guerra al crimen organizadolanzada por el gobierno federal no sólo ha creado la espiral de la violencia y la represión ilegal, que ha sido madre de las guerras sucias, sino que empieza su proceso de autonomía y articulación nacional, como ha sucedido en los lugares donde ha surgido como decisión oficial contrainsurgente.
La actual reforma en el Senado sobre las funciones del Ejército, en vez de cerrar, abrió la puerta y justificación al paramilitarismo, como vínculo oscuro entre la acción policial y las fuerzas de origen militar, con misiones ilegales para la limpieza de pandillas, sicarios y narcomenudistas, y que ha arrojado más de 22 mil muertos en los últimos años.
Aplicando la violencia fuera del ámbito constitucional –como hizo el Estado mexicano contra la subversión
en las décadas de 1950, 1960 y 1970, que ocasionó cientos de desaparecidos y asesinados por los organismos del Estado y que permanecen impunes–, el gobierno de Felipe Calderón ha desatado una fiera difícil de meter nuevamente en la jaula: el paramilitarismo.
A los brotes de paramilitarismo regional ya existentes bajo el mando de cacicazgos o políticas contrainsurgentes con objetivos locales y precisos, como en Chiapas, la sierra Triqui y Guerrero –por citar tres ejemplos–, la “guerra contra el narco” une las formas de paramilitarismo local con lo nacional y, por esencia, inicia su proceso de autonomía en mandos, financiamiento, armamento y procedimiento, pues lo une el haber surgido de la impunidad y los códigos de protección mutua, incluso contra el poder oficial que le dio origen. Así sucedió en Colombia.
La acción paramilitar en Oaxaca cercana a San Juan Copala contra activistas protectores de derechos humanos y periodistas, tiene raíces muy antiguas ahí, aplicada en contra de los movimientos indígenas contra los cacicazgos priístas. Esta fuerza había permanecido latente, de alguna forma aislada o contenida, pero ahora es respaldada y motivada por el paramilitarismo que se asoma tras las ejecuciones masivas en los estados de la frontera norte, el Golfo, Michoacán, Baja California y Sinaloa. Lo que eran prácticas acotadas a conflictos y regiones, ahora es un proceso nacional en marcha, y ahora tienen un mensaje fuerte y claro: está prohibido asomarse a la realidad.
La violencia paramilitar por eso es invisible y oculta la mano. Actúa organizada y efectiva, para dejar, mediante la violencia ciega y sin rostro, lo que el poder necesita y por la vía legal no puede. Amparados en la impunidad, se trata de paralizar con el terror toda acción y denuncia, pues las víctimas de antemano están catalogadas como delincuentes y criminales. Frente a ello, ni los organismos de derechos humanos se interesan o actúan, y hasta estudiantes y niños son, en primera instancia, catalogados como sicarios o narcotraficantes.
Explicada mayoritariamente como lucha entre bandas criminales
(más de 90 por ciento, según Felipe Calderón), el paramilitarismo se desboca y produce una espiral de violencia sin lógica y toma a todo el país bajo el fuego cruzado. Conforme a esta definición, la versión oficial de la violencia tiene una falla lógica, pues defiende los resultados como parte de su ofensiva y, ante los reclamos civiles, se niega a cualquier retirada, con lo cual acepta que los 22 mil muertos son el resultado de su estrategia.
Asomarse a la realidad es peligroso, como lo sucedido a Alberta Cariño, al activista finlandés y a los integrantes de la caravana que iba hacia San Juan Copala, Oaxaca. La tendencia es reprimir por todos los medios, que nadie se acerque a la realidad y se acepten las versiones oficiales como únicas. Eso significa que el lado oscuro del poder paramilitar está creciendo y que la represión se ajustó a las nuevas formas de la democracia
.
¿Cuál es el origen de esto? En 1988, Luis H. Álvarez, Diego Fernández de Cevallos y Abel Vicencio Tovar justificaron su reconocimiento al gobierno de Carlos Salinas, con el argumento falaz de que los gobiernos se legitiman con hechos
, para proteger al gobierno del calificativo de usurpador. Bajo esta idea, desde el poder se reformó la Constitución contra el ejido, se abrió la puerta a la acción política de la Iglesia, se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y se concretó la gran privatización de empresas del Estado.
Felipe Calderón, haiga sido como haiga sido
, llegó a la Presidencia y, más allá de la acusación, lo más sorprendente es que actúa como un gobierno usurpador y golpista; él es el primero en no creer en su legitimidad, pues el centro de su discurso promueve salidas autoritarias, imprecisión, justificación del terror paramilitar y descomposición de las instituciones. Su guerra se extiende contra toda la sociedad y la justifica como una medida de orden.
Calderón y sus opositores perdieron la brújula de la transición
y han creado como única alternativa la restauración del viejo régimen.
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