Traducido para Rebelión por Liliana Piastra |
Con esta crisis tan profunda que estamos padeciendo se vuelve a hablar de Marx, pero muchos se van por las ramas, olvidándose de que su análisis denunciaba al capitalismo por negar de manera estructural la igualdad de los derechos humanos, afirmada por la Revolución francesa.
El pánico que ha seguido al crac de las finanzas ha sido breve: ¡cielos, vuelve Marx! ¿Y por qué? Porque los gobiernos han corrido a ayudar a los bancos, refinanciándolos. La intervención fatal del Estado, es decir, la reaparición de Marx... ¡Qué tontería! Después de todo, el susto no ha durado mucho. Los estados, o mejor dicho, los gobiernos, no parecen pedir nada a cambio. Se limitan a decir que no se puede dejar que quiebre un banco porque eso arrastraría también a los ahorradores y a las empresas. Dejar que quebrara Lehman Brothers ha sido un error; salvar a un banco es una acción de salud pública, como hacer frente a una inundación. Así pues, otras empresas piden ayuda, en primer lugar, los grandes fabricantes de automóviles, porque un porcentaje muy importante de su clientela ha dejado de cambiar de coche, con el consiguiente riesgo de despido para cientos de miles de trabajadores, que, estando en paro, le cuestan al Estado y causan tensiones sociales. Ya sólo en Europa se multiplica el número de parados a corto plazo, por no hablar del este que, habiéndose lanzado alegremente al libre mercado, está aún peor. Hasta los oligarcas que habían acumulado riquezas malvendiendo la propiedad pública están perdiendo parte de ellas.
Así es que los mismos que durante veinte años han gritado «menos estado y más mercado» ahora piden la intervención estatal. ¿Qué pinta en ello Marx? Nada. Ante todo, jamás fue partidario del estado, es más, pronosticaba su extinción a plazo fijo; en todo caso fue Lenin quien pensó que la propiedad estatal, pero de un estado proletario, era la última fase antes de la socialización de la propiedad. Ni a los gobiernos ni a las oposiciones actuales se les ha pasado por la cabeza nada parecido. Los primeros hasta tienen reticencias a la hora de definir la naturaleza de ese reparto de caudales. ¿Se trata de un préstamo, o bien de la compra de una parte de los bancos y empresas, cuya propiedad adquirirían en un porcentaje considerable? Sarkozy ha afirmado en fechas recientes, en cuanto a una operación de ese tipo, que se trata de un préstamo a un tipo de interés más bien alto, el 8 por ciento; en fin, que se trataría de una inversión un poco arriesgada. Si no he entendido mal, tan sólo Gordon Brown ha declarado en el Reino Unido que se trata de una participación en el capital accionario de los bancos rescatados, y alguien ha añadido «pro tempore», pero el Estado no meterá baza, no votará en función de las acciones que detente, sino que interviene como caja de emergencia, sin más.
Silencio sepulcral sobre los interrogantes que se plantea el ciudadano de a pie: ¿de dónde saca el Estado esos caudales que reparte en concepto de “ayudas”? ¿De la hacienda pública, es decir, de nosotros? ¿Mediante impuestos? ¿Cuáles y cuándo? Sólo Obama declara que subirá los impuestos a las rentas altas, pero con vistas a pagar la cobertura sanitaria para toda la ciudadanía. Los EE.UU. pueden acuñar moneda, aumentando así un déficit público que es cinco veces mayor que el nuestro; pero los estados europeos no pueden hacerlo, sólo podría hacerlo el Banco Central, que no parece tener ninguna intención. Y hasta ayer mismo declaraban estar tan mal de fondos que se veían obligados a hacer recortes drásticos en el gasto público – colegios, hospitales, corporaciones locales. En Francia hasta los tribunales.
Finalmente, ¿cómo quedarán reflejadas en los presupuestos del Estado las cantidades concedidas para las ayudas, si es que constan?
Las izquierdas, si es que se las puede llamar así, que representarían a los trabajadores, y los propios trabajadores que se echan a la calle gritan: los que han roto el juguete de las finanzas son los dueños de los bancos, ¡que paguen ellos! Onda* ha utilizado el mismo eslogan: no seremos nosotros los que paguemos vuestra crisis. Pero dudo mucho que unos y otros crean en ello. Las izquierdas no están yendo al asalto del crédito, ni siquiera reclaman que, habiéndolo salvado, se convierta en una participación de propiedad pública – lo cual no sería de ninguna forma socialismo sino en cierto modo una medida keynesiana – y que su uso se debata públicamente en los parlamentos y entre las partes sociales. Hasta hace poco pedían a gritos la privatización de todo lo público. ¿No hemos gritado también nosotros, desde Il Manifesto, contra la propiedad estatal y los boyardos del Estado? ¿No hemos escrito que es el ojo del amo el que engorda el caballo, mientras que las burocracias estatales son inertes y corrompidas? Por otro lado, no teníamos fuerza para proponer que la propiedad pública pasara a la autogestión, entre otras cosas por la duda (no expresada) sobre cómo funcionaría una autogestión como tal en un mundo globalizado. Faltó poco para que beneficiáramos a las privatizaciones de la sanidad y de la educación, en cuyo sentido se han movido alegremente los gobiernos de centroizquierda.
Así es que por nuestros pagos, por así decirlo, lo que hay es silencio o solicitud a los gobiernos para que salven a las empresas para que a su vez salven a los trabajadores, en primer lugar a los del sector del automóvil. De «nacionalización» se habla a tontas y a locas, quizás como propiedad estatal transeúnte, desde luego no sometida al control público, a su vez incontrolado (salvo quizás por el Tribunal de Cuentas). Pero nadie hace una reflexión autocrítica sobre el eslogan «menos estado y más mercado». ¿O se me ha pasado?
Tampoco se piden condenas para los responsables de la ruina. Ninguno de los que han dejado que su entidad se estampara está acusado de nada. Por lo general, se les ha confirmado en sus puestos. Tengo a la vista, es un decir, al consejero delegado de Fortis, al que han quitado de la dirección, sí, pero con un paracaídas de oro y con un cargo bien retribuido de asesor especial del mismo banco. Para que se trate de una estafa es realmente necesario que gente como Madoff o Stanford hayan engañado a todas luces al prójimo, ofreciendo, por depósitos realizados en bancos de su confianza, casi siempre en paraísos fiscales, intereses fabulosos pagados con los fondos de los nuevos incautos que iban cayendo. Pero hacer que nazcan nuevos títulos unos de otros, «derivarlos» con la esperanza de que el mercado especulativo los compre y revenda antes de que aterricen sobre un trozo de lo que se da en llamar «economía real»¿es o no es una estafa? Cuando los títulos emitidos por una empresa triplicaban su valor con respecto a la base productiva que respaldaba su emisión, en la bolsa explotaba la clásica burbuja. Esta vez no. Los famosos derivados se derivan de otros títulos, basándose en el principio de que, una vez colocado en el mercado, el dinero produce por sí mismo más dinero. ¿Es eso una estafa o hay que llamarlo cariñosamente «ingeniería fiscal», y funciona hasta que se descubre estrepitosamente que el título es incobrable?
Al ciudadano de a pie este tipo de operaciones le recuerda el timo aquel del listillo romano que, viendo cómo un campesino admiraba estupefacto el Coliseo, se lo ofrece en venta, el pobre simplón apoquina y el listo se larga con los cuartos. Los bancos han podido vender y revender un virtual, un derivado, un futuro - según Tremonti, los derivados equivalen a doce veces y media el producto industrial bruto ¡de todo el mundo! – sin que esto represente un delito. ¿Fue acaso delito que los holandeses, extasiados con los tulipanes, se disputaran, como si fuera oro, el bulbo de una flor hasta entonces desconocida? Esa fue la primera especulación, lo cuenta Galbraith, y duró hasta que, de repente, se dieron cuenta de que podían conseguir aquel rizoma por dos céntimos.
El verano pasado un trader de la Société Générale dejó encendido su ordenador un viernes, un colega le echó el ojo, se dio cuenta de que estaba realizando una concatenación de compras y de ventas de forma temeraria, y avisó a la dirección; ante todo, esta, por si acaso, le encasquetó a otros bancos los títulos jugados y luego lo denunció. Pero ¿de qué se le puede acusar? Ha obrado por amor al arte, no se ha echado nada al bolsillo, ningún superior podía ni debía controlarle, si no le hubiesen parado, el banco habría obtenido grandes ganancias. La Ingeniería financiera trabaja en el ámbito de lo virtual. Calcula en función del deseo.
El pobre de Marx no podía ni imaginárselo. Por el contrario, había previsto racionalmente el fin del rentista. Las célebres líneas de los Grundrisse en las que afirma que en un futuro el trabajo se convertiría en una base bien mísera para el incremento de la riqueza, también tomaban en cuenta el enorme cambio de las tecnologías, no el crecimiento parasitario de una especulación (también en cierto modo virtual), que al volverse desmesurada, desemboca en las burbujas y explota destruyendo riqueza, como está sucediendo ahora, tras haberse depositado de paso en este o aquel especulador. Es evidente que lo que hoy en día se llama capital cognitivo no se identifica en la capacidad de George Soros para prever los movimientos de las bolsas.
En realidad quien dice cualquier cosa sobre Marx suele olvidar que todo su análisis se basa en el hecho, intolerable para un nietecillo de la revolución francesa, de que el modo capitalista de producción elude la igualdad de derechos que sería propia de todo ser humano, ya que, por el contrario, se basa en la desigualdad entre quien posee los medios de producción y quien sólo posee su fuerza de trabajo, material o inmaterial. En la producción al primero le corresponden el capital, las máquinas (tecnología) y el producto; el segundo es un mero accesorio vivo (incluso puede que inteligentísimo) de la máquina (tecnología); él también es mercancía, puede que preciada a título individual, que se puede comprar y vender en el mercado de trabajo. En la especulación este molesto elemento desaparece, como tiende a desaparecer, hasta la rendición de cuentas, el molesto producto que produce la cotización en bolsa.
De la misma manera, mientras el trabajador introduce en el proceso una relativa autonomía de negociación del salario y de los derechos, modifica sus equilibrios. De ahí la furia destructiva de toda huella de su organización, incluso la más elemental, como es el sindicato. Sacconi y Marcegaglia son figuras clásicas del siglo XIX. Todo el movimiento obrero se ha basado en esta introducción en el proceso por parte de los trabajadores, con no pocas simplificaciones, pero con la fuerza de un consistente material humano. En el socialista se tuvo durante algún tiempo, y en el comunista se puede decir que siempre – por lo menos como principio – la convicción de que incluso el mejor de los sindicatos mejoraba pero no modificaba la relación de producción, cuya inexorable falta de libertad reside en que se usa al hombre como instrumento. De ahí la necesidad de un paso revolucionario. Las cosas no ha ido así y no hay ningún misterio en entender sus razones.
Ahora el capital ha ganado no sólo en las relaciones de fuerza, que desde siempre han sido desiguales, sino también en la cabeza, en la idea que tiene de sí el que trabaja, ya sin esperanza de lograr su propia emancipación, sino únicamente de salvar su puesto de trabajo, es decir, el salario, identificado con la salvación de la empresa que se lo da.
Esto heredamos del siglo XX. Y merece la pena no olvidarlo, en lugar de divagar sobre innovaciones extraordinarias que harían imposible, es más, inútil, cualquier lucha contra el capital justo en el momento en que se debate en unas tremendas contradicciones internas.
* El movimiento estidiantil italiano organizado en torno a las protestas contra la ley Gelmini: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=75219
http://www.ilmanifesto.it/il-manifesto/ricerca-nel-manifesto/vedi/nocache/1/numero/20090308/pagina/20/pezzo/244202/?tx_manigiornale_pi1[showStringa]=rossana%2Brossanda&cHash=f0e78
El pánico que ha seguido al crac de las finanzas ha sido breve: ¡cielos, vuelve Marx! ¿Y por qué? Porque los gobiernos han corrido a ayudar a los bancos, refinanciándolos. La intervención fatal del Estado, es decir, la reaparición de Marx... ¡Qué tontería! Después de todo, el susto no ha durado mucho. Los estados, o mejor dicho, los gobiernos, no parecen pedir nada a cambio. Se limitan a decir que no se puede dejar que quiebre un banco porque eso arrastraría también a los ahorradores y a las empresas. Dejar que quebrara Lehman Brothers ha sido un error; salvar a un banco es una acción de salud pública, como hacer frente a una inundación. Así pues, otras empresas piden ayuda, en primer lugar, los grandes fabricantes de automóviles, porque un porcentaje muy importante de su clientela ha dejado de cambiar de coche, con el consiguiente riesgo de despido para cientos de miles de trabajadores, que, estando en paro, le cuestan al Estado y causan tensiones sociales. Ya sólo en Europa se multiplica el número de parados a corto plazo, por no hablar del este que, habiéndose lanzado alegremente al libre mercado, está aún peor. Hasta los oligarcas que habían acumulado riquezas malvendiendo la propiedad pública están perdiendo parte de ellas.
Así es que los mismos que durante veinte años han gritado «menos estado y más mercado» ahora piden la intervención estatal. ¿Qué pinta en ello Marx? Nada. Ante todo, jamás fue partidario del estado, es más, pronosticaba su extinción a plazo fijo; en todo caso fue Lenin quien pensó que la propiedad estatal, pero de un estado proletario, era la última fase antes de la socialización de la propiedad. Ni a los gobiernos ni a las oposiciones actuales se les ha pasado por la cabeza nada parecido. Los primeros hasta tienen reticencias a la hora de definir la naturaleza de ese reparto de caudales. ¿Se trata de un préstamo, o bien de la compra de una parte de los bancos y empresas, cuya propiedad adquirirían en un porcentaje considerable? Sarkozy ha afirmado en fechas recientes, en cuanto a una operación de ese tipo, que se trata de un préstamo a un tipo de interés más bien alto, el 8 por ciento; en fin, que se trataría de una inversión un poco arriesgada. Si no he entendido mal, tan sólo Gordon Brown ha declarado en el Reino Unido que se trata de una participación en el capital accionario de los bancos rescatados, y alguien ha añadido «pro tempore», pero el Estado no meterá baza, no votará en función de las acciones que detente, sino que interviene como caja de emergencia, sin más.
Silencio sepulcral sobre los interrogantes que se plantea el ciudadano de a pie: ¿de dónde saca el Estado esos caudales que reparte en concepto de “ayudas”? ¿De la hacienda pública, es decir, de nosotros? ¿Mediante impuestos? ¿Cuáles y cuándo? Sólo Obama declara que subirá los impuestos a las rentas altas, pero con vistas a pagar la cobertura sanitaria para toda la ciudadanía. Los EE.UU. pueden acuñar moneda, aumentando así un déficit público que es cinco veces mayor que el nuestro; pero los estados europeos no pueden hacerlo, sólo podría hacerlo el Banco Central, que no parece tener ninguna intención. Y hasta ayer mismo declaraban estar tan mal de fondos que se veían obligados a hacer recortes drásticos en el gasto público – colegios, hospitales, corporaciones locales. En Francia hasta los tribunales.
Finalmente, ¿cómo quedarán reflejadas en los presupuestos del Estado las cantidades concedidas para las ayudas, si es que constan?
Las izquierdas, si es que se las puede llamar así, que representarían a los trabajadores, y los propios trabajadores que se echan a la calle gritan: los que han roto el juguete de las finanzas son los dueños de los bancos, ¡que paguen ellos! Onda* ha utilizado el mismo eslogan: no seremos nosotros los que paguemos vuestra crisis. Pero dudo mucho que unos y otros crean en ello. Las izquierdas no están yendo al asalto del crédito, ni siquiera reclaman que, habiéndolo salvado, se convierta en una participación de propiedad pública – lo cual no sería de ninguna forma socialismo sino en cierto modo una medida keynesiana – y que su uso se debata públicamente en los parlamentos y entre las partes sociales. Hasta hace poco pedían a gritos la privatización de todo lo público. ¿No hemos gritado también nosotros, desde Il Manifesto, contra la propiedad estatal y los boyardos del Estado? ¿No hemos escrito que es el ojo del amo el que engorda el caballo, mientras que las burocracias estatales son inertes y corrompidas? Por otro lado, no teníamos fuerza para proponer que la propiedad pública pasara a la autogestión, entre otras cosas por la duda (no expresada) sobre cómo funcionaría una autogestión como tal en un mundo globalizado. Faltó poco para que beneficiáramos a las privatizaciones de la sanidad y de la educación, en cuyo sentido se han movido alegremente los gobiernos de centroizquierda.
Así es que por nuestros pagos, por así decirlo, lo que hay es silencio o solicitud a los gobiernos para que salven a las empresas para que a su vez salven a los trabajadores, en primer lugar a los del sector del automóvil. De «nacionalización» se habla a tontas y a locas, quizás como propiedad estatal transeúnte, desde luego no sometida al control público, a su vez incontrolado (salvo quizás por el Tribunal de Cuentas). Pero nadie hace una reflexión autocrítica sobre el eslogan «menos estado y más mercado». ¿O se me ha pasado?
Tampoco se piden condenas para los responsables de la ruina. Ninguno de los que han dejado que su entidad se estampara está acusado de nada. Por lo general, se les ha confirmado en sus puestos. Tengo a la vista, es un decir, al consejero delegado de Fortis, al que han quitado de la dirección, sí, pero con un paracaídas de oro y con un cargo bien retribuido de asesor especial del mismo banco. Para que se trate de una estafa es realmente necesario que gente como Madoff o Stanford hayan engañado a todas luces al prójimo, ofreciendo, por depósitos realizados en bancos de su confianza, casi siempre en paraísos fiscales, intereses fabulosos pagados con los fondos de los nuevos incautos que iban cayendo. Pero hacer que nazcan nuevos títulos unos de otros, «derivarlos» con la esperanza de que el mercado especulativo los compre y revenda antes de que aterricen sobre un trozo de lo que se da en llamar «economía real»¿es o no es una estafa? Cuando los títulos emitidos por una empresa triplicaban su valor con respecto a la base productiva que respaldaba su emisión, en la bolsa explotaba la clásica burbuja. Esta vez no. Los famosos derivados se derivan de otros títulos, basándose en el principio de que, una vez colocado en el mercado, el dinero produce por sí mismo más dinero. ¿Es eso una estafa o hay que llamarlo cariñosamente «ingeniería fiscal», y funciona hasta que se descubre estrepitosamente que el título es incobrable?
Al ciudadano de a pie este tipo de operaciones le recuerda el timo aquel del listillo romano que, viendo cómo un campesino admiraba estupefacto el Coliseo, se lo ofrece en venta, el pobre simplón apoquina y el listo se larga con los cuartos. Los bancos han podido vender y revender un virtual, un derivado, un futuro - según Tremonti, los derivados equivalen a doce veces y media el producto industrial bruto ¡de todo el mundo! – sin que esto represente un delito. ¿Fue acaso delito que los holandeses, extasiados con los tulipanes, se disputaran, como si fuera oro, el bulbo de una flor hasta entonces desconocida? Esa fue la primera especulación, lo cuenta Galbraith, y duró hasta que, de repente, se dieron cuenta de que podían conseguir aquel rizoma por dos céntimos.
El verano pasado un trader de la Société Générale dejó encendido su ordenador un viernes, un colega le echó el ojo, se dio cuenta de que estaba realizando una concatenación de compras y de ventas de forma temeraria, y avisó a la dirección; ante todo, esta, por si acaso, le encasquetó a otros bancos los títulos jugados y luego lo denunció. Pero ¿de qué se le puede acusar? Ha obrado por amor al arte, no se ha echado nada al bolsillo, ningún superior podía ni debía controlarle, si no le hubiesen parado, el banco habría obtenido grandes ganancias. La Ingeniería financiera trabaja en el ámbito de lo virtual. Calcula en función del deseo.
El pobre de Marx no podía ni imaginárselo. Por el contrario, había previsto racionalmente el fin del rentista. Las célebres líneas de los Grundrisse en las que afirma que en un futuro el trabajo se convertiría en una base bien mísera para el incremento de la riqueza, también tomaban en cuenta el enorme cambio de las tecnologías, no el crecimiento parasitario de una especulación (también en cierto modo virtual), que al volverse desmesurada, desemboca en las burbujas y explota destruyendo riqueza, como está sucediendo ahora, tras haberse depositado de paso en este o aquel especulador. Es evidente que lo que hoy en día se llama capital cognitivo no se identifica en la capacidad de George Soros para prever los movimientos de las bolsas.
En realidad quien dice cualquier cosa sobre Marx suele olvidar que todo su análisis se basa en el hecho, intolerable para un nietecillo de la revolución francesa, de que el modo capitalista de producción elude la igualdad de derechos que sería propia de todo ser humano, ya que, por el contrario, se basa en la desigualdad entre quien posee los medios de producción y quien sólo posee su fuerza de trabajo, material o inmaterial. En la producción al primero le corresponden el capital, las máquinas (tecnología) y el producto; el segundo es un mero accesorio vivo (incluso puede que inteligentísimo) de la máquina (tecnología); él también es mercancía, puede que preciada a título individual, que se puede comprar y vender en el mercado de trabajo. En la especulación este molesto elemento desaparece, como tiende a desaparecer, hasta la rendición de cuentas, el molesto producto que produce la cotización en bolsa.
De la misma manera, mientras el trabajador introduce en el proceso una relativa autonomía de negociación del salario y de los derechos, modifica sus equilibrios. De ahí la furia destructiva de toda huella de su organización, incluso la más elemental, como es el sindicato. Sacconi y Marcegaglia son figuras clásicas del siglo XIX. Todo el movimiento obrero se ha basado en esta introducción en el proceso por parte de los trabajadores, con no pocas simplificaciones, pero con la fuerza de un consistente material humano. En el socialista se tuvo durante algún tiempo, y en el comunista se puede decir que siempre – por lo menos como principio – la convicción de que incluso el mejor de los sindicatos mejoraba pero no modificaba la relación de producción, cuya inexorable falta de libertad reside en que se usa al hombre como instrumento. De ahí la necesidad de un paso revolucionario. Las cosas no ha ido así y no hay ningún misterio en entender sus razones.
Ahora el capital ha ganado no sólo en las relaciones de fuerza, que desde siempre han sido desiguales, sino también en la cabeza, en la idea que tiene de sí el que trabaja, ya sin esperanza de lograr su propia emancipación, sino únicamente de salvar su puesto de trabajo, es decir, el salario, identificado con la salvación de la empresa que se lo da.
Esto heredamos del siglo XX. Y merece la pena no olvidarlo, en lugar de divagar sobre innovaciones extraordinarias que harían imposible, es más, inútil, cualquier lucha contra el capital justo en el momento en que se debate en unas tremendas contradicciones internas.
* El movimiento estidiantil italiano organizado en torno a las protestas contra la ley Gelmini: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=75219
http://www.ilmanifesto.it/il-manifesto/ricerca-nel-manifesto/vedi/nocache/1/numero/20090308/pagina/20/pezzo/244202/?tx_manigiornale_pi1[showStringa]=rossana%2Brossanda&cHash=f0e78
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