Muchas cosas ha perdido México durante las recientes décadas, una de ellas pareciera ser la memoria, y digo pareciera porque no es así, después de todo existen registros de cómo era entonces, y desde luego muchos hombres y mujeres que lo recuerdan; sin embargo, para la inmensa mayoría de los mexicanos de hoy, la grandeza de nuestro país, su liderazgo entre las naciones latinoamericanas, la confianza plena en el futuro, la sabiduría de los viejos, la fortaleza de las instituciones, la fuerza de su cultura y la belleza de su música son cosas desconocidas.
Recuerdo la primera vez que visité Ciudad Universitaria, cuando aún no tenía estudiantes, su arquitectura y sus espacios resultaban impresionantes, nos hablaban de un futuro que se construía día a día y en el cual íbamos a vivir cuando llegáramos a ser adultos, luego estaban los grandes hospitales, las fotografías de las presas hidroeléctricas y de los centros vacacionales. México era entonces una nación de esperanza, una nación con futuro y nosotros, los niños y jóvenes de entonces, éramos parte de ese proyecto. Con ese sueño llegué a estudiar a la universidad, con él me fui a estudiar un doctorado, pensando siempre en lo que podría hacer cuando regresara de nuevo a mi país, me sentía ligado a mi patria y orgulloso de ser mexicano.
¿Qué queda hoy de todo eso? Creo que muy poco, no por ser viejo, sino por lo que veo en los jóvenes que tienen todo esto perdido, especialmente en la ciudad de México, pero seguramente también en muchas otras urbes y regiones del país. Quizás una parte de ello se debe a la crisis mundial causada por la globalización y los excesos de la tecnología, que se desarrolla a una velocidad mayor a la que las sociedades pueden asimilar sin enormes distorsiones, pero en nuestro caso, el deterioro central radica en los pésimos gobiernos padecidos durante los últimos 30 años, que con claridad conforman ya tres décadas perdidas para la nación, pues hemos visto el surgimiento o resurgimiento de otras naciones cuyo pasado reciente no era muy diferente del nuestro y que hoy avanzan cuando nosotros retrocedemos o permanecemos estancados.
El establecimiento del tratado comercial con Estados Unidos ha sido desde luego un factor decisivo para esta debacle, cuyas dimensiones han sido soslayadas, pero cuyas consecuencias vivimos como la única realidad posible, un tratado negociado de manera irresponsable y sin una visión clara de los riesgos que implicaba, primero por la asimetría de las partes, luego por la voracidad de los estadunidenses que vieron en él un nuevo instrumento de dominación económica, a contrapelo del modelo de comercio europeo que buscaba el fortalecimiento de los países atrasados, para acrecentar la capacidad de un mercado común, y finalmente porque en su miopía, nuestros gobernantes (Salinas y su equipo) no entendieron la importancia de preparar al país y a sus aparatos productivos y comerciales para enfrentarse a esa aventura, que terminó desmantelando la incipiente estructura industrial, comercial y financiera existente.
La imposición del modelo neoliberal, utilizando como plataforma de lanzamiento al Partido Revolucionario Institucional, constituyó en su tiempo un gran engaño para el país, tomando en cuenta que las ideas que se planeaba instrumentar en poco o nada coincidían con la ideología de ese partido, el cual terminó pagando las consecuencias de ese engaño, con la pérdida del poder en 2000; sin embargo, la nación perdió más con el desmantelamiento entonces de los instrumentos gubernamentales que podían proteger el acceso a la educación y a la asistencia médica, así como la suficiencia alimentaria y el desarrollo científico y tecnológico, que cualquier nación moderna necesita.
Lejos de ser derrotados en su intento, los arquitectos del modelo neoliberal encontraron en el Partido Acción Nacional el instrumento idóneo para continuar el desmembramiento del modelo social establecido en la Constitución de 1917, de hecho era allí su lugar natural para implantar su proyecto político y económico basado en el libre mercado; el gobierno del cambio
terminó constituyéndose así en el instrumento para establecer un esquema destinado a hacer florecer la especulación, la acumulación de las riquezas y la salida de recursos del país a partir de la enajenación de la banca, del comercio y de la industria, que en unos cuantos años pasaron a manos extranjeras, o a las de algunos cuantos capitalistas mexicanos, que en muy poco o nada se distinguen de los primeros.
El siguiente paso del desmantelamiento fue el ideológico; las nuevas generaciones de jóvenes, preparados en las universidades y los centros de estudio privados, aprendieron pronto que el mejor, o más bien el único camino posible para su futuro personal era contratándose como empleados de una empresa extranjera, ya fuese en México o en otro país, haciendo a un lado cualquier vestigio de cultura u orgullo nacional, como un posible estorbo para pasar parte de la maquinaria diseñada para drenar recursos económicos hacia el exterior. El proceso no ha sido exclusivo de los grupos de altos ingresos; amplios sectores de la clase media buscan hoy con sacrificios y desvelos proporcionar a sus hijos una educación privada no de mejor calidad, sino una que les asegure relaciones con los círculos de mayores ingresos y el acercamiento a puestos de trabajo en empresas o instituciones financieras extranjeras.
Hace 20 años, uno de los grandes clamores de la sociedad era la exigencia de un gobierno democrático; la respuesta fue primero un gran fraude electoral de dimensiones similares a las que en 1910 dieron origen a la Revolución, para luego instrumentar un sistema electoral que, lejos de llevar al país por la senda democrática, ha logrado sumirlo en un atole amorfo, donde los ideales, los principios y las visiones de futuro carecen de importancia, frente a un mercado electoral manipulable con escándalos, tonadillas y alianzas grotescas. De esta manera, ¿podemos afirmar hoy que vivimos en estado democrático? Por supuesto que no, aunque a diferencia de lo que sucedía en 1988, hoy el país no puede, ni parece saber qué exigir para acceder a la democracia. Si a todo esto le agregamos la creciente influencia del crimen organizado, el diagnóstico global resulta tan incierto como el futuro mismo de la nación.
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