La transición mexicana votada más que pactada –como lo señaló hace varios años Mauricio Merino– estaba sustentada en dos ideas. La primera era que lograr que el
voto contara y se contara, abriría las puertas para la alternancia en los distintos niveles de gobierno y esto a su vez transformaría el conjunto de las instituciones políticas. En segundo lugar, que a diferencia de los regímenes dictatoriales o totalitarios, el tránsito democrático del régimen autoritario mexicano no requería fundar nuevas instituciones sino activar las que existían formalmente como el Poder Legislativo, el Poder Judicial, el federalismo; pero que habían sido supeditadas por el régimen de partido hegemónico.
Las alternancias gubernativas efectivamente se desarrollaron desde principios de los 90 pero con mayor intensidad a partir de 1997 hasta culminar con la alternancia en el Poder Ejecutivo federal en 2000. De alguna forma comenzaron a tener vida propia tanto las cámaras legislativas –más las federales que las estatales–, el Poder Judicial comenzó a reactivarse, muy particularmente la Suprema Corte de Justicia, y el federalismo en su inmediata expresión como alternancia en los poderes ejecutivos estatales. Más que de actos fundadores la transición mexicana gradual en sus ritmos y en sus efectos, fue sobre todo una mutación como lo planteó Silva Herzog en 1999 ( El antiguo régimen y la transición mexicana): De lo que está repleto el escenario es de viejos trastos con nuevas tareas
.
Pero se trata de una mutación descompasada por tres razones. La presencia de gobiernos divididos desde 1997, la autonomía que adquirieron las principales corporaciones sindicales y empresariales, y la presencia que impregna todos los espacios públicos, de la cultura del patrimonialismo. Como lo definió Octavio Paz en El ogro filantrópico: El patrimonialismo es la vida privada incrustada en la vida pública. Los ministros son los familiares y los criados del rey.
Por decirlo de alguna manera, la transición democrática quedó aprisionada por una mutación que operó a través del desmembramiento del cuerpo autoritario y la captura de esos nichos institucionales por diversos poderes fácticos.
Uno de los efectos más perniciosos de esas mutaciones fue que llevaron a la parálisis económica y sobre todo política.
Entre las elites políticas ocurre la parálisis porque las dirigencias de los tres partidos han creído en diferentes momentos que ganarían por descontón electoral la Presidencia de la República. Por ello no tienen interés en construir alianzas políticas de gran envergadura que les permitiría gobernar con estabilidad.
Entre las elites económicas y los distintos poderes fácticos, incluidos los cárteles del crimen organizado, las corporaciones sindicales y los diversos monopolios de las ideas en los medios, las iglesias y la opinión pública; priva la convicción avalada por los hechos mismos de que todos los actores requerirán de su apoyo político y económico. La carta de cambio ha sido en todos los casos la defensa de sus privilegios. De ahí que tengan pocos incentivos para modificar una situación que los ha favorecido ampliamente.
La parálisis política se encuentra por tanto apuntalada por una especie de juego suma positiva donde todas las elites creen ganar en el corto plazo.
Una ciudadanía fragmentada, unas elites retozonas cuya inercias están afincadas en la defensa de sus privilegios y la ausencia de una visión común del país.
Una república fragmentada en sus expresiones institucionales; es decir, en sus reglas, en sus interacciones sociales, en el ejercicio del poder de sus actores, y en sus visiones, sueños y aspiraciones, o sea en sus humores. Estos serán los temas de mis siguientes artículos. Con una pregunta guía: ¿cómo imaginar una articulación de reglas, personas e ideas que conduzca a una modernización democrática e inclusiva?
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