Los gobiernos mexicanos suelen retornar cíclicamente a una concepción del derecho que daña ciertos contenedores de la vida social útiles para resolver conflictos actuales y del futuro inmediato. Cíclicamente, los gobiernos mexicanos pierden de vista el valor social, impersonal, del derecho. Olvidan que el orden de derecho sólo es útil cuando aceptamos que es posible remitir toda conducta de grupos sociales a una normatividad que nos cohesione y nos asegure que las decisiones y acuerdos vayan más allá del interés que podría prevalecer en una empresa familiar cuyos dueños cambien a su antojo la administración. En estos retornos cíclicos los gobernantes mexicanos confunden el régimen de derecho con un régimen de formulismo legalista. Las nociones del derecho se alejan de la administración pública y del lenguaje oficial. Todo acto de decisión política tiene consecuencias de derecho que van más allá, o que no son necesariamente equivalentes a la formalidad legal.
El país ha resentido en los recientes gabinetes presidenciales la presencia de funcionarios y economistas que confundieron el derecho con una herramienta ocasional de criterios administrativos, más que de criterios jurídicos, sociales o políticos. Esta confusión siempre necesitará de destacamentos militares y policiacos para apoyar los formulismos legales. No podemos escamotear a la sociedad mexicana el derecho y dejarle solamente la cáscara del legalismo. Proceder así nos puede llevar a un despeñadero mucho más grave que el de una espiral inflacionaria.
Si se tiene que recurrir a las bayonetas y cuerpos policiacos en conflictos sindicales, campesinos e indígenas, no se debe a que la sociedad mexicana se resista a aceptar el orden legal, sino justamente a que los poderes de la Unión y de los estados, y los funcionarios federales, no quieren fortalecer el régimen de derecho.
Hay leyes en el país que no se cumplen, que se violan, que son letra muerta, que se modifican o se interpretan según convenga a los intereses del nuevo postor. Los mexicanos sabemos que los laberintos de los tribunales están entre los sitios más inseguros del país. Todos los mexicanos tenemos una idea fija, verdadera o no, comprobable o no, del imperfecto y parcial desempeño del Poder Judicial en los estados y en la nación, y ya no digamos en la procuración de justicia, sinónimo de agresión, arbitrariedad, impunidad, delincuencia. Necesitamos salvaguardar un mínimo decoro de justicia. No reducir los valores de justicia y equidad al legalismo formulista; no confundir el inmenso universo político, histórico y moral del derecho con la aplicación mecánica, rigurosa o corrupta de un conjunto de leyes precipitadamente adaptadas al gusto del poder. El sentido del estado de derecho es más vasto que el formulismo legalista y algo mucho más noble y complejo que cierta interpretación de las leyes con que a gran parte del pueblo de México la acorralan, engañan o amenazan. El derecho no está al servicio del gobierno, sino del Estado.
De manera cíclica, muchas agrupaciones financieras, industriales, gubernamentales, policiacas y militares se entronizan como las más elevadas instancias de derecho y de justicia en México. Todas hablan a su modo y conforme a sus intereses de legalidad, justicia, orden y defensa del estado de derecho. Cada una tiene su idea propia del orden jurídico y cada una, a su modo, dice defender la legalidad y la integridad del Estado. Todos los órganos del Ejecutivo federal, todas las policías del país y todos los grandes consorcios nacionales y extranjeros se erigen en instituciones especializadas en decir, juzgar y decidir qué es lo justo, equitativo o procedente. Esto ha venido provocando en el país un deterioro cíclico de todas las instituciones, que deberían asegurar la integridad de la nación, y un aumento alarmante e indigno de la demagogia, la represión y la corrupción.
En el ciclo actual, la ominosa decadencia del derecho asoma en el caso Atenco, en el resurgimiento de las desapariciones forzadas, en la impunidad de los asesinos de Acteal, en los regímenes fiscales especiales, en las violaciones a derechos humanos perpetradas por ejército y policía federal en campañas ineficientes y brutales contra el narcotráfico, en la privatización ilegal y corrupta de servicios públicos. La liquidación de la compañía de Luz y Fuerza del Centro emanó de la ilegalidad: el Poder Ejecutivo invadió esferas del Poder Judicial y del Poder Legislativo, se excedió ilegalmente en juzgar hechos de los que el propio gobierno federal era responsable, invalidó contratos laborales vigentes, ocupó policialmente instalaciones antes de cualquier laudo, sentencia o medida judicial, antes aún de su propia farsa de publicación oficial. El ataque concentrado, marrullero, al Sindicato Mexicano de Electricistas es un caso flagrante de violencia de Estado. Es un ejemplo ominoso del fortalecimiento de un gobierno que debilita para su conveniencia el sistema de derecho y la integridad misma del Estado. ¿Son los riesgos ya del Estado fallido? ¿Es el exceso en los servicios de inteligencia?
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