La revolución es un concepto construido por la ciencia social y la experiencia popular. Se trata de un conjunto de sucesos que unidos tienen un significado que los trasciende. Si hablamos de la Revolución Mexicana no sólo nos referimos al Plan de San Luis Potosí, fechado el 5 de octubre 1910, en donde Madero fijó el domingo 20 de noviembre a las seis de la tarde como día y hora en que todas las poblaciones debían levantarse en armas contra Porfirio Díaz. Tampoco es el congreso Constituyente que se reunió el 21 de noviembre de 1916 en Querétaro para redactar una nueva Constitución. La revolución incluye todos los sucesos que llevaron del primer paso en 1910 al segundo en 1916. Analizados por sí mismos, sin construir la relación que existe entre ellos, no tienen el significado de una revolución, que es una transformación profunda de la realidad política y social en la cual interviene como actor importante el pueblo, o una gran parte del pueblo.
Las celebraciones de los dos centenarios han evitado el tema de la revolución: Primero, porque han sido un repaso de toda la historia del país desde la antigüedad indígena hasta la actualidad. Segundo, porque han deconstruido las dos revoluciones de Independencia y Mexicana en una serie de episodios inconexos, de efemérides sueltas, de anécdotas truculentas, que así presentadas pierden su sentido como episodios de un todo: La revolución. Muchas crónicas y fábulas, pocas reflexiones sobre las revoluciones como objetos validos de pensamiento.
Proponemos una visión alternativa basada en tres premisas: las dos revoluciones mexicanas son parte de un proceso mayor que puede llamarse La gesta de México, del antiguo régimen a la modernidad (1810-1940). Que este proceso –como diría Braudel– es un fenómeno de largo plazo que determina los cambios, equilibrios y conflictos dentro de la sociedad. Las revoluciones mexicanas no se pueden comprender exclusivamente por conflictos internos. Deben tomarse en cuenta desarrollos internacionales tormentosos que forman una red a veces poco visible desde nuestro país, pero no por ello menos influyentes. Y por fin que en México las dos revoluciones coinciden por una secuencia muy particular. Son precedidas por un periodo de desarrollo económico y social acelerado; una política de modernización desde arriba manejada por un grupo reducido en el poder, sin participación del pueblo y que termina en una crisis multifacética que al final, desemboca en la revolución.
Desde finales del siglo XVIII la sociedad en Europa occidental entró tempestuosamente en la modernidad. El capitalismo no puede existir sin revolucionar constantemente tecnología, sistemas de trabajo, estructuras políticas, ideología y cultura. El primer impulso a la modernidad en México llegó con los efectos de la Revolución Industrial (1770-1840), la revolución de independencia de las colonias anglosajonas (1776-1783), la Revolución Francesa (1789-1799) y más tarde la crisis del imperio español y los movimientos de independencia de Latinoamérica (1808-1821). La influencia de esos sucesos se filtró por mil caminos diferentes a finales del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX. Holanda, Inglaterra y Francia introdujeron a marchas forzadas profundas reformas en sus sistemas coloniales para adaptarlos a las nuevas condiciones. España que se estaba quedando atrás, intentó hacer lo mismo iniciando una serie de medidas que se conocen con el nombre de reformas borbónicas. La nueva política colonial se cruzó con un auge de la economía de la Nueva España. La conjugación de las dos significó un crecimiento sustancial de la economía, pero tuvo una serie de efectos negativos sobre las mayorías. La población se duplicó, la producción de plata aumentó con- siderablemente. Para responder a estos desarrollos también la producción agrícola se incrementó. Crecieron las ciudades y el volumen del comercio exterior. Por otro lado, el aumento de la población indígena produjo un hambre de tierras en las comunidades y el incremento de los precios de productos agrícolas, estimuló la agresividad de las haciendas.
Se registró una caída de salarios reales y los obrajes de textiles quebraron por la competencia de productos extranjeros. Aumentaron los tributos y los impuestos a los comuneros. El crecimiento de las exacciones fiscales, junto a los impuestos sobre la plata llevó a una descapitalización brutal. Al final de la Colonia, según comenta Humboldt, la sociedad novohispana era la más desigual de América Latina. Las vicisitudes de la corona española y la invasión napoleónica, desencadenaron la crisis multidimensional que desembocó en la revolución de Independencia. La responsabilidad de ella recae en la falta de disposición a un acuerdo negociado por parte de la metrópoli, que no quiso modificar el régimen colonial y la voracidad, y ceguera de la oligarquía peninsular-criolla lanzó a las masas campesinas y las clases emergentes a la rebelión armada. Detrás de cada revolución hay una ciega intransigencia de las clases dominantes.
El periodo de modernización en el porfiriato en los años 1880-1910 obedeció también a impulsos externos: la segunda revolución industrial que parecía prometer un progreso sin fin. La maquinaria moderna impulsada por el vapor invadió todas las ramas de la producción. Aparecieron nuevas fuentes de energía: la electricidad y el motor de gasolina. Hacia 1890 el número de luces eléctricas y la producción de petróleo se disparó. Se multiplicaron los descubrimientos, el teléfono y el telégrafo se vieron acompañados del cinematógrafo, los automóviles y los radios. Las grandes potencias multiplicaron sus inversiones en los países menos desarrollados, se lanzaron a construir imperios y zonas de influencia. El auge desembocó en una gran crisis económica, una mortífera guerra mundial y una cadena de revoluciones sociales que dio la vuelta al mundo: México, Persia, China, Rusia, Hungría y Turquía.
En México, aparentemente la oligarquía de terratenientes y empresarios tenían en sus manos las posiciones de mando. Pero Díaz muy pronto se alió con los capitalistas estadunidenses y europeos, y abrió la puerta de par en par a sus capitales. Se construyó una red ferroviaria que integró el mercado interno y estrechó los lazos con el mundo de afuera, renació la minería de la plata y la producción de cobre, y hacia el final, de petróleo, se transformó en importante renglón de exportación. Se inició la producción para el mercado interno de textiles, papel, hierro y acero, entre otros productos. En el sur se comenzaron a exportar grandes cantidades de henequén y café. En términos puramente económicos se produjeron cambios valiosos. Pero el pequeño grupo de científicos que gobernaban junto a Díaz no tomaron en cuenta los efectos que estos cambios tuvieron sobre la mayoría del pueblo. Apareció una incipiente clase obrera, pero la prohibición general de asociación produjo las primeras grandes huelgas duramente reprimidas. Surgió una intelectualidad crítica o incluso disidente. Se multiplicaron las expresiones de nacionalismo en la clase media como resistencia al excesivo dominio del capital extranjero. En el campo, la creciente concentración de la propiedad de la tierra llevó a los pueblos libres al borde de la desesperación. Un periodo que aparentemente fue tan exitoso acabó en la crisis económica y una explosión revolucionaria.
Dos formas de cambio: la modernización dependiente desde arriba y la revolución. No hay duda que la segunda se origina en el fracaso y el elitismo de la primera. La modernización desde arriba fracasó porque las elites se olvidaron que el pueblo debe participar de los beneficios del desarrollo. La revolución dio una nueva orientación al desarrollo del país. La revolución de Independencia abrió el paso a los ideales liberales que acabaron por imponerse. La Revolución de 1910 abrió la posibilidad de un Estado nacionalista, una reforma agraria y la incorporación de demandas populares en las políticas de los gobiernos. Ignorar la secuencia es absurdo. El problema es cómo acabar con el círculo vicioso : modernización desde arriba-revolución social.
No comments:
Post a Comment