Marcos Roitman Rosenmann
El calentamiento del planeta no es un tema menor. La preocupación por el efecto invernadero pone en cuestión la forma de aprovechamiento de los recursos naturales y la manera en que el ser humano se apropia de ellos. El desarrollo del capitalismo encubre la irracionalidad de la explotación del trabajo y para poder devastar el planeta en nombre de la libertad de mercado. Hoy, las nuevas tecnologías y la concentración de la riqueza se unen en la lógica del capitalismo salvaje.
La constante avaricia, la piratería y la insensatez constituyen la seña de identidad del estilo trasnacional de crecimiento económico. Su probable desenlace, si no se cambia el rumbo, es la extinción de la especie. Pero, según los defensores del neoliberalismo, no debemos preocuparnos: la vida seguirá existiendo bajo otras formas. Las bacterias poblarán, junto con los insectos, la faz de la Tierra hasta que el Sol se transforme en una estrella gigante roja.
Mientras el calentamiento del planeta, obra de los seres humanos, no provoque mutaciones, la piel no se torne blanquecina, los pulmones resistan o los virus no terminen generando diarreas y convulsiones, seguramente no se tomarán decisiones políticas, y quién sabe si en la dirección adecuada. En cualquier caso, pasarán siglos. La degradación de la especie, por ahora, es ciencia ficción. Hay que ser optimista y ver el vaso medio lleno.
El discurso dominante juega con esta moneda trucada. El anverso: imponer tratados disuasorios tendientes a controlar la emisión de gases tóxicos y contaminantes de anhídrido carbónico, por ejemplo el Protocolo de Kyoto. El reverso: las investigaciones para el desarrollo de energías “limpias”, adjetivadas alternativas o renovables. Es su respuesta dentro de los parámetros de una economía social de mercado. Incluso ponen en el tapete como opción la energía nuclear, soslayando, además de los residuos radiactivos, la dependencia del uranio, mineral con reservas limitadas. Tanto monta, monta tanto.
En otro orden de cosas, la elite política y las empresas trasnacionales, dueñas de la producción de energía, buscan trasladar el siguiente mensaje. Ellos son responsables y se comportan con rigor frente al cambio climático. Producen neveras, coches, aerosoles, etcétera, reciclables y poco contaminantes. Son empresarios que apuestan por el futuro de las nuevas generaciones. Vuelven la vista hacia el planeta y se tornan altruistas. De la noche a la mañana han dejado de ser capitalistas. Renuncian a los beneficios. Buscan un mundo mejor. Pero la realidad es otra. Han instrumentalizado las energías renovables y transformado una alternativa en mercancía. Se trata de seguir despilfarrando sin límite. Su sistema se fundamenta en el consumo ligado a la rentabilidad. Buscan obtener el máximo provecho de la energía, sea solar, eólica, acuífera o proveniente de la biomasa.
Hoy, las empresas privadas ven en el calentamiento del planeta un gran negocio, y por ello impulsan megaproyectos en el campo de las energías renovables, en connivencia con el capital financiero y con la complicidad de los gobiernos neoliberales o socialdemócratas. Las presas hidroeléctricas, los postes eólicos y las agroindustrias latifundistas de biocombustibles son un nicho de oportunidades. De ellas se derivan patentes, innovaciones y subproductos, siendo sus utilidades reinvertidas para seguir devastando el planeta y profundizar la brecha entre países dominantes y dependientes, o ricos y pobres, según se prefiera.
Si consideramos América Latina, las grandes trasnacionales, Repsol YPF, Endesa, Iberdrola, British Petroleum, Exxon o Monsanto se reparten un buen trozo del pastel. Fagocitan todo cuanto está a su alrededor. La Patagonia, el Orinoco, la Amazonia, la selva subtropical. Su expansión ha modificado el manto del subcontinente. El Plan Puebla-Panamá es otra de sus apuestas de medio plazo, más ahora que incorpora a Colombia.
En esta lógica, tampoco debemos despreciar su “mecenazgo” a la investigación. Forma parte de su lavado de cara, amén de facilitar la deducción de impuestos. Sus aportes se centran en apoyar experimentos cuyo objetivo es reconstruir las condiciones de vida terrestre en planetas o en satélites cercanos con el fin de garantizar una pronta colonización, recreando un mundo similar al que hoy se vive en Europa, Estados Unidos o Japón. Todo para preparar el éxodo una vez que la vida en nuestro mundo se torne inviable. Clonar el error: depredar, explotar y consumir.
La idea de progreso lineal emergente con la Revolución Industrial, propia del capitalismo, debe ser cuestionada. Nada más gráfico del error en el cual podemos caer al consumir energía sin límite lo encontramos en uno de los pasajes de la obra de Julio Verne La vuelta al mundo en 80 días. Para cumplir el objetivo de llegar a puerto, el protagonista hubo de proveerse en el trayecto de la madera que formaba el esqueleto del barco. Devorado por su ambición, obtuvo el éxito personal, pero el barco fue consumido en su “epopeya”. El hombre lo poseyó sin remordimiento. Podía construir más barcos.
Sobre dicha base, el actual orden político levanta su mito de irreversibilidad histórica. Sin embargo, con la destrucción de la Gaia demuestra su falsedad, su ineficacia en la gestión de las fuentes energéticas y en la protección de la vida y la naturaleza. Su único afán sigue siendo obtener dinero a cambio de quemar energía de forma espuria.
Pero existe otra quema de energía: la humana. La podemos definir como la enajenación del trabajo en la producción. Energía consumida bajo la forma de explotación, cuyo principio es mantener la esclavitud solapada. El ser humano está siendo devorado por el capitalismo. Roto el vínculo entre la naturaleza y la producción, el nuevo imperialismo se alza dueño del mundo. Creador de un orden deshumanizador y totalitario, obtiene su poder destruyendo el planeta y despilfarrando las energías, sean éstas renovables o no. La alternativa sigue siendo anticapitalista y socialista.
La constante avaricia, la piratería y la insensatez constituyen la seña de identidad del estilo trasnacional de crecimiento económico. Su probable desenlace, si no se cambia el rumbo, es la extinción de la especie. Pero, según los defensores del neoliberalismo, no debemos preocuparnos: la vida seguirá existiendo bajo otras formas. Las bacterias poblarán, junto con los insectos, la faz de la Tierra hasta que el Sol se transforme en una estrella gigante roja.
Mientras el calentamiento del planeta, obra de los seres humanos, no provoque mutaciones, la piel no se torne blanquecina, los pulmones resistan o los virus no terminen generando diarreas y convulsiones, seguramente no se tomarán decisiones políticas, y quién sabe si en la dirección adecuada. En cualquier caso, pasarán siglos. La degradación de la especie, por ahora, es ciencia ficción. Hay que ser optimista y ver el vaso medio lleno.
El discurso dominante juega con esta moneda trucada. El anverso: imponer tratados disuasorios tendientes a controlar la emisión de gases tóxicos y contaminantes de anhídrido carbónico, por ejemplo el Protocolo de Kyoto. El reverso: las investigaciones para el desarrollo de energías “limpias”, adjetivadas alternativas o renovables. Es su respuesta dentro de los parámetros de una economía social de mercado. Incluso ponen en el tapete como opción la energía nuclear, soslayando, además de los residuos radiactivos, la dependencia del uranio, mineral con reservas limitadas. Tanto monta, monta tanto.
En otro orden de cosas, la elite política y las empresas trasnacionales, dueñas de la producción de energía, buscan trasladar el siguiente mensaje. Ellos son responsables y se comportan con rigor frente al cambio climático. Producen neveras, coches, aerosoles, etcétera, reciclables y poco contaminantes. Son empresarios que apuestan por el futuro de las nuevas generaciones. Vuelven la vista hacia el planeta y se tornan altruistas. De la noche a la mañana han dejado de ser capitalistas. Renuncian a los beneficios. Buscan un mundo mejor. Pero la realidad es otra. Han instrumentalizado las energías renovables y transformado una alternativa en mercancía. Se trata de seguir despilfarrando sin límite. Su sistema se fundamenta en el consumo ligado a la rentabilidad. Buscan obtener el máximo provecho de la energía, sea solar, eólica, acuífera o proveniente de la biomasa.
Hoy, las empresas privadas ven en el calentamiento del planeta un gran negocio, y por ello impulsan megaproyectos en el campo de las energías renovables, en connivencia con el capital financiero y con la complicidad de los gobiernos neoliberales o socialdemócratas. Las presas hidroeléctricas, los postes eólicos y las agroindustrias latifundistas de biocombustibles son un nicho de oportunidades. De ellas se derivan patentes, innovaciones y subproductos, siendo sus utilidades reinvertidas para seguir devastando el planeta y profundizar la brecha entre países dominantes y dependientes, o ricos y pobres, según se prefiera.
Si consideramos América Latina, las grandes trasnacionales, Repsol YPF, Endesa, Iberdrola, British Petroleum, Exxon o Monsanto se reparten un buen trozo del pastel. Fagocitan todo cuanto está a su alrededor. La Patagonia, el Orinoco, la Amazonia, la selva subtropical. Su expansión ha modificado el manto del subcontinente. El Plan Puebla-Panamá es otra de sus apuestas de medio plazo, más ahora que incorpora a Colombia.
En esta lógica, tampoco debemos despreciar su “mecenazgo” a la investigación. Forma parte de su lavado de cara, amén de facilitar la deducción de impuestos. Sus aportes se centran en apoyar experimentos cuyo objetivo es reconstruir las condiciones de vida terrestre en planetas o en satélites cercanos con el fin de garantizar una pronta colonización, recreando un mundo similar al que hoy se vive en Europa, Estados Unidos o Japón. Todo para preparar el éxodo una vez que la vida en nuestro mundo se torne inviable. Clonar el error: depredar, explotar y consumir.
La idea de progreso lineal emergente con la Revolución Industrial, propia del capitalismo, debe ser cuestionada. Nada más gráfico del error en el cual podemos caer al consumir energía sin límite lo encontramos en uno de los pasajes de la obra de Julio Verne La vuelta al mundo en 80 días. Para cumplir el objetivo de llegar a puerto, el protagonista hubo de proveerse en el trayecto de la madera que formaba el esqueleto del barco. Devorado por su ambición, obtuvo el éxito personal, pero el barco fue consumido en su “epopeya”. El hombre lo poseyó sin remordimiento. Podía construir más barcos.
Sobre dicha base, el actual orden político levanta su mito de irreversibilidad histórica. Sin embargo, con la destrucción de la Gaia demuestra su falsedad, su ineficacia en la gestión de las fuentes energéticas y en la protección de la vida y la naturaleza. Su único afán sigue siendo obtener dinero a cambio de quemar energía de forma espuria.
Pero existe otra quema de energía: la humana. La podemos definir como la enajenación del trabajo en la producción. Energía consumida bajo la forma de explotación, cuyo principio es mantener la esclavitud solapada. El ser humano está siendo devorado por el capitalismo. Roto el vínculo entre la naturaleza y la producción, el nuevo imperialismo se alza dueño del mundo. Creador de un orden deshumanizador y totalitario, obtiene su poder destruyendo el planeta y despilfarrando las energías, sean éstas renovables o no. La alternativa sigue siendo anticapitalista y socialista.
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