Saturday, July 07, 2007

Considerado el más grande escritor hebreo contemporáneo, Amos Oz fue designado ganador del Premio Príncipe Asturias de las Letras 2007. Este año, la realeza española reconoce al escritor pacifista. Al crítico feroz de la ocupación y creyente de que la solución al conflicto entre Palestina e Israel se logrará con el reconocimiento de los dos Estados, independientes y soberanos en un mismo territorio. Premió a quien escribió en 1967 el artículo “Tierra de nuestros antepasados” para convertirse en el primer israelí en abogar por la paz.



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Premio Príncipe de Asturias 2007

En tierras llanas y praderas desoladas, de suelos movedizos cubiertos por la arena. A la distancia, las Montañas de Edom y un destello, el Mar Muerto. Ahí, en la ciudad de Arad, al sur de Israel, está la tierra que Amos Oz eligió para llamarla hogar desde hace más de 20 años, alejado de las grandes ciudades de Israel, donde todos esperan algo, ya sea al Mesías o a la catástrofe.

Considerado el más grande escritor hebreo contemporáneo, Amos Oz fue designado ganador del Premio Príncipe Asturias de las Letras 2007. Este año, la realeza española reconoce al escritor pacifista. Al crítico feroz de la ocupación y creyente de que la solución al conflicto entre Palestina e Israel se logrará con el reconocimiento de los dos Estados, independientes y soberanos en un mismo territorio. Premió a quien escribió en 1967 el artículo “Tierra de nuestros antepasados” para convertirse en el primer israelí en abogar por la paz.

Hoy el mundo lo reconoce por su labor pacifista. Por haber fundado en 1970 el movimiento Shalom Ajshav (Paz ahora). Pero dentro en su biografía está el pasaje de su participación como soldado en la Guerra de los Seis Días en 1967, y en la Guerra de Yom Kipur en las montañas del Golán, en 1973.

Autor de 18 novelas y más de 400 ensayos y artículos, entre los que se encuentran A Tale of Love and Darkness, Suddenly in the Depth of the Forest y Rhyming Life and Death, “ha contribuido a hacer de la lengua hebrea un brillante instrumento para el arte literario y para la revelación certera de las realidades más acuciantes y universales de nuestro tiempo, poniendo especial atención tanto a la defensa de la paz entre los pueblos como a la denuncia de todas las expresiones del fanatismo”, dictó el jurado desde Oviedo.

Amos Oz publicó sus primeros relatos mientras estudiaba literatura y filosofía en la Universidad Hebrea de Jerusalén entre 1960 y 1963. Hijo de emigrantes rusos y polacos, nació en la ciudad de Jerusalén en 1939. A los 15 años, en búsqueda de un estilo de vida radical, se mudó a un kibbutz (comunidades israelíes) donde vivió y trabajó durante casi 30 años. Ahí renunció a su nombre de nacimiento, Klausner, por el de Oz, que en hebreo significa “fuerza”, y dividió su tiempo entre su trabajo en el campo y como profesor de escuela. En esa época escribió su tercera novela, My Michael, sentado en el excusado de su casa. En un kibbutz, ser escritor representaba una amenaza. Ahí es más importante ordeñar a las vacas y sembrar la papa de la comunidad.

Camina frágil, como si pisara brasas calientes. Amos Oz se ha convertido en un símbolo de la tradición judía de la segunda mitad del siglo XX, pero a diferencia de la obra de escritores norteamericanos como Saul Bellow, Malamud y Philip Roth, quienes se han distinguido por tratar la realidad judía en sus obras, la tierra prometida de Oz sigue siendo Jerusalén, no Nueva York.

Oz suele caminar en el desierto. Junto a algún oasis, frente a un paisaje colmado de colinas desnudas habitadas por lobos y chacales, “donde el paisaje es igual ahora como lo era en el tiempo de los profetas y de Jesús”. Es ese el lugar que le da perspectiva sobre la ocupación y la guerra, y ese escenario resulta ser la metáfora ideal para describir su obra. “Mucho de lo que tengo que decir tiene que ver con el campo abierto, el desierto, un cierto tipo de montañas áridas alrededor de Jerusalén, los barrios, la calle, el jardín, el kibbutz. De otra forma me sentiría claustrofóbico”.

Una pantera en el sótano

Ambientada en 1947, en la Jerusalén de finales del mandato británico en palestina, Una pantera en el sótano nos cuenta la relación que surge entre un niño judío, Profi, y un sargento de la policía británica muy interesado por el Israel bíblico y la lengua hebrea. Profi acepta mantener con él un intercambio de clases de hebreo e inglés pensando que así podrá sacar información al “enemigo”, pero sus amigos le culparán de ser un traidor...

Esta obra, publicada en México apenas en 2006, en una coedición del Fondo de Cultura Económica y Ediciones Siruela, es una muestra de la narrativa del escritor israelí, de la que publicamos un fragmento con la autorización de la editorial.


Uno
Muchas veces en la vida me llamaron traidor. La primera fue a los doce años y tres meses, cuando vivía en un barrio a las afueras de Jerusalén. Fue durante las vacaciones de verano, faltaba menos de un año para que el gobierno británico se retirase del país y naciera, en medio de la guerra, el Estado de Israel.

Una mañana vimos en la pared de nuestra casa, debajo de la ventana de la cocina, escritas con unas letras gruesas y negras, unas palabras que decían: ¡Profi, boged shafel! [¡Profi, vil traidor!]. El término vil despertó en mí una inquietud que hasta hoy, mientras estoy sentado escribiendo esta historia, me sigue interesando: ¿puede haber un traidor que no sea vil? De no ser así, ¿por qué se molestaría Chita Reznik (reconocí su letra) en añadir la palabra vil? Así que, entonces, ¿en qué casos la traición no es vil? El mote de Profi se me quedó desde que era pequeño. Es el diminutivo de profesor, por la manía que tengo de jugar con las palabras. (Todavía me encantan las palabras: coleccionarlas, ordenarlas, mezclarlas, darles la vuelta, formarlas.

Más o menos como hacen los que aman el dinero con las monedas y los billetes, o los que aman el juego con las cartas.) Mi padre había salido a las seis y media de la mañana a comprar el periódico y se encontró con la pintada debajo de la ventana de la cocina. En el desayuno, mientras untaba mermelada de frambuesa en una rebanada de pan integral, hundió de repente el cuchillo casi hasta el mango en el fondo del bote y, con su voz pausada, dijo:

—Muy bonito. Vaya sorpresa. ¿Qué ha tramado Su Excelencia para que nos honren con esta distinción?

Mi madre dijo:
—No la tomes con él desde la mañana. Ya tiene bastante con que los niños lo incordien.

Mi padre iba vestido de color caqui, como casi todos los hombres del barrio en esa época. Tenía los ademanes y la voz de una persona que siempre tiene toda la razón. Sacó con el cuchillo una compacta masa de frambuesa del fondo del bote, cubrió uniformemente las dos mitades de la rebanada, y dijo:

—La verdad es que en nuestros días, casi todos usan el apelativo traidor con demasiada facilidad; pero, ¿quién es traidor? Ciertamente, alguien sin honor. Uno que a escondidas, por la espalda, a cambio de algún dudoso beneficio, ayuda al enemigo en contra de su pueblo. O para perjudicar a su familia y a sus amigos. Es más despreciable que un asesino.

Y, por favor, termínate el huevo. El periódico dice que en Asia la gente se muere de hambre.
Mi madre arrastró el plato hacia ella y se comió el huevo y el resto de pan con mermelada, no por hambre sino por amor a la paz. Dijo:

—El que ama no traiciona.

Estas palabras de mi madre no iban dirigidas ni a mí ni a mi padre; a juzgar por su mirada, parecía estar refiriéndose al clavo que había en la pared, encima del refrigerador de la cocina, que no cumplía ninguna función.

Dos
Después del desayuno, mis padres salieron deprisa hacia la parada del autobús para ir al trabajo. Me quedé solo en casa, con un océano de tiempo por delante hasta la tarde, ya que eran las vacaciones de verano. Lo primero que hice fue recoger la mesa; lo que tenía que estar en el refrigerador fue a parar al refrigerador, lo de la alacena a la alacena y lo del fregadero al fregadero, porque me gustaba quedarme despreocupado durante todo el día. Fregué todos los trastes y los coloqué boca abajo en el escurridor. Luego pasé por todas las habitaciones cerrando ventanas y bajando persianas para tener una guarida hasta la tarde. El sol y el polvo del desierto podrían dañar los libros de mi padre, que cubren las paredes, y entre los que se encuentran algunos ejemplares muy raros. Leí el periódico de la mañana y lo dejé doblado en una esquina de la mesa de la cocina; guardé el prendedor de mi madre en su cajón. Hice todo eso, no como un traidor que quiere expiar su vil comportamiento, sino por amor al orden. Hasta hoy tengo la costumbre de recorrer la casa por la mañana y por la tarde para poner cada cosa en su lugar. Hace cinco minutos, cuando escribí que bajaba las persianas, dejé un momento de escribir ya que me acordé de cerrar la puerta del cuarto de baño, que quizás quería quedarse abierta, a juzgar por el gemido que oí al cerrarla.

Durante todo ese verano mi padre y mi madre salían a las ocho de la mañana y regresaban a las seis de la tarde. La comida me esperaba en el refrigerador y tenía todo el tiempo del mundo para mí. Podía, por ejemplo, comenzar a jugar con un pequeño grupo de cinco o diez soldaditos escuchar una especie de sonido profundo y sordo, parecido al sonido que sale de la última tecla, la más baja del piano. Es un sonido que arrastra una estela de ecos opacos: como si hubiera ocurrido una desgracia y ya no se pudiera remediar.

Volví a la cocina. Leí en el periódico que estábamos viviendo una época decisiva y que, por tanto, teníamos que ser fuertes. Decía también que las medidas del Mandato Británico proyectaban una pesada sombra y que el pueblo hebreo debía resistir y superar la prueba.
Salí de casa y miré a mi alrededor, comprobando, como hacen los de la resistencia, que nadie me observara: algún desconocido con gafas de sol, ocultándose detrás de un periódico, escondido en la sombra de algún portal de las casas de enfrente, pero me pareció que la calle estaba en lo suyo.

El frutero levantaba un muro con cajas vacías. El chico de la tienda de los hermanos Sinopsky arrastraba un carrito que no hacía más que chirriar. La desamparada anciana Pani
Ostrovska no dejaba de barrer el trozo de acera junto a su puerta, seguramente lo hacía por tercera vez esta mañana.

La doctora Grifius, que seguía soltera, estaba sentada en su terraza escribiendo unas fichas; mi padre la animaba a reunir datos y a intentar escribir sus memorias acerca de la vida de los judíos en su ciudad natal, Rosenheim. Pasó el repartidor de queroseno en su carro, muy despacio, las riendas adormecidas sobre las rodillas, haciendo sonar su campanilla y cantándole al caballo una canción nostálgica en yiddish. Ahí me encontraba yo parado, observando de nuevo, minuciosamente, la negra inscripción ¡Profi, boged shafel!

Hay un detalle insignificante que tal vez pueda esclarecer los hechos. Por las prisas o el miedo, la última letra de la palabra boged parecía casi una r, de modo que podía parecer que no era un vil traidor sino un vil boger [adulto].

Esa mañana hubiera dado todo lo que tenía por haber sido un adulto.


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