Carlos Montemayor
Un ejemplo paradigmático de la violencia de Estado en procesos electorales, decía en la entrega anterior, fue la represión a los partidarios del general Manuel Henríquez Guzmán en el año 1952, en el proceso que debía renovar la administración presidencial del periodo 1952-1958. Repito que la información sobre la masacre del 7 de julio de 1952 (a escasos dos meses de la masacre del 1º de mayo de ese año) proviene de las conversaciones que grabé en 1997 y 1998 con la señora Alicia Pérez Salazar, viuda del político y escritor José Muñoz Cota, secretario particular durante muchos años del general Lázaro Cárdenas y secretario del general Henríquez Guzmán durante ese proceso electoral de 1952.
Esta es una parte del relato de la señora Alicia Pérez Salazar, que he presentado con amplitud en mi novela Los informes secretos:
…toda nuestra campaña electoral fue muy accidentada. Aparecía muerto cada día en la carretera de Cuautla un miembro del Grupo de los cuatrocientos; la represión fue bestial… nuestro partido se llamó Federación de Partidos del Pueblo Mexicano. A él se afiliaron varios grupos políticos… también el Partido Constitucionalista, de viejos constituyentes de 1917… Al día siguiente de las elecciones nos convocaron. Teníamos desde 1950 un grupo Guía: si usted era miembro del grupo, tenía que responder por cinco miembros y esos cinco, a su vez, por otros cinco cada uno. Usted debía saber dónde comunicarse con ellos para que en el momento que se diera una orden le avisara a sus cinco y esos cinco a sus veinticinco, y así en adelante. Supo el gobierno que haríamos un mitin en la Alameda, a las seis de la tarde, para celebrar la victoria. Pero desde las 10 de la mañana empezaron las estaciones de radio a transmitir: “No se permitirá ninguna concentración. No hay permiso para que ningún agrupamiento político se manifieste durante el día”. En fin, decidimos pasar antes a las oficinas de Donato Guerra 26, el principal local de nuestra Federación de Partidos. Desde el Monumento a la Revolución atravesamos por la calle Lafragua hacia la de Donato Guerra. Encontramos a todos listos: la banda de guerra, tambores y cornetas, las banderas de nuestra Federación. De pronto llegó un muchacho corriendo, un trabajador de la Cervecería Modelo, que nos dijo: “Están arrojando gases lacrimógenos y ya disparó la policía montada”. Muchos venían asfixiándose. Otro llegó herido. Comenzaron a concentrarse tanques de guerra por el Paseo de la Reforma y uno se detuvo enfrente de nuestro local, a diez pasos. Del otro lado venía la policía montada a todo galope. Formaron los soldados un semicírculo y exigieron hablar con el jefe de la oficina. “Yo soy”, les dijo el maestro Muñoz Cota. “Usted no sale”, amenazó el soldado y cortó cartucho. En ese momento surgió otra voz: “Embajador, ¿qué hace usted aquí?” Era el general Federico Amaya, que había sido agregado militar del maestro Muñoz Cota en el servicio diplomático. “Eso es lo que yo le preguntaría, general Amaya. ¿Qué pasa? Mire cómo viene la policía montada”. En ese momento amagaron a un hombre con un machetazo que pasó entre el señor Muñoz Cota y Amaya. No hirió a ninguno porque Dios fue grande. “Mire, general, esto es lo que usted dice que viene a cuidar”. Entonces el general ordenó: “¡Escuadrón, al primer policía que avance, dispárenle”… En lugar de entrar en la calle Donato Guerra, los de la montada tuvieron que seguirse de largo, pero se daban los frenones los caballos, que patinaban. El general Amaya aconsejó: “Embajador, que esa gente se vaya a su casa. Yo doy garantías en tres o cuatro calles a la redonda para que no avance la policía y que no haya aquí una matanza.” El maestro Muñoz Cota le pidió que entraran juntos al local … y explicó: “El señor general Federico Amaya es una persona en la que yo tengo plena confianza, compañeros. Fue mi attaché militar cuando yo estuve en el Servicio Exterior y él nos brinda su apoyo para que ustedes se vayan a sus casas en forma tranquila. No quiero a nadie aquí. Nos da garantías. Ya recibirán noticias”. Se extendió una fila de soldados hasta la calle de Bucareli, donde pasaban los camiones, y la gente se despidió… El general Amaya dijo: “Me voy a retirar, Muñoz Cota, pero aquí dejo a un oficial para cualquier cosa que se le ofrezca, él me hablará inmediatamente”. “Gracias, general, le agradezco”. “No, Embajador, yo le agradezco a usted”. Y se fue. Pero los tanques del Ejército rodeaban las calles por avenida Reforma, por Morelos, Donato Guerra, Bucareli, Abraham González. El profesor Alberto Miranda Beltrán, que se había quedado con nosotros, sugirió: “¿Qué hacemos? ¿Qué les parece si vamos con el general Henríquez Guzmán?” Pues ahí vamos. Nos abrió el jefe de ayudantes, el capitán Adolfo Guanaco. Saludamos al general. “Señor, pues ya debe tener usted noticias”. “Sé que mataron gente en la Alameda”. “Señor, yo vengo de las oficinas y pasó esto”. “Pepe, ¿crees que debo ir?” “Señor, la gente ya se fue, ya la despaché a su casa”. Pero insistió: “Si están muriendo por mí, lo menos que puedo hacer es ir allá”… Y se subió en la carcachita que traía Alberto Miranda, no quiso venirse en su automóvil lujoso. Tomamos Paseo de la Reforma y nos impidieron el paso; entramos en sentido contrario y al dar vuelta nos detienen y cortan cartucho. “¡Párense ahí!” Entonces se bajó el general Henríquez Guzmán y le dijo al oficial: “¿También a mí me van a disparar, hijos?” “¡Mi general!” Se le cuadraron y entramos en las instalaciones. A los veinte minutos estaba toda nuestra gente. ¿De dónde llegaron? No se habían ido, por ahí anduvieron haciéndose tontos en los cafés de chinos de Bucareli… Se abrieron los balcones de la planta baja. A los treinta minutos dijo el general que les agradecía su lealtad, que esperaran noticias de sus dirigentes, que se fueran con tranquilidad a su casa, que él también se iba a retirar. Todos gritaban: “Viva Henríquez! ¡Viva Henríquez!” “Esperaré a que salgan”, pedía el general. Salieron y el general se fue. Nos quedamos solitos y un capitán, Secundino Rodríguez, nos invitó a su casa a tomar un café, a la Colonia 201. Nos sirvieron una copa y me puse a llorar. “¿Por qué lloras?”, me preguntó mi amor. Y le dije: “Porque ya perdimos”. Al día siguiente todo fue confuso, como ocurre en México: que fueron 300 los muertos; no, que fueron 200. Los amigos que tenía en la milicia le informaron al general Henríquez Guzmán que habían sido poco más de 200 cadáveres los que llevaron al Campo Militar Número 1 a incinerar. La gente corría por la calle, hasta Guerrero, por San Juan de Letrán. Cuando el maestro Muñoz Cota empezó a escribir en Impacto, don Regino le publicó unas fotografías de esa matanza, increíbles. Hay una señora que está con su niño pegada a una cortina de metal, porque los comercios bajaron sus cortinas y el de la montada está así, con el fusil. Fueron publicadas en Impacto. Seis meses después llegaban del interior de la República a preguntar por parientes que vinieron al mitin, pero que no volvieron. Fue bestial, mataron a muchos. Se decía que el avión del presidente estaba listo porque él creyó que ahí se desataba algo más. Siempre tuvieron temor de que el general Henríquez Guzmán se alzara en armas. Pero nunca hubo armas…
Carlos Montemayor/ II
Las conversaciones que en 1997 grabé con la señora Alicia Pérez Salazar, viuda de José Muñoz Cota, arrojan luz sobre otros aspectos del movimiento henriquista, no sólo sobre la masacre del 7 de julio de 1952, a la que nos referimos en la entrega anterior. En una parte de su conversación, doña Alicia afirma lo siguiente:
El maestro José Muñoz Cota le informó al general Lázaro Cárdenas que se proponía escribir un libro acerca de la revolución. “¿No le parece, Muñoz, que para escribir un libro sobre la revolución hay primero que hacerla?” El maestro Muñoz Cota lo miró interrogante. “Sí, es necesario frenar a Miguel Alemán Valdez porque quiere relegirse”, explicó. “Tenemos que estar en torno del general Miguel Henríquez Guzmán para evitar esa relección. Así que vaya a ponerse a sus órdenes.”
Doña Alicia refiere que Muñoz Cota se presentó con el general Henríquez Guzmán y que éste le pidió que redactara un manifiesto. Fue notable la rapidez con que supo de ambos hechos el entonces presidente Miguel Alemán. Doña Alicia afirma que al entregar al general el manifiesto solicitado, Muñoz Cota regresó a su casa y que lo estaba esperando un enviado del Estado Mayor para llevarlo con el presidente Alemán:
… cuando lo pasaron al despacho, el presidente le dijo: “Hola, Pepe, tantos años sin verte”. Se dieron un abrazo “¿Ya no quieres el Servicio Exterior? ¿Deseas otro país? Dime qué prefieres.” “No tengo por el momento pensado ir a ningún sitio.” Entonces el presidente aclaró: “Pepe, mañana me iré a Sonora. Te pido un favor: mientras hablo contigo nuevamente, no vayas a Jiquilpan.” No sabía que Muñoz Cota ya había hablado con “Jiquilpan”, o sea, con el general Cárdenas. “No volveré a hablar con él sino hasta que regreses.”
La preocupación del entonces presidente Miguel Alemán era la inminente vinculación de Muñoz Cota con Henríquez Guzmán a través del general Francisco J. Múgica, de quien Muñoz Cota era yerno en ese momento, o a través del general Cárdenas, debido a la cercanía de años que ambos tuvieron y por el apoyo que en muchos círculos militares y políticos se sabía que Cárdenas le brindaba a Henríquez Guzmán. Doña Alicia comentó que el general Cárdenas:
“Antes de las elecciones, en plena campaña… pedía los discursos que el general Henríquez iba a pronunciar; hay discursos corregidos por puño y letra del general Lázaro Cárdenas. Los llevaba un capitán, Honorato Gutiérrez, para que los leyera y les diera su visto bueno. Su esposa doña Amalia salía con doña Victoria González de Henríquez Guzmán a repartir víveres a las colonias proletarias, y a su hijo Cuauhtémoc y a Janitzio Mújica los detuvo un día la policía por fijar propaganda a favor de Henríquez Guzmán y pintar letreros en la pared.”
Antes de su toma de posesión como nuevo presidente de la República, Adolfo Ruiz Cortines trató de negociar con el general Henríquez Guzmán el reconocimiento de su triunfo electoral por conducto de Muñoz Cota. Miguel Ángel Menéndez concertó una cita en una
cafetería que estaba cerca del cine Olimpia. Ahí hablaron. “Pepe, Adolfo Ruiz Cortines te ofrece el Senado.” “Momento”, le interrumpió, “quiero tu autorización para que todo lo que me digas lo sepa el general Henríquez Guzmán.” “A eso vengo, a que le digas lo que propone Adolfo Ruiz Cortines, que le da 40 diputados en toda la república y 14 senadores, siempre y cuando el general Henríquez acepte que Adolfo ganó las elecciones limpiamente. A ti, repito, te ofrece el Senado.” El maestro Muñoz Cota y Ruiz Cortines habían sido compañeros de la misma legislatura y se hablaban de tú. Como el maestro Muñoz Cota era muy cercano al general Cárdenas, porque durante 12 o 13 años fue su secretario privado, le había hecho uno que otro servicio a Ruiz Cortines. Le expuso al general Henríquez Guzmán el ofrecimiento a cambio de que reconociera que había perdido las elecciones. “Eso no será nunca, porque tú sabes que ganamos, Pepe. Además, es un mentiroso, porque el general Cárdenas no ha hablado con él.” “¿Se lo preguntó usted al general Cárdenas?” “Claro que le pregunté; dijo que no ha hablado con Ruiz Cortines. Pero tú estás en libertad de aceptar el Senado. Yo te quiero mucho, te seguiré queriendo igual. No aceptaré el ofrecimiento. Aquí me muero con la gente que sigue pensando que nosotros ganamos las elecciones y que nos robaron y punto”… Luego le reclamó a Miguel Ángel Menéndez: “El general Cárdenas no ha visto a Ruiz Cortines”. “Ay, Pepe… Dile al general Henríquez que yo estuve con ellos, que yo personalmente llevé esa ocasión a Adolfo.”
En el contexto político del México de 1997, doña Alicia Pérez Salazar concluyó así su relato:
“… el último partido de oposición que cimbró los muros de la patria fue la Federación de Partidos del Pueblo. Nos mataron gente al por mayor y no estábamos sometidos por la dádiva. Porque ahora los partidos de oposición con esta mano reciben la dádiva y con esta otra insultan. Nosotros no. A nosotros no solamente no nos dieron ni un centavo de subsidio, sino que al hermano del general Henríquez le suspendieron todos los pagos que el gobierno le debía por las carreteras que les había construido.
Finalmente, hay un dato relevante sobre el modus operandi de la matanza del 7 de julio de 1952 en la Alameda, que deseo retomar.
En su magnífico estudio sobre El movimiento henriquista 1945-1954, Elisa Servín apunta que encabezaba los contingentes de granaderos el teniente Alberto Uribe Chaparro. Por altavoces se pedía calma a los manifestantes desde las ventanas de las oficinas del Partido Constitucionalista, pero seguían llegando contingentes de granaderos:
En ese momento, desde uno de los balcones del edificio de avenida Juárez, un individuo, que se cubría con una gabardina, disparó hiriendo al teniente Uribe. Como si esto hubiera sido una señal, la policía emprendió entonces la carga con gases lacrimógenos, culatazos y tiroteos, buscando dispersar a los manifestantes. Ante el embate policiaco, los henriquistas intentaron replegarse, muchos hacia el parque de la Alameda, otros hacia Reforma, algunos más hacia el Zócalo. En pocos minutos se generalizó el caos: grupos de granaderos y policías a caballo, sable en mano, perseguían a los manifestantes.
No es difícil suponer que el francotirador que disparó tan selectivamente contra el teniente Uribe era un miembro de los cuerpos policiacos o militares, parte de los grupos de choque oficiales, y no un partidario de Henríquez Guzmán. Este mecanismo se repitió el 2 de octubre de 1968. Desde el techo de la iglesia de Santiago Tlatelolco, un comando del Estado Mayor Presidencial disparó contra el general Hernández Toledo: fue también el preámbulo de la matanza del 2 de octubre.
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