Wednesday, January 21, 2009


Luis Linares Zapata


El Vaticano envió a este país de otrora sumisos oyentes a sus maniobreros de alto rango para transmitir, con precisa corrección, sus anticuados e injustos criterios sobre la familia. Varios cardenales y rotundos obispos hicieron gala de sus maneras de comportarse en distantes estrados, ordenar y vestir con gala y dispendio. Fue una fiesta diseñada para el despliegue de la alta burocracia eclesiástica, fuera nacional o salida de la misma curia romana. La intolerancia, el fundamentalismo y el desfase de la realidad fueron los distintivos impresos después de varios días de cónclave. Y no sólo eso, sino que la acompasaron con otras visiones tanto o más inaceptables: sobre la mujer, el Estado laico, la cultura (evangélica la llamaron) y la homosexualidad, entre otras cuestiones centrales.

El Vaticano quiere apropiarse del núcleo básico de la sociedad como su distintivo señero sin detenerse a pensar que existía antes de la Roma histórica y, con segura esperanza, prevalecerá sobre su final desvanecimiento. Desde su muy particular sello reaccionario pretende definir su comportamiento, valores y normas, todo ello dictado por las concepciones que ha pergeñado desde hace centurias. La clerecía desea situarse en el centro del debate y ser, de nueva cuenta, árbitro indisputable e infalible de la disputa, el sanctórum que diga la primera, la siguiente y última palabra, la que formule las sentencias e imparta absoluciones urbi et orbi a los pecadores. Sesgan, de su definición familiar (padre-madre e hijos) a, cuando menos, un cuarto de los hogares monoparentales (madres solteras e hijos). Nada dicen de la común violencia que se despliega en su interior.

Pero la curería de elite también afirma que las mujeres son las que, con sus modas y formas provocativas de conducirse, incitan a los hombres para que las agredan o falten al respeto. El recato, la discreción y la obediencia deberán ser sus patrones de conducta. La homosexualidad, para esta clerecía, es una desviación malsana y no puede ser reconocida y menos integrada a la convivencia social. Puede, tal vez, ser practicada en lo íntimo. Pero de ello se tiene que dar cuenta en la confesión, es decir, es materia de pecado grave. Al pronunciar tan rotundas como hipócritas sentencias se muerden la lengua (o la cola) y olvidan a incontables correligionarios que ven al prójimo (hombre, niña o niño) con una mirada lasciva y perversa y acuden, presurosos, a ocultar sus tropelías y delitos.

Pero los diplomáticos enviados por el Papa alemán no se detienen en las minucias mencionadas. En el fondo, también desean darle un zarpazo más al Estado laico, su peor enemigo. La iglesia romana no ha quitado el dedo de este molesto renglón desde que la modernidad los arrasó. Lo sigue combatiendo con todas sus fuerzas disponibles. Quiere volver a tener la capacidad decisoria que, hace ya varias centurias, tuvo sobre creyentes, gentiles y soberanos. No se resigna a ocupar el lugar que la conformación de los estados actuales le deparan: ocuparse de los sentimientos de trascendencia, es decir, la íntima religiosidad de las personas. Saben, porque lo pueden hasta medir, que las sociedades siguen una ruta cada vez más secular y van formando nutrido rebaño, alejado de los mandatos, prédicas, bulas y encíclicas que tan a menudo lanza desde su sede romana.

La Iglesia católica ha puesto mucho de su parte para alejar de su seno a los otrora creyentes. Es notorio su desfase respecto de las conductas y valoraciones que van adoptando los distintos pueblos de todos los países. México no es excepción.

En este contexto se dio la presencia del señor Calderón en tal evento confesional. Hizo, para tan solemne ocasión, gala de su catolicismo provinciano y recibió su título por aclamación: “presidente católico”. Citó, para subrayar su entrega y pertenencia de credo, todo un santoral: su mal catalogado patrono y a los santos colectivos a los que describió como mártires de la persecución, es decir, los cristeros que mataban en el nombre de su Cristo.

Nunca estableció Calderón su distancia como jefe de un Estado laico, logrado a golpes de sangre, decisión y valentía por parte de varios miles de mexicanos, entre los que no se cuenta él mismo. Su actitud fue la de uno de tantos asistentes, feligreses sumisos a los dictados de su jerarquía. Ahí, cardenales y obispos hicieron gala de sus potestades que reclaman divinas. Curas privilegiados que lucieron, con el desparpajo acostumbrado, sus ornamentadas vestiduras, sus joyas, símbolos inequívocos de poder y riqueza. Siguen permitiendo o solicitando ante su presencia, genuflexiones y besos de anillo y mano, tal como lo obligaron a partir de la Edad Media.

La administración del señor Calderón, con seguridad, captó el mensaje de su jefe. Y lo usará para reafirmar los rasgos que ya la distinguen. Quizá por esas mismas razones y pareceres es que los panistas se desfasan tan a menudo y cancelan, por decreto local, los besos. O le exigen, a cualquier ciudadano, para identificarse, la fe de bautismo como sustituto del acta de nacimiento.

Parten, burócratas y políticos panistas, del citadino preconcepto según el cual todos los mexicanos confiesan la misma religión. Se olvidan, o desconocen, que hay muchos pueblos abandonados que no cuentan con los servicios de un párroco o notario público que actualice las actas que catalogan como viejas. Esta actitud monacal de los panistas se ha ido trasluciendo en sus maneras de gobernar. Se hacen más recalcitrantes cuando se declaran creyentes, cuando creen ser portadores de los valores tradicionales de la familia mexicana, cualquiera que esto pueda significar en el Guanajuato o en el Jalisco de las mafias extremistas que ahí se han entronizado.

Poco a poco, paso a paso, dicho a dicho, el señor Calderón va sembrando lo que él y su partido habrán de cosechar en poco tiempo.

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