Militares, autores de la masacre de Rubén Jaramillo en 1962: testigos
Autor: Zósimo Camacho | Sección: Ocho Columnas |
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Archivos desclasificados de la DFS revelan que en la masacre de Rubén Jaramillo, su esposa y sus hijos, hubo testigos: integrantes de una familia de campesinos y pastores, que también fungían como cuidadores del sitio arqueológico de Xochicalco. Contralínea buscó a los sobrevivientes. Rompen un silencio de 47 años. Son contundentes: Rubén, Epifania y sus hijos fueron asesinados por militares. A los testigos fortuitos se les obligó a cargar los cuerpos de los masacrados y a guardar un silencio de casi cinco décadas
Xochicalco , Morelos. Severiano Analco Tezoquipa echa ligeramente su sombrero de lona hacia atrás.
Pasa una mano por su frente y le dice a Carlos, el sexto de sus 10 vástagos: —Mira, hijo, yo voy a esperar los animales. Tú vete por zacate.
El hato de alrededor de 90 chivas se resbala por los cerros de Xochicalco: parajes y veredas enmarañadas, pertenecientes al municipio de Temixco, al poniente del estado de Morelos. “Las aguas”, como dicen los campesinos a la temporada de lluvias, ya llegaron. Don Severiano– campesino, pastor, amansador de caballos y uno de los tres veladores de la zona arqueológica del lugar– sabe que el bochorno del medio día será sofocado en la noche por, al menos, una llovizna.
Es 23 de mayo de 1962.
Carlos se encamina a cumplir la orden de su padre. Pasa al machero de su casa. En el corazón de Xochicalco, sobre basamentos de arquitectura olmeca que entonces no han sido explorados, se erige el hogar de la familia Analco Ramírez: un humilde rancho con paredes de piedra y cuatro horcones que sostienen un techo de ahuaxol, o cañas de maíz, y tierra. Ni una casa más a kilómetros de distancia.
A los 14 años, Carlos sabe perfectamente preparar una recua. Sale rumbo a la milpa de Miacatlán, a 15 kilómetros de Xochicalco, con dos caballos y dos burros. A la encomienda de su padre (el zacate de maíz para los animales) se ha sumado el encargo de su madre, Encarnación Ramírez Castillo: elotes de la cosecha pasada que la familia guarda en la troje de la milpa.
El sol ha cruzado el cenit y comienza el declive del día.
Sin prisas, con la parsimonia del hombre que cruza pocas palabras sólo con su familia y dos veladores más durante meses, Severiano Analco Tezoquipa inicia el repunte de su ganado. En mayo, el monte aún no reverdece y los macollos no han aparecido. Por ello debe sacar su rebaño lejos de casa. Es momento de regresar, pues no desea que le caiga la noche a medio camino.
Lanza algunos pajuelazos a las chivas, descuelga de su cintura el machete de gavilán, o de punta curva, y reafirma las veredas por las que camina.
Durante la década de 1960 los turistas no son asiduos en el sitio arqueológico.
No ha sido explorado lo suficiente y su marca de visitantes no supera los 10 por semana.
Se trata de un lugar yermo
Alrededor de las cinco de la tarde Severiano sube la última loma antes de llegar a su casa. Cruza el río y se adelanta a su ganado. Vigila el paso de sus animales cuando escucha el ruido de automotores que suben por la brecha que viene de Xochitepec. Tres jeeps militares irrumpen en el lugar. De pronto, se ve rodeado por soldados.
—¡Qué haces aquí, pinche indio pendejo! –le grita uno de ellos.
Observa cómo alrededor de 20 efectivos uniformados del Ejército Mexicano rodean el pequeño llano. Amagan con atacarlo si no huye del lugar.
—¡Órale, lárgate y no regreses; ni te asomes porque te carga la chingada! Severiano se percata de que los últimos soldados en llegar conducen, a trompicones, algunos civiles. Termina de subir la loma y escucha las primeras descargas. Casi al llegar a su casa oye nuevos disparos. Sus hijos Andrés y Rodrigo ya salen a ver lo que ocurre. Los tres se quedan a la expectativa desde un filo rocoso.
Escuchan alejarse a los automotores y alcanzan a ver los jeeps brecha abajo a toda velocidad.
Severiano y sus hijos Andrés, de 16 años, y Rodrigo de 19, bajan la loma y encuentran en el llano los cuerpos de tres hombres jóvenes y una mujer. Diez metros adelante, en la barranca, el cuerpo de un hombre de aproximadamente 60 años.
Todos recibieron el tiro de gracia. Corren a avisar al encargado del sitio arqueológico y dejan los cinco cuerpos bajo el sonido estridente de las cigarras.
No saben entonces que los masacrados son Rubén Jaramillo Ménez, de 62 años; Epifania Zúñiga, de 47 años, su esposa y quien se encontraba encinta, y sus hijos Filemón, de 24 años; Ricardo, de 28, y Enrique, de 20. Tampoco saben que por haber atestiguado tal hecho dos integrantes de la familia caerán en las manos del Servicio Secreto y que serán obligados a callar durante décadas todo lo relacionado con el suceso.
La reconstrucción de los hechos, basada en entrevistas con integrantes de la familia Analco, coincide con lo registrado por los espías de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), información que se encuentra ahora en la Galería 1 del Archivo General de la Nación, área bajo custodia del Centro de Investigación y Seguridad Nacional.
Las tarjetas de los agentes de la DFS, fechadas un día después de la matanza, consignan la participación involuntaria de los Analco de la siguiente manera: “Severiano Analco, vigilante de las ruinas de Xochicalco, observó ayer como a las 18:00 horas la llegada de dos carros negros y un jeep a ese lugar y que cuando se dirigió a los visitantes para ver qué se les ofrecía, un elemento en mangas de camisa lo encañonó con una ametralladora ordenándole que se retirara del sitio (…). Severiano y su hijo Andrés no han sido localizados”.
Un informe posterior de la DFS, éste del 25 de mayo de 1962, detalla la suerte de los dos hombres en esos días: “Severiano y Andrés Analco, testigos presenciales de la muerte de Jaramillo, se encuentran detenidos e incomunicados en las oficinas de la Policía Judicial del estado”.
En el mismo documento se asienta que padre e hijo son interrogados por el Servicio Secreto.
En efecto, según los testimonios recabados con sobrevivientes de la familia Analco, el Ministerio Público y los policías judiciales venidos de Tetecala obligan a Severiano y a sus hijos Andrés y Rodrigo a levantar los cuerpos de Jaramillo y su familia y subirlos a una camioneta.
Una vez concluida la tarea y, sin esperarlo, son obligados a subirse a la camioneta. El único que puede evadirse es Rodrigo, quien regresa a su casa para ayudar en las labores de parto de su mujer.
Andrés y Severiano no regresan a su hogar esa noche.
Los amenazan con asesinarlos o involucrarlos en la matanza de Jaramillo y su familia si hablan sobre lo que han visto.
Tal “recomendación” de los agentes secretos del régimen hace que, durante décadas, para la familia la muerte de Jaramillo fuera un tema vedado. Algunos de los sobrevivientes no lo comentaron siquiera con sus esposas e hijos. Y actualmente no todos están dispuestos a platicar sobre esos hechos.
En el expediente –entregado a Contralínea por medio de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental– se citan las palabras del teniente coronel Héctor Hernández Tello, subjefe de la Policía Judicial Federal: “Solamente se habrían cumplido órdenes del señor presidente de la república”.
Además, según el capitán Gustavo Ortega Rojas, jefe del Servicio de Seguridad Pública de Morelos, en declaraciones recogidas en una tarjeta informativa por espías de la DFS, señala que “los responsables fueron elementos de la Policía Militar, que realizaron el hecho acatando órdenes superiores”.
El Ejército Mexicano nunca ha reconocido su participación en el asesinato de Rubén Jaramillo. En respuesta a la solicitud de información 0000700082108 –presentada por Contralínea ante la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) para conocer la versión oficial del llamado “Operativo Xochicalco”–, el Comité de Información de la Sedena, presidido por el general de división diplomado del Estado Mayor Humberto Alfonso Guillermo Aguilar, responde que la Dirección General de Archivo e Historia de la Sedena “no localizó la información” solicitada, luego de haber “realizado una exhaustiva búsqueda”.
Mientras es interrogado, a Severiano Analco le sorprende el temor de autoridades, policías estatales y efectivos militares. Vuelve a ser testigo: ahora de escenas de pánico en la agencia del Ministerio Público de Tetecala. Los cuerpos de Jaramillo y su familia están extendidos en el área de recepción.
Él y su hijo Andrés se encuentran en una oscura habitación. En la azotea, policías corren de una esquina a otra con el objetivo de avistar lo que creen inminente: un rescate de los cuerpos por los seguidores de Jaramillo.
Un informe del titular de la DFS, Manuel Rangel Escamilla, dirigido al presidente de la república, Adolfo López Mateos, fechado el 23 de mayo de 1962, corrobora la versión de los Analco.
“Aunque la situación hasta las 19:00 horas era normal, el señor Miguel Contreras, presidente municipal de Tetecala, y los elementos de la Policía Judicial del estado que se encuentran en esa población declararon que los habitantes del lugar, al identificar los cadáveres, pueden acusarlos a ellos de ser los autores de los hechos y por ello ser objeto de represalias, lo que originó que Félix Vázquez Peña y los elementos pertenecientes a su grupo de la Judicial del estado abandonaran Tetecala sin conocerse su paradero, ya que no se han reportado a sus jefes.” En 1962 Rubén Jaramillo había cumplido cuatro años de haber dejado las armas y se había dedicado a la lucha civil y pacífica. Incluso mantenía un diálogo con el gobierno de la república para solventar las demandas del movimiento agrarista. Jaramillo se había levantado en armas en cuatro ocasiones entre 1943 y 1958.
A su sepelio –según el legajo de 316 copias fotostáticas de informes, tarjetas informativas y manuscritos– acudieron Cuauhtémoc Cárdenas, en representación del Movimiento de Liberación Nacional, y Jorge Rosillo, representante de la embajada de Cuba en México. Las exequias se habrían realizado “ante un grupo reducido de personas”.
En el lugar donde fueron asesinados Epifania, Filemón, Ricardo y Enrique crece ahora un frondoso trueno. El árbol de follaje persistente y hojas oscuras fue trasplantado en 1994, cuando se erigió la tienda del sitio arqueológico y el llano fue empedrado para que sirviera como estacionamiento.
Diez metros al poniente, en la barranca, donde se encontró el cuerpo de Jaramillo –“el que recibió más impactos” de bala, según los informes de la DFS– crecen huizaches y parotas. Dan sombra intermitente a una columna en cuya placa se lee: “Los campesinos y el pueblo de Morelos, en homenaje a los luchadores sociales Rubén Jaramillo Ménez, Epifania Zúñiga García y sus hijos Enrique, Filemón y Ricardo, asesinados en este lugar el 23 de mayo de 1962”.
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