Transgénicos: ¿ciencia? y ¿para quién?
A partir del descubrimiento de la base molecular del material de la herencia de todos los seres vivos (el ADN) y de la posibilidad de cortar y combinar fragmentos de ADN de organismos diversos, e insertar estas quimeras en otros seres vivos, se originó la biotecnología del ADN recombinante y fue posible generar plantas y animales transgénicos.
Esta nueva forma de usar la biología molecular se promovió con la promesa de que beneficiaría a todos y sería de utilidad pública. Uno de los descubridores del ADN, James Watson, manifestó: “la promesa certera de esta nueva y revolucionaria tecnología va a superar por mucho las incertidumbres en torno a su uso”.
Esta aseveración respondía a las preocupaciones por la emergencia de nuevas toxinas, patógenos, alergenos, vectores de enfermedades, mayores y nuevos riesgos de cáncer y desarreglos inmunológicos, efectos imprevistos adversos con consecuencias negativas en la salud humana, así como un espectro amplio de riesgos ecológicos, que fueron discutidos en diversos foros científicos en la década de los 70.
El investigador David Baltimore, en las reuniones de Asilomar realizadas en Estados Unidos, en 1975, donde se identificaron dichos riesgos, dijo respecto de la biotecnología de ADN recombinante: “va más allá de los eventos típicos de la evolución, ya que permite hacer combinaciones de genes que podrían ser únicas en la historia natural (…) es importante maximizar los beneficios y minimizar los riesgos”.
Sin embargo, se argumentó que el público debía tener el derecho de decidir si querría correr estos riesgos y que la misma tecnología tendría la capacidad de impedir efectos nocivos en la mayoría de los casos, mientras que prometía posibilidades inéditas de control de los seres vivos, y sobre todo oportunidades de negocios multimillonarios.
Se concluyó que debería seguirse adelante con las investigaciones y desarrollos tecnológicos en este campo.
A partir de entonces los científicos asociados a las corporaciones establecieron para sí un papel central en la creación de políticas en torno a los organismos genéticamente modificados o transgénicos y se excluyó al público en general. También se desdeñaron los paradigmas científicos que ponen en entredicho el poder ilimitado de la biotecnología de ADN recombinante como herramienta segura para solucionar problemas sociales, económicos y agrícolas.
A partir de la década de 1970, mientras la carrera biotecnológica tomaba ímpetu, se legalizó la posibilidad de patentar o privatizar a los seres vivos recombinantes o sus partes, y así se amplió la capacidad de controlar y lucrar con el insumo clave para la agricultura: las semillas.
Hace casi 50 años el control privado de las semillas de híbridos comerciales había ya posibilitado el control de la producción agrícola misma. Esto dio pie a que las mayores corporaciones semilleras y farmacéuticas monopolizaran este mercado.
Dentro del esquema de la privatización de los insumos vivos, los cultivos transgénicos se convirtieron en el instrumento que permitió ampliar y profundizar esta tendencia, por lo que dichas corporaciones realizaron inversiones millonarias para generar y comercializar estos desarrollos.
Desde su aprobación para la venta comercial (1996), los cultivos transgénicos se han presentado como desarrollos estables y confiables bajo cualquier circunstancia (climática, ecológica, agrícola), con el supuesto de que son equivalentes a sus contrapartes no transgénicas, además de que poseen características ventajosas determinadas por el efecto de uno o pocos genes.
El supuesto de la estabilidad de los transgenes se basa en asumir que el efecto de cualquier gen (incluidos los propios transgenes) en los rasgos de los seres vivos es independiente de la acción del resto del genoma (totalidad de los genes de un organismo) y del ambiente en el cual se use un organismo transgénico.
Por ello, a partir de la manipulación de las conclusiones generadas en reuniones científicas como la de Asilomar, se privilegió un discurso y una tecno-ciencia reduccionista que fueron activamente promovidos y apoyados por inversiones millonarias de las grandes empresas involucradas.
Al mismo tiempo se definieron los límites del discurso público, que determinaron lo que se podía y no se podía afirmar respecto de la biotecnología de ADN recombinante, prácticamente al margen de la evidencia científica que se fue acumulando en contra del paradigma que sustentaba la visión optimista de la biotecnología y minimizaba sus riesgos. Además, las preguntas sobre los peligros potenciales que se externaron en Asilomar quedaron sin respuesta.
En contraste con esta tendencia, y con el impulso que se dio a la biotecnología, el trabajo de investigación comprometido con la comprensión profunda de la estructura y dinámica del material hereditario de los seres vivos (los genomas) ha quedado relativamente rezagado.
A pesar de ello se han ido acumulando evidencias que demuestran de manera contundente que el material hereditario de los seres vivos es dinámico y que la acción de un gen o secuencia de ADN particulares sobre los rasgos visibles de un ser vivo dependen, por lo general, de su interacción con otros genes y moléculas dentro de la célula, y también del ambiente en el cual se encuentran.
Con base en este nuevo paradigma y conocimientos, los riesgos previstos desde hace más de tres décadas sobre la generación y, sobre todo, liberación al ambiente de organismos transgénicos (o genéticamente modificados por el hombre), que además ya han sido demostrados en algunos estudios de caso, cobran una nueva dimensión y deben explorarse y atenderse urgentemente, con plena responsabilidad social y ambiental.
*Dra. Elena Álvarez-Buylla (investigadora titular C) y Alma Piñeyro (estudiante de doctorado), Instituto de Ecología, UNAM; Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad
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