Penoso, arduo fue el camino que recorrieron los gays antes de salir del clóset. No sólo tuvieron que soportar el estigma de ser diferentes y reivindicar sus derechos. Y cuando ya habían irrumpido en la sociedad, la pandemia del sida comenzó a diezmarlos. Pero continuaron. Pronto, los homosexuales y lesbianas encontraron apoyo en activistas, legisladores y organizaciones civiles para enfrentar los vestigios homofóbicos. Y hoy, ya sin inhibiciones, lanzan su grito: “¡En mi cama mando yo!”
MÉXICO, 17 de mayo (Proceso).- Vieron a la patrulla y se escondieron como pudieron. Unos corrieron a comer tacos para hacerse pasar como clientes del local de junto. Otros no alcanzaron a salir del departamento y, cual contorsionistas, se metieron al clóset, a la cisterna, a la estufa...
Al apagar su automóvil, Xabier vio también la unidad policiaca, pero se bajó con tranquilidad al percatarse de que ésta había pasado de largo. Entró al departamento donde, se suponía, debían estar el resto de sus compañeros homosexuales. La luz estaba apagada, aparentemente no había nadie.
Xabier decidió tomar un trago y sentarse a esperar en la cocina. Minutos después, sus amigos comenzaron a desenrollar sus cuerpos y salieron de sus escondites cuando ya no se escuchaba la patrulla. De ese tamaño era el miedo que infundían los uniformados en la comunidad gay.
Ser homosexual o lesbiana en los setenta en la Ciudad de México no era cosa fácil. Arturo Durazo, al frente de la policía, encabezaba redadas que terminaban con titulares escandalosos en la prensa amarilla: ¡Caen 40 mariposones; ¡Detienen a 30 locas!
La policía parecía haber desarrollado una peculiar habilidad para detectar a los homosexuales y las lesbianas, perseguirlos, acorralarlos y finalmente lograr su objetivo último: extorsionarlos.
Los uniformados tenían un olfato peculiar para detectar los “perfumes gays”: su contoneo al caminar, sus cejas ligeramente depiladas, el pelo cortado con pulcritud, el esmalte de las uñas parejo, un mechón más güero de lo normal… Y luego, la amenaza: Le vamos a decir a tus papás, a tu jefe, a tu familia.
“Fue una época extraordinariamente violenta para los homosexuales, éramos una industria para los policías y los extorsionadores, porque te pescaban a ti y agarraban tu agenda, ya tenían ahí nombres adicionales a los tuyos; si vivías solo te saqueaban y te visitaban regularmente para no sacarte a balcón, aparte de que te golpeaban, te humillaban, te violaban. ¡Hacían lo que les daba la gana!”, recuerda Juan Jacobo Hernández, uno de los pocos en participar en la primera manifestación gay de 1978 y a quien se le reconoce como el líder que mejor documentación tiene del movimiento.
“Las lesbianas huían de las ciudades pequeñas hacia las metrópolis o del campo a las ciudades medianas. Las que no contaban con recursos económicos huían disfrazadas de hombres”, describe Yan María Castro, fundadora en 1977 de la primera organización de lesbianas en México, Lesbos, que daría pie a otra asociación de mayor convocatoria: Oikabeth I.
En su generalidad, los homosexuales aparentaban una vida entre semana y otra para sábado y domingo. De lunes a viernes intentaban pasar como cualquier heterosexual, pero llegado el fin de semana la mayoría de los gays corría a la Zona Rosa.
“Después de los cafés siempre se salía con una lista de posibles fiestas. Era increíble pensar que de la puerta para afuera la vida opresiva se terminaba. Era una experiencia religiosa de libertad. Por otro lado nos preocupaba por qué la libertad no está en todos los ámbitos, por qué teníamos que irnos a encerrar ahí para vivirla y siempre con el temor de que podría llegar la policía y que hiciera una razia”, revive Rafael Manrique, integrante del colectivo Sol.
El ligue tenía tres posibles escenarios: la calle, los cafés y las fiestas. En ninguno de ellos estaba permitido tocarse, o al menos era una regla implícita. A veces, en las reuniones caseras se veía a alguna pareja darse un tenue beso, pero no más.
La seducción era un ejercicio clandestino con un lenguaje tan complejo como la clave Morse.
A los gays les fascinaron los llaveros de marinero europeos y decidieron adornar con ellos sus discretas vestimentas con un doble propósito: si el llavero estaba colgado del lado derecho, el homosexual era activo (penetraba), y del lado izquierdo si era pasivo (se dejaba penetrar). Así, la policía ni enterada.
Los lugares más concurridos de la época eran El Nueve, Los Famosos 41, el Penthouse, el Le Barón y El New York; este último “se lo pusieron Miguel de la Madrid y Jorge Díaz Serrano a sus respectivos hijos maricónicos, pero luego el PRI les jaló las orejas”, sostiene Xavier Lizárraga, antropólogo, autor del libro Una historia sociocultural de la homosexualidad y protagonista de la anécdota narrada en los primeros párrafos.
Aquel 69
Otras eran las circunstancias de las lesbianas:
“Si una mujer no era autosuficiente simplemente no podía ser homosexual. Por ello, las homosexuales se distinguían del resto de las mujeres por su capacidad de autosostenerse y no depender de ningún hombre. Esto las obligó a tener que aprender formas de sobrevivencia en un mundo masculino donde ellas simplemente no cabían, lo cual significaba que tuvieron que masculinizarse para poder competir con los hombres en el mundo laboral, profesional, académico…”, relata Yan María Castro.
“La diferencia se reduce a una cosa muy concreta: la capacidad de consumo. Los hombres finalmente obtienen un trabajo y recursos para poder divertirse con más facilidad; las lesbianas no”, compara Enoé Uranga, la primera diputada lesbiana en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.
La Revolución Cubana, las canciones de Víctor Jara, el movimiento del 68, el rock, el festival de Woodstock, pero sobre todo los disturbios de homosexuales de Stonewall en Nueva York en 1969 (cuando los gays lucharon por sus derechos después de una redada en un bar), influyeron en quienes se perfilaban para ser los primeros líderes del movimiento en México.
Hacia 1975 la mayoría de quienes serían los primeros en marchar en la calle ya había visitado San Francisco, Londres, Nueva York, París, y escuchado de conceptos entonces poco o nada conocidos en México, como bioenergética, movimiento antipsiquiátrico y metafísica.
Con esas ideas en la mente, querían luchar por besarse en público, dejar de ir a fiestas a escondidas, no ser despedidos de su trabajo ni sufrir más extorsiones por parte de la policía. Pero también buscaban politizar a los militantes, enseñarles a explorar su cuerpo y curar las heridas mentales provocadas por la discriminación.
Fue el 26 de julio de 1978 cuando Juan Jacobo Hernández decidió convocar a sus compañeros y manifestarse abiertamente como homosexuales durante la marcha para conmemorar la Revolución Cubana. Portaban una manta con un letrero grande: Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (FHAR). El contingente del Partido Comunista estaba detrás de los gays, pero al verlos se alejó de ellos y hubo una rechifla entre los observadores.
La primera manifestación de los homosexuales quedó consignada en la prensa y así, los grupos que apenas se conformaban y no se conocían entre sí tuvieron una oportunidad para reunirse, saber que no estaban solos y formar un frente para una segunda gran marcha.
Esa movilización tuvo lugar el 27 de junio de 1979 y se adhirieron a ella las organizaciones Oikabeth y Lambda, por citar las más relevantes. Lograron juntar a 7 mil homosexuales y lesbianas bajo la consigna “En mi cama mando yo”. La policía capitalina desvío la manifestación, que debía pasar por Paseo de la Reforma, y la confinó a las entonces solitarias calles de Lerma. Por eso más tarde se le conocería como “La Marcha del Clóset”.
La plaga
Llegó pesando 79 kilos y para ese día no acumulaba ni 40. Estaba encerrado en el baño, con un rastrillo de rasurar en una mano, amenazando con matarse. “¡Sal de ahí!”, le ordenó Braulio. Al no obtener respuesta favorable, empujó la puerta y el enfermo le imploró: “¡Mátame!”
Braulio vio morir a cuatro enfermos de sida en su propio departamento. Las instituciones de salud en México no querían a los enfermos de VIH en sus hospitales; los familiares también repelían a los pacientes y los trataban como leprosos. En algunos casos los confinaban a la azotea y les aventaban la comida en platos, como a un perro castigado.
“No tenían fuerzas, sus nervios estaban destrozados. Se les veía en una situación de angustia, de depresión, de desconcierto”, reconstruye Braulio Peralta, fundador de la organización Sex-Pol.
Sin retrovirales efectivos, los enfermos se consumíán en meses, entre diarreas incontroladas, deterioro del sistema nervioso y cambios de ánimo que iban del cólera a la nostalgia. Desdeñados por el estado y rechazados por su familia, los pacientes morían en las calles o en departamentos de almas piadosas, como la de Braulio.
El sida acabó con la mitad de los activistas homosexuales. Ahora la lucha no era sólo contra la homofobia, sino para evitar la propagación del VIH.
A las mujeres no les afectó tanto la pandemia y se desconocen las estadísticas oficiales de lesbianas muertas por el síndrome en esa época, dice la diputada federal Enoé Uranga.
“En aquel tiempo las organizaciones no teníamos ningún tipo de financiamiento. Boteábamos en las calles, hacíamos fiestas, recaudamos fondos. Los que tenían un poco de dinero hacían donaciones, pero nada más, y cuando empieza a crecer la respuesta del sida internacional aparece la respuesta de las Organizaciones no Gubernamentales”.
Así, las primeras asociaciones de militantes comenzaron a competir contra organizaciones nuevas que, por el solo hecho de repartir condones, ya recibían subsidio gubernamental. A este enemigo se sumaron los nuevos bares que ya permitían el toqueteo. Incluso se instalaron los primeros cuartos oscuros, donde el tacto no conocía límites. Entre el VIH, las ONG y el libre mercado, los militantes se fueron rezagando.
“El discurso se nos cerró no logramos salir de ser educadores de bugas (heterosexuales) a ser movilizadores sociales de la comunidad. Todo lo que hicimos nosotros lo aprovecha el mercado, y el mercado florece”, sostiene Juan Jacobo Hernández.
Y tiene razón. Actualmente, el segmento pink –como le llaman a este grupo las casas de estudio de mercado– tiene un valor que ronda los 51 mil 300 millones de pesos, estima la empresa De la Riva.
Priscila Arámburu Mena, directora del área de Estudios Sindicados del corporativo, refiere que los homosexuales gastan en promedio hasta 15% más que un heterosexual. Sus marcas favoritas son Zara y Calvin Klein.
Siete de cada 10 gays viajaron en el último año y 70% tiene computadora en su casa. La cifra multiplica por seis la estadística nacional.
En materia de conquista de derechos sexuales, pareciera que el Distrito Federal es el paraíso para la comunidad gay en toda Latinoamérica. Entre 2007 y 2009 la Consejería Jurídica ha unido a 737 parejas del mismo sexo; en 2001 tomó protesta la primera legisladora lesbiana, y en junio de 2008 más de 15 mil personas celebraron la XXX Marcha por el Orgullo Gay.
Ya no son tan comunes las razzias masivas contra homosexuales, que pueden besarse en la calle con la misma pasión que una pareja heterosexual, y hay zonas exclusivas para ellos.
Pero la discriminación sigue. Tan sólo el año pasado los activistas contabilizaron al menos 10 asesinatos por homofobia.
El Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) ha recibido 122 quejas desde su fundación, en 2003, por conductas homofóbicas. El número no es menor si se toma en cuenta que el 77% de los ciudadanos mexicanos no interpone recursos de queja cuando se violan sus derechos.
En uno de los expedientes del Conapred , el DGAQR/85/04/DQ/II/DF/Q34, dos mujeres que son pareja denuncian que las empresas Liverpool y Palacio de Hierro les negaron en el Distrito Federal el servicio de mesa de regalos. Un ejemplo de intolerancia actual.
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