Marcos Roitman Rosenmann
Si comenzamos señalando que en dos de los 27 países de la Unión Europea, votaron menos de 21 por ciento, Finlandia con 19.64 por ciento y Lituania con 20.89 por ciento, podemos estar seguros de que los verdaderos triunfadores son quienes optaron por la abstención.
Para los analistas, estrategas políticos de los grandes partidos, la respuesta es de Perogrullo y manual de ciencia política. Se reduce a subrayar el poco atractivo del discurso europeísta en la población de cada país. No ilusiona e incluso puede llegar a producir un efecto bumerán, la emergencia de partidos antieuropeos, llamados euroescépticos, que sacan beneficios de esta situación, atrayendo un electorado con rasgos xenófobos y escorados a la derecha, como en Austria, Francia o en la propia Finlandia. En esta línea se recalca el carácter secundario de las figuras cabeza de listas. Igualmente se aluden motivos prosaicos, entre los cuales se cita el voto voluntario o la inhibición política.
No hay muchos deseos de buscar otras causas que expliquen los elevados índices de abstención. Es preferible lanzar balones fuera. En un lenguaje críptico, los dirigentes de todos los grandes partidos dicen hacer todo lo humano por atraer la participación, pero acaban reconociendo que no hay más cera que la que arde. La desidia y la indolencia. Cualquier excusa es buena para tapar la pobreza de los argumentos.
Si ayer fue la prosperidad y el crecimiento económico el agente inhibidor, hoy corre en dirección contraria, la crisis y la recesión. En definitiva, se trata de apuntalar un discurso raído, ciertamente legitimador del actual orden de cosas, el buen estado de salud de la democracia representativa. Así, las elecciones europeas son un referente y no pueden quedar sin pasar la prueba de la legalidad. Deben cumplir con todos los requisitos formales, respetando la parafernalia institucional y ritual. Y lo más importante, ser expresión directa y fidedigna de la voluntad popular. De ser así, los bajos índices de participación no ponen en peligro la Constitución y la legitimidad del nuevo Parlamento. A la postre, no habría contradicción entre un nivel de abstención de 56.61 por ciento y la toma de posesión de los nuevos eurodiputados. Sus ocupantes, repitan o estrenen cargo, serían los legítimos representantes de la conciencia europea. No se cuestionan si el hemiciclo es una realidad virtual. Los responsables del Parlamento Europeo deberían pensar en duplicar el número de asientos, dejando permanentemente libres 736, como señal de la abstención.
El actual Parlamento de Bruselas expresa mejor las claves de un orden político oligárquico que se apuntala a base de discursos donde los grupos parlamentarios se esfuerzan por incidir en las políticas nacionales con el fin de torcer las mayorías internas. Si vemos los resultados matemáticos, las cifras dan el triunfo a la derecha.
No se explica que en una crisis tan profunda del capitalismo, con abiertas políticas antisociales, donde se violan continuamente los derechos humanos, afectando directamente a las clases sociales populares y los sectores medios, los escasos votantes hayan decidido mantener el apoyo a Merkel, en Alemania; Sarkozy, en Francia, y Berlusconi, en Italia.
En medio de escándalos, corrupción, y acusaciones de enriquecimiento ilícito, entre otras, la derecha en España crece, sin olvidar el aumento peligroso de la extrema derecha en Finlandia y Austria. Parece ser que la izquierda no tiene alternativa y la socialdemocracia no administra bien los intereses del gran capital y las trasnacionales. El giro a la derecha coincide con un aumento de la abstención, cuya disminución no hace percibir, como antaño, un renacer de la izquierda.
La alternativa democrática y socialista en Europa, como en el resto de los continentes, debe ser anticapitalista. Su nacimiento, sin embargo, es prematuro anunciarlo en el espacio común europeo. Salvo en Francia, con un poco más de 5 por ciento de los votos, podemos decir que constituye una realidad. En España o en Italia, por ejemplarizar, su fórmula sigue las contradicciones de la política espectáculo y de querer romper con el marco institucional, sin una dirección que le dé fuerza social y credibilidad en el medio plazo. Aun así se levanta como la alternativa para suplir los desaguisados de una izquierda institucional y de una socialdemocracia partícipe de los proyectos neoliberales.
En esta coyuntura, la abstención debe interpretarse como el éxito del proceso despolitizador iniciado en los años 70, cuyo fin, desarticular a la clase obrera, el campesinado y sus organizaciones, se cumple con el nacimiento de un nuevo totalitarismo invertido. Ya no se requiere legitimar la democracia representativa con la participación de las grandes mayorías en los procesos de toma de decisiones, simplemente basta lograr el consentimiento por la vía del silencio para cerrar el círculo virtuoso de una mentalidad sumisa y social-conformista.
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