derrocaron a presidentes serviles a Washington en Argentina, Ecuador y Bolivia, gracias a su eclosión surgieron un conjunto de nuevos gobiernos, heterogéneos en su orientación ideológica pero más independientes de Estados Unidos y favorables a la integración y unidad regional. La elección de Hugo Chávez como presidente de Venezuela en 1998 –un fruto del Caracazo– marcó el comienzo de este proceso, del que ha sido uno de sus adalides más activos y dinámicos junto al boliviano Evo Morales y al ecuatoriano Rafael Correa.
Algunos de los nuevos gobiernos se han destacado por reivindicar la soberanía popular mediante procesos constituyentes de honda raíz democrática, a la vez que proceden al control por la nación de los recursos naturales, privilegian lo público sobre lo privado, instrumentan políticas económicas antineoliberales y solidarias, se distancian del libre mercado, fortalecen la acción del Estado como redistribuidor de la riqueza con orientación social y validan los derechos de los pueblos indígenas y afrodescendientes, incluyendo formas de autorganización autonómica. Son los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador. En los dos primeros, Estados Unidos y las oligarquías, enfrentados a los pueblos movilizados, han desplegado ya reiterados planes por desestabilizar el nuevo orden y recurrido al golpe de Estado o su intento pero a diferencia de otros tiempos han sufrido duros reveses.
Fue este el contexto que hizo posible el rechazo al ALCA ante las mismas narices de George W. Bush en la Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata; el surgimiento de Unasur y su posterior freno al golpismo separatista patrocinado por Washington en Bolivia; la fundación del Alba, de Petrocaribe y el rechazo por el Grupo de Río a la agresión yanqui-uribista contra Ecuador, entre otros desarrollos. Como colofón, la triple cumbre latinocaribeña de Bahía de Sauipe, en Brasil significó un importante paso de avance hacia la integración solidaria al margen de Estados Unidos que exigió poner fin al bloqueo a Cuba, acogida a plenitud por el concierto de gobiernos de la región en la persona de Raúl Castro. El liderazgo y el consenso de que goza Lula influyeron mucho en el éxito de la cita, apoyados por el peso geopolítico de Brasil. La triple cumbre clausuró definitivamente el capítulo del aislamiento de La Habana en América Latina al punto que Obama corre el riesgo de defraudar prematuramente las expectativas que ha levantado en la región si no hace pronto algo verdaderamente sustantivo por cambiar la política agresiva de Washington hacia la isla.
Cuba, actor protagónico en la configuración de la nueva realidad política latinoamericana, debe solucionar serias contradicciones que obstaculizan el rumbo revolucionario emprendido en el Moncada y la llave maestra para lograrlo se resume en el difícil arte de combinar la resistencia con el rediseño y renovación a fondo de su opción socialista. Allí la nueva esperanza.
No comments:
Post a Comment