Una crisis educativa crónica
AXEL DIDRIKSSON
A pesar de los fuertes reclamos de actores que se multiplican, el gobierno actual sigue sin entender la magnitud del desastre educativo –el cognitivo, el de los contenidos de lo que se aprende y deriva en capacidades, habilidades y conocimientos–, pues la caída de los recursos destinados a la educación ha sido una constante, y la crisis que se padece, crónica ya, se agrava cada vez más.
En 1993, con el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, suscrito por la administración federal, los gobiernos de los estados y el SNTE, se buscó “corregir el centralismo y burocratismo del sistema educativo”, pero las políticas aplicadas desde entonces apuntan a su exacto contrario: mayor burocratismo y centralismo que, por lo demás, son mucho más acendrados y corruptos que antes.
Lo que después de aquella fecha se acordó para garantizar la educación como un derecho humano general tampoco ha servido de mucho, ni se ha respetado el monto anual que el Estado debe destinar al gasto en educación pública y a los servicios educativos. De acuerdo con el artículo 25 de la Ley General de Educación, dicho gasto “no podrá ser menor a 8% del Producto Interno Bruto del país…”, mientras que a la investigación científica y al desarrollo tecnológico en las instituciones de educación superior públicas debe destinarse “al menos 1% del PIB”. (Diario Oficial de la Federación, 4/01/2005.)
Pues bien, en 2006 el gasto en educación fue de 636 mil millones de pesos, equivalentes a 6.95% del PIB, y en lugar de buscar los aumentos requeridos para alcanzar la meta consensuada, los recursos han ido disminuyendo año con año, impactando en forma negativa las condiciones educativas de las grandes mayorías de la población. Las calamidades se observan claramente en la cruda vida cotidiana de las aulas, tanto en las escuelas de nivel básico como en las preparatorias y universidades.
En el presupuesto de 2007, de 6.95% del PIB se pasó a 6.3%, y empezaron a resentirse los acuerdos de la alianza PAN-SNTE, que ya copaban las decisiones en la Secretaría de Educación Pública, para echarle tierra a los pésimos proyectos y fraudes cometidos con la Megabiblioteca “Vasconcelos”, con la Enciclomedia o con la contrarreforma de los planes y programas de estudio de secundaria. La nueva mampara para cubrir todos los errores y hacer creer que se contaba con una política educativa se presentó bajo el rampante título de “Alianza por la Calidad de la Educación”, que no fue sino otro fracaso.
En los presupuestos de 2008 y 2009, los recursos dedicados a la educación se mantuvieron estancados, pues en ninguno de estos años se pudo incrementar el presupuesto más allá de 6% del PIB. Y, peor aún, para 2010 se ha anunciado un recorte general en el sector que la ANUIES ha considerado “el peor proyecto de presupuesto enviado por el Ejecutivo”. La razón: que lanza hacia abajo los fondos, subsidios y condiciones de desarrollo de las instituciones de educación superior, con una reducción de 6.2% respecto a 2009 que, en términos del PIB, representaría una caída de 0.66% o 0.60%.
Por lo que se refiere al valor social de los conocimientos, de la investigación científica y tecnológica, del apoyo a sus procesos y resultados, las cosas tampoco marchan bien. El presupuesto asignado para 2010 tiene una disminución aproximada de 3%, y tampoco se avanza en la definición de montos que puedan dar certidumbre de que se alcanzará en este sexenio el propuesto 1% del PIB para las actividades de investigación y desarrollo. Las propuestas de la comunidad científica, sus demandas e insistencias al respecto no encuentran ningún interlocutor válido en el gobierno federal.
El proyecto de presupuesto de 2010 está ya en revisión en la Cámara de Diputados, y muy seguramente habrá modificaciones importantes en el paquete educativo, así como en los montos dirigidos a los universitarios y a la comunidad científica, pero sin que dichos cambios puedan contrarrestar las enormes y muy graves consecuencias que en el sistema educativo han tenido ya la recesión y la contracción constante de los recursos.
Lo peor es que tampoco existe la confianza de que esas magras cantidades tengan la aplicación y el destino adecuados, excepto en el ámbito de las universidades públicas y los proyectos de investigación científica, donde siempre se trabaja con lo menos procurando resultados. En otros niveles educativos y rubros de orientación del gasto, buena parte del dinero invertido puede traducirse en un desperdicio económico y social.
Esta crisis orgánica y crónica que se vive puede observarse en los bajísimos resultados de las evaluaciones –como se ha confirmado con los datos de las pruebas “Enlace”–, en los contenidos de los libros de texto y en la pobreza pedagógica de los programas de educación básica y media superior –que han recibido reiteradas críticas de los investigadores educativos–, todo lo cual se traduce en que se está formando una generación de niños y jóvenes que no tienen ni idea de lo que aprenden, que no pueden comprender lo que leen ni desarrollar una redacción adecuada para comunicarse de forma coherente.
Las causas primordiales de este panorama: recursos a la baja, y políticas que no se dirigen hacia una verdadera reforma educativa.
En 1993, con el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, suscrito por la administración federal, los gobiernos de los estados y el SNTE, se buscó “corregir el centralismo y burocratismo del sistema educativo”, pero las políticas aplicadas desde entonces apuntan a su exacto contrario: mayor burocratismo y centralismo que, por lo demás, son mucho más acendrados y corruptos que antes.
Lo que después de aquella fecha se acordó para garantizar la educación como un derecho humano general tampoco ha servido de mucho, ni se ha respetado el monto anual que el Estado debe destinar al gasto en educación pública y a los servicios educativos. De acuerdo con el artículo 25 de la Ley General de Educación, dicho gasto “no podrá ser menor a 8% del Producto Interno Bruto del país…”, mientras que a la investigación científica y al desarrollo tecnológico en las instituciones de educación superior públicas debe destinarse “al menos 1% del PIB”. (Diario Oficial de la Federación, 4/01/2005.)
Pues bien, en 2006 el gasto en educación fue de 636 mil millones de pesos, equivalentes a 6.95% del PIB, y en lugar de buscar los aumentos requeridos para alcanzar la meta consensuada, los recursos han ido disminuyendo año con año, impactando en forma negativa las condiciones educativas de las grandes mayorías de la población. Las calamidades se observan claramente en la cruda vida cotidiana de las aulas, tanto en las escuelas de nivel básico como en las preparatorias y universidades.
En el presupuesto de 2007, de 6.95% del PIB se pasó a 6.3%, y empezaron a resentirse los acuerdos de la alianza PAN-SNTE, que ya copaban las decisiones en la Secretaría de Educación Pública, para echarle tierra a los pésimos proyectos y fraudes cometidos con la Megabiblioteca “Vasconcelos”, con la Enciclomedia o con la contrarreforma de los planes y programas de estudio de secundaria. La nueva mampara para cubrir todos los errores y hacer creer que se contaba con una política educativa se presentó bajo el rampante título de “Alianza por la Calidad de la Educación”, que no fue sino otro fracaso.
En los presupuestos de 2008 y 2009, los recursos dedicados a la educación se mantuvieron estancados, pues en ninguno de estos años se pudo incrementar el presupuesto más allá de 6% del PIB. Y, peor aún, para 2010 se ha anunciado un recorte general en el sector que la ANUIES ha considerado “el peor proyecto de presupuesto enviado por el Ejecutivo”. La razón: que lanza hacia abajo los fondos, subsidios y condiciones de desarrollo de las instituciones de educación superior, con una reducción de 6.2% respecto a 2009 que, en términos del PIB, representaría una caída de 0.66% o 0.60%.
Por lo que se refiere al valor social de los conocimientos, de la investigación científica y tecnológica, del apoyo a sus procesos y resultados, las cosas tampoco marchan bien. El presupuesto asignado para 2010 tiene una disminución aproximada de 3%, y tampoco se avanza en la definición de montos que puedan dar certidumbre de que se alcanzará en este sexenio el propuesto 1% del PIB para las actividades de investigación y desarrollo. Las propuestas de la comunidad científica, sus demandas e insistencias al respecto no encuentran ningún interlocutor válido en el gobierno federal.
El proyecto de presupuesto de 2010 está ya en revisión en la Cámara de Diputados, y muy seguramente habrá modificaciones importantes en el paquete educativo, así como en los montos dirigidos a los universitarios y a la comunidad científica, pero sin que dichos cambios puedan contrarrestar las enormes y muy graves consecuencias que en el sistema educativo han tenido ya la recesión y la contracción constante de los recursos.
Lo peor es que tampoco existe la confianza de que esas magras cantidades tengan la aplicación y el destino adecuados, excepto en el ámbito de las universidades públicas y los proyectos de investigación científica, donde siempre se trabaja con lo menos procurando resultados. En otros niveles educativos y rubros de orientación del gasto, buena parte del dinero invertido puede traducirse en un desperdicio económico y social.
Esta crisis orgánica y crónica que se vive puede observarse en los bajísimos resultados de las evaluaciones –como se ha confirmado con los datos de las pruebas “Enlace”–, en los contenidos de los libros de texto y en la pobreza pedagógica de los programas de educación básica y media superior –que han recibido reiteradas críticas de los investigadores educativos–, todo lo cual se traduce en que se está formando una generación de niños y jóvenes que no tienen ni idea de lo que aprenden, que no pueden comprender lo que leen ni desarrollar una redacción adecuada para comunicarse de forma coherente.
Las causas primordiales de este panorama: recursos a la baja, y políticas que no se dirigen hacia una verdadera reforma educativa.
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