DESPUÉS DEL ASESINATO del presidente reelecto Álvaro Obregón en 1928, en su llamamiento fundacional del Partido Nacional Revolucionario (PNR), abuelo del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Plutarco Elías Calles propuso como premisa de la integración nacional, pasar de un país de caudillos a un país de instituciones.
Cultura -la nuestra- arraigada en la adoración al Tlatoani, la paradoja consistió en que el postulante de aquella idea-fuerza devino, después de cumplido su mandato constitucional, Jefe Máximo de
Sistema de partido “casi único” -de dictablanda, según ocurrencia retórica de panistas retomando la expresión de alguno de Los científicos panegiristas de la “dictadura regeneradora”-, al tratar de explicar la decadencia del priato, los exegetas de éste solían salir con la excusa de que “lo que fallan son los hombres, no las instituciones”. Aceptado, sin embargo, ese proceso de descomposición del régimen institucional, coincidentemente con la aparición de la tecnoburocracia los dirigentes del PRI empezaron a matizar y tamizar su discurso con la propuesta de restaurar la ética política y la moral republicana. A Luis Donaldo Colosio, hablar de la soga en casa del ahorcado le costó la vida y, obviamente,
Hace apenas tres años, los publicistas del stablishment se convirtieron en fiscales, jueces y verdugos de Andrés Manuel López Obrador porque, en uno de sus arrebatos tropicales al calor de la resistencia postelectoral, exclamaría: “¡Al diablo con las instituciones!”. No se preocuparon esos acusadores, espontáneos o “engrasados”, por discernir si, en el contexto de esa expresión, subyacía la iniciativa de revisar el marco institucional. Simplemente le imputaron intenciones golpistas e incitaron a su linchamiento, al menos mediático.
Frente al aluvión de protestas contra la pretendida política confiscatoria, hace unos días el secretario de Hacienda, aludiendo a “encuestas” sin precisar fuentes concretas, aseguró que la mayoría de los mexicanos acepta las propuestas oficiales en materia fiscal. No obstante, recientemente una agencia encuestadora, generalmente proclive al gobierno, después de escrutar sobre el posicionamiento de personajes del PAN, informó que, en una escala de 10, la opinión sobre el Presidente, responsable de aquellas iniciativas, le otorga una calificación de 6.1 puntos, superado por su esposa en cuanto a conocimiento del público. Tres meses antes de los procesos electorales de julio, sin embargo,
No es para menos: Esos resultados revelaron que, entre los motivos de orgullo de ser mexicano, únicamente 1.3 por ciento de los consultados se refirió al cumplimiento de las leyes, cuestión que atañe a la imagen del Poder Judicial. En el rango de confianza, el Ejército, cuyo comandante supremo es el jefe del Poder Ejecutivo, obtuvo 38 por ciento, y el Instituto Federal Electoral, sedicente “cuarto poder”, apenas 31 por ciento (66 por ciento sospecha que las elecciones no son limpias).
“Fallan los hombres, no las instituciones”, decía autocomplaciente el estribillo priista que se esforzaba por convencer a la sociedad de que el cuerpo institucional emanado del movimiento armado de 1910 seguía rechinado de limpio. Es el caso que, mientras el desquiciado Vicente Fox declara esotéricamente que, en el gobierno de Calderón, a México le ha tocado bailar con la más fea a causa de la “convergencia de los astros en sentido negativo”, después de las elecciones de julio el PRI proclama su inminente regreso al poder presidencial. Nadie objetaría esas ventajas de la alternancia política, si no fuera porque, en la actual tesitura de recomposición de pandillas, los hombres que recicla ese partido son puros emisarios del pasado más macabro: los que depravaron las instituciones del Estado. ¿A quién ir?
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