El prEsEntE tExto forma partE dEl libro coordinado por césar cansino E israEl covarrubias: Por una democracia de calidad. méxico desPués de la transición, quE aparEcErá próximamEntE bajo El sEllo Editorial dEl cEntro dE Estudios dE política comparada. aquí sE dEbatE la importancia dE introducir para méxico El tEma dE la calidad dE la dEmocracia. por César Cansino, José ramón Cossío, Diego ValaDés y Porfirio muñoz leDo*
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Diálogo acerca de la democracia y la ciudadanía en México
El prEsEntE tExto forma partE dEl libro coordinado por césar cansino E israEl covarrubias: Por una democracia de calidad. méxico desPués de la transición, quE aparEcErá próximamEntE bajo El sEllo Editorial dEl cEntro dE Estudios dE política comparada. aquí sE dEbatE la importancia dE introducir para méxico El tEma dE la calidad dE la dEmocracia. por César Cansino, José ramón Cossío, Diego ValaDés y Porfirio muñoz leDo*
César Cansino: ¿Estamos en México, después de la alternancia política conquistada en el 2000, en condiciones de plantearnos en prospectiva la cuestión de una democracia de calidad, según los criterios que la literatura sobre el tema ha delineado con precisión?, ¿no será prematuro preguntarnos ahora por una democracia de calidad para México cuando aún no hemos terminado de construir el entramado institucional y normativo mínimo que nos permita con todo derecho calificar a nuestro régimen como una democracia?, ¿hasta qué punto resulta baladí aspirar ahora a los máximos de una democracia sin antes haber completado los mínimos mediante una reforma integral del Estado que actualice en clave democrática nuestro ordenamiento constitucional? En principio, la respuesta lógica a estas interrogantes sostendría la necesidad de enfrentar una cosa a la vez, o sea ir paso a paso, pues quemar etapas o acelerar procesos podría conducir a desajustes o debilidades estructurales. Pero esto es sólo parcialmente cierto. Vislumbrar desde ahora los máximos a los que se puede aspirar legítimamente en la construcción de un régimen democrático puede orientar las tareas precedentes en las que parece nos hemos estacionado los últimos años después de la alternancia del 2000. En efecto, si el gran desafío de México es —una vez que por la vía de la alternancia colapsó el viejo régimen priista— rediseñar su régimen político para hacer tabla rasa de una vez por todas con el pasado autoritario, sería aconsejable que los actores políticos comprometidos con ello, abandonaran las posiciones gradualistas y minimalistas que primaron en el pasado y que nos llevaron a lo que ahora tenemos: una democracia que no termina de despuntar debido a las fuertes inercias autoritarias que perviven en la normatividad vigente heredada del viejo régimen. Cabe recordar que los principales criterios para medir la calidad de las democracias aluden a las condiciones mínimas para hablar de un auténtico Estado de derecho: a) el imperio de la ley, b) la rendición de cuentas, c) la reciprocidad entre representantes y representados, d) la ampliación de derechos humanos, y e)la disminución de las inequidades sociales. La calidad de la democracia nos permite observar, identificar y proponer el mejoramiento integral de los regímenes políticos existentes en la actual reorganización de la moderna democracia representativa; en particular, en la imperiosa obligación de saber cómo dotarla de nuevos atributos y derechos.
José Ramón Cossío: Dada la función que actualmente desempeño como Ministro me gustaría abordar la problemática en relación con el papel que debiera tener la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en su carácter de tribunal constitucional, para coadyuvar a la calidad de la democracia. Es muy frecuente establecer dos ideas (en alguna medida incompletas) sobre lo que debemos entender por democracia. Hay algunos autores,comoJosephSchumpeter,que considerarían que la democracia es sólo aquel proceso que nos permite, de vez en cuando, elegir a las autoridades políticas o a los representantes populares para que desarrollen cierto tipo de funciones previstas en las normas jurídicas. Otras concepciones, por su parte, como la sostenida por el politólogo estadounidense Larry Diamond, consideran que la democracia no se puede constreñir a lo electoral, sino que se complementa con un conjunto muy complejo de garantías, valores, principios e instituciones que no sólo aseguran el ejercicio del voto sino que posibilitan un ejercicio más adecuado del mismo, lo cual implica fundamentalmente el establecimiento de determinado tipo de derechos fundamentales. En mi opinión, cualquiera de estas dos visiones es parcial. En México, por ejemplo, aspiramos a vivir en lo que se ha denominado un Estado social y democrático de Derecho o en lo que otros denominan un Estado constitucional. Por el momento, al menos como proyecto constitucional (y no necesariamente como una realidad cotidiana), tenemos un modelo que involucra estos tres pilares: a) un conjunto de elementos provenientes del viejo Estado liberal (derechos fundamentales: de asociación, de libertad de expresión, de libertad de conciencia, de libertad de tránsito, etcétera); b) un conjunto también extraordinariamente importante de derechos sociales para mantener calidades mínimas de vida, y c) un conjunto de principios democráticos que nos permiten elegir a nuestras autoridades.
El modelo constitucional de nuestro tiempo, y que pese a sus imperfecciones se sigue reconociendo en nuestra Constitución, es precisamente el del Estado constitucional, montado, por supuesto, sobre un texto escrito muy rígido (lo que no deja de ser paradójico con el número de reformas que tiene en su haber), con un principio de división de poderes, un principio de legalidad y un sistema federal.
En este entramado tan complejo y a veces contradictorio entre principios de libertad, derechos sociales y elementos democráticos, el papel de la Suprema Corte de Justicia en particular, y el de los órganos del Poder Judicial de la Federación en lo general, adquiere una extraordinaria importancia porque gracias a estos órganos de justicia tenemos la posibilidad de interpretar cotidianamente los preceptos de la propia Constitución. En los órganos del Poder Judicial de la Federación recae la función de tratar de complementar y resolver las paradojas (en algunos casos me atrevería a decir inclusive antinomias) que se presentan y/o que forman parte del texto constitucional. Es muy frecuente, por ejemplo, recibir demandas acerca de cuál es la interpretación adecuada de un derecho fundamental de libertad frente a un derecho social.
Por ello, en la perspectiva de apuntalar nuestra democracia en todos los ámbitos es prioritario garantizar la estabilidad de jueces y magistrados como un vehículo para que a su vez permita el mantenimiento de ciertas condiciones del Estado de Derecho en el país. Se trata de funciones esenciales para cualquier democracia.
Sin estos órganos jurisdiccionales, y en particular la Suprema Corte como tribunal constitucional, no tiene ningún sentido postular un concepto de democracia, pues simple y sencillamente estaríamos reduciendo esa misma democracia a su expresión ínfima; es decir, a aquella posibilidad de que periódicamente acudamos a las urnas, pero no entenderíamos nunca este entramado mucho más complejo, mucho más rico, del conjunto de libertades y derechos que nos corresponden. En suma, la Suprema Corte de Justicia es el garante, entre otras, de las funciones democráticas.
Con respecto al tema de nuestra conversación, cabe preguntarnos: ¿de qué manera la Suprema Corte puede coadyuvar a la calidad democrática?; ¿está realmente entre sus funciones tratar de desarrollar un modelo específico de democracia de mayor calidad según ciertos parámetros o tratar de mejorar el modelo de democracia que está contenido en la Constitución vigente? En mi opinión, es la segunda función a la que debiera aspirar, al menos idealmente, la Suprema Corte. Más específicamente, más que tratar de construir un modelo propio de democracia, la Suprema Corte debe tratar de fortalecer permanentemente las condiciones del ejercicio democrático en el país y mejorar, como consecuencia de esas acciones, la calidad democrática.
Se debe al politólogo Leonardo Morlino una de las mejores caracterizaciones para evaluar la calidad de las democracias modernas. Siguiendo estos criterios, ¿cómo podríamos saber que nuestra democracia es mejor y de qué manera la Suprema Corte de Justicia podría construir estas condiciones democráticas? La respuesta es, de alguna manera, simple, cuando menos en su postulación verbal, y muy complicada en su realización cotidiana: la Suprema Corte debe tratar de expandir los derechos fundamentales de todos los habitantes del país. Con esto estaríamos tratando de recomponer la condición de ciudadanía de nuestros ciudadanos, conferirles un estatuto jurídico mucho más fuerte frente a los órganos del Estado y, ¿porqué no?, frente a ciertos sujetos particulares que gozan de un importante poder social o público. Con esto, la Suprema Corte reconstituiría el concepto de ciudadano y permitiría que esos mismos ciudadanos postularan ante los tribunales —y con motivo de la resolución de los tribunales, en todo el cuerpo del Estado y en todo el cuerpo normativo del país—, una mejor y mucho más fuerte posición pública.
Se me va a decir que con esto se están colmando básicamente las características del Estado liberal. Pero qué mejor que se satisfagan las características del Estado liberal en un país en el que, con toda franqueza, se practica muy poco el ejercicio de los derechos civiles y políticos, o sea de los derechos liberales.
¿Qué necesitaríamos para lograr un mejoramiento de estos derechos? En primer lugar, perfeccionar nuestra ley de amparo vigente. No cabe duda que dicha ley funciona, o sea cumple con determinadas concepciones políticas que privan en el país, pero es absolutamente necesario dar un salto en esta idea, no porque el amparo sea un fin en sí mismo, sino porque es el medio más poderoso que tenemos para restablecer justamente la condición de ciudadano entre los habitantes del país. Si podemos presentar de una manera más fácil nuestras acciones, involucrar a un mayor número de autoridades e inclusive de particulares, así como lograr procesos más simples con efectos generales en las resoluciones, habremos dado un paso extraordinario en el desarrollo de esta parte liberal y, como consecuencia de ello, en la propia democracia.
En segundo lugar, debemos atender la forma en que vamos a construir en el futuro los propios derechos sociales. Hoy en día resulta extraordinariamente difícil la exigibilidad de los derechos sociales —insisto— como mínimos materiales de vida, a partir sólo de los medios procesales con que contamos. El juicio de amparo no tiene un alcance directo para permitir el otorgamiento de una prestación material a las personas que están en una situación inadecuada, sino que esto se tiene que construir indirectamente. Durante mucho tiempo hubo un salto entre la Constitución y las prestaciones a cargo del Estado, de forma tal que algunos académicos llegaron a llamar a los derechos sociales “normas programáticas”. Sin embargo, en las últimas legislaturas federales se han estado aprobando un conjunto de leyes de atención social que están generando un vínculo adecuado entre las prestaciones materiales que tenemos que otorgar con las propias normas constitucionales. Por primera vez estamos estableciendo algunas formas en las que tenemos que destinar renglones presupuestales, los cuales no pueden ser diminuidos en los ejercicios subsiguientes. Estamos previendo las posibilidades de aumentar también esos montos presupuestales para combatir la desigualdad, y ahí también se han dado acciones extraordinariamente importantes que nos permitirán perfeccionar nuestra democracia en la medida que podamos mejorar, bajo un ejercicio redistributivo, las condiciones de los habitantes del país. Si tenemos cientos de miles de mexicanos en condiciones paupérrimas de vida es extraordinariamente difícil hablar de una democracia y mucho menos aspirar atener una democracia de calidad.
En tercer lugar, la Suprema Corte de Justicia puede jugar un papel muy importante en la medida que entienda el vínculo entre esas disposiciones que se están estableciendo y las acciones concretas que se deben llevar a cabo —que evidentemente son de carácter presupuestal— para el mejoramiento de esas condiciones. En suma, la Corte y los tribunales federales se pueden convertir también en una correa de transmisión entre el otorgamiento de prestaciones materiales y esta muy rica tipología de derechos sociales que tenemos prevista en la Constitución.
Finalmente, la Suprema Corte puede ser también un motor de cambio en la materia electoral, aunque sólo de manera indirecta por cuanto sólo puede revisar las decisiones electorales a partir de acciones de inconstitucionalidad. Esto ya se puede apreciar en algunos casos en los que se nos han planteado algunas definiciones muy específicas, o hemos tenido que pronunciarnos sobre cuestiones específicas, como cuando declaramos no hace mucho que era constitucional el establecimiento razonable —y este es un criterio importante que hemos introducido en la Corte— en cuanto a la forma en que se pueden regular las precampañas. Para nadie pasa desapercibido que el asunto de las precampañas es bastante complicado en el país. Por ello, la Suprema Corte se ha pronunciado a favor de permitir la construcción de algunas regulaciones específicas en esa materia. Ciertamente, hay muchos pendientes por resolver y no tendría tiempo para desarrollar los. Un caso muy importante, por ejemplo, es el de las candidaturas independientes versus el registro necesario dentro de un partido político. Es un asunto que estaremos resolviendo dentro de algunos meses.
En muchas ocasiones, de forma indebida y bajo un análisis superficial, se considera que la Suprema Corte o los tribunales federales son un obstáculo al cambio social o al cambio democrático, o al mejoramiento de las condiciones materiales de la democracia.
Sin embargo, si analizamos lo que ha acontecido en los últimos diez años —sobre todo a partir del establecimiento de las controversias constitucionales y de las acciones de inconstitucionalidad— podemos encontrar una serie de elementos de juicio. En primer lugar, la Suprema Corte ha desarrollado mucho —y en general bien— esta parte orgánica, procedimental, de las relaciones entre los distintos órganos de un nivel de gobierno o entre los distintos niveles de gobierno. Esto significa que la forma en que se relaciona el presidente de la República con la Cámara o el gobernador con sus poderes, está resuelto. Asimismo, se ha avanzado mucho en la forma que se relaciona el nivel federal con el nivel estatal o el municipal, o el nivel estatal con el municipal, o el nivel municipal con el federal.
Lo que se debería hacer ahora es avanzar en la parte del desarrollo de los derechos fundamentales. Desafortunadamente, ahí sí se debe impulsar la parte de la Constitución que antes se denominaba “dogmática”; es decir, ampliar el sentido de los derechos fundamentales de las personas. De darse, la Suprema Corte podría constituirse en un coadyuvante de enorme importancia para el mejoramiento de las condiciones democráticas en el país.
Simultáneamente, la sociedad debería ocuparse más del trabajo de la propia Suprema Corte y de los tribunales federales. En los hechos, prácticamente nadie monitorea, salvo ciertos casos muy específicos, una adecuada descripción de los fallos de la Suprema Corte, de sus alcances, de la manera en que se está reconstruyendo día con día la condición democrática o la condición social, o en general la condición estatal del país. Como sociedad nos hace falta ocuparnos muchísimo más de las resoluciones de la Suprema Corte, no para elogiarlas sino para analizar las características de nuestras argumentaciones jurídicas, que a final de cuentas son el único sustento de una resolución. Una sociedad que no analiza las decisiones de sus tribunales constitucionales, habiéndoles otorgado tan extraordinario poder de decisión sobre tantas cosas que acontecen cotidianamente en la vida política y social del país, es una sociedad que está claudicando a un espacio enormemente importante de discusión pública.
Porfirio Muñoz Ledo: La pregunta que nos propone César Cansino para el debate es capciosa: la calidad de la democracia en México. Y es que no podemos definir lo accesorio (¿hay calidad de la democracia en México?) si no definimos lo principal (¿hay democracia en México?). Esa es la primera pregunta, luego vemos su relativa calidad. Huelga decir que esta convocatoria es sumamente oportuna porque estamos asistiendo a un fenómeno de degradación política creciente.
Hay muchos politólogos y hombres públicos en México que sostenemos, de manera a veces poco rotunda, que no hemos instaurado todavía la democracia en México. Ciertamente, hemos logrado un salto cualitativo, en alguna medida un salto histórico. México es un país en el que nunca se respetó cabalmente el sufragio; un país que nace con la tarea del sufragio electoral desde 1828, la primera elección constitucional. Y el gran sueño previo a Madero, del sufragio efectivo, fue siempre muy relativo, para decir lo menos. Entonces, el hecho de que en México hayamos conquistado mediante innumerables luchas, negociaciones y presiones para que se transformara radicalmente desde fines de los años ochenta el sistema electoral desde uno totalmente controlado por el gobierno, absolutamente fraudulento —como ocurrió en 1988—, a uno de los mejores y más complejos del mundo, es un salto histórico. El hecho de que hoy los mexicanos tengan más confianza en las elecciones y que hayan funcionado los mecanismos, incluso los jurisdiccionales, es de la mayor importancia.
Esto ha dado como consecuencia un segundo fenómeno: la distribución del poder entre los actores políticos, el llamado pluralismo político. Que los distintos actores, partidos —y no sabemos si el día de mañana los propios ciudadanos—, puedan ocupar cualquier cargo público, significa que hemos arribado a un nuevo mosaico político de la República: cada estado, cada municipio, cada congreso, cada cámara del Congreso de la Unión, puede tener un titular de un diferente partido político. Esa es otra realidad del país. Asimismo, se han reducido los márgenes de represión; ha habido esfuerzos de transpa-
Tengo la impresión de que más que un sistema democrático, estamos viviendo una descentralización del autoritarismo; esto es, que se repartieron los vicios del pasado entre los actores, e incluso suelo hablar de una especie de metástasis de la corrupción que se fue por los conductos linfáticos hasta afectar todos los órdenes políticos del país.
rencia y no se ha alterado la paz pública; es decir, hemos tenido hasta ahora una alternancia de terciopelo. Pero persiste la duda: ¿estamos o no instalados en una sociedad con un régimen democrático? Yo creo que no. Coincido con José Woldenberg en que tuvimos un proyecto compartido para hacer efectivo el sufragio, pero no un proyecto compartido para construir un nuevo sistema, ni lo tenemos ahora. A un grupo de mexicanos, después de derruir el viejo edificio, de ocupar todas sus habitaciones, nos encargaron hacer los planos de la nueva morada, y aquí estamos cuatro miembros muy destacados de la Comisión Nacional para la Reforma del Estado. Después de mucho trabajo, llegamos con nuestros planos, pero nos dijeron que no había que hacer ningún nuevo edificio. Así fue.
En consecuencia, permanecemos con los restos del pasado. Quienes llegaron al poder no se preocuparon por reformarlo ni por modificar las reglas del juego, sino sólo por ocuparlo, por colonizarlo y por usufructuarlo. No hubo cooperación de los actores y faltaron, por lo tanto, los dos elementos esenciales que en la obra de César Cansino están siempre presentes: la derogación autoritaria y la instauración democrática. En suma, no se construyeron nuevas instituciones que permitieran hacer frente a una realidad absolutamente distinta. Por todo ello, tengo la impresión de que más que un sistema democrático, estamos viviendo una descentralización del autoritarismo; esto es, que se repartieron los vicios del pasado entre los actores, e incluso suelo hablar de una especie de metástasis de la corrupción que se fue por los conductos linfáticos hasta afectar todos los órdenes políticos del país.
Entonces, ¿cómo podemos hablar de calidad de la democracia? Sólo en un sentido tendencial. Si vamos a construir la democracia, hay que construir una democracia de calidad. Esta expresión, “calidad de la democracia”, es nueva en la ciencia política. Presumo que viene de la ciencia organizacional, pues desde hace más de cincuenta años se habla en las empresas de “calidad de la gestión”, de “calidad de la empresa” y luego de “calidad total”. Entonces, aquí hay una analogía válida. El ideal de cualquier sistema es la calidad total o la excelencia, que quiere decir la exaltación y el cumplimiento de los valores que son propios de ese sistema.
Yo clasificaría en tres grandes apartados los valores de la democracia. En primer lugar, los valores propios de la República. Según su acepción convencional, la República es el marco que contiene la pluralidad social, el espacio del consenso. El primer elemento de la República como orden legal consentido por todos es el Estado de Derecho. El Estado de Derecho se funda en la justicia y tiene dos grandes vertientes: la propia de todo Estado y la propia de los Estados democráticos. La propia de todo Estado es la obediencia a la ley; la propia de los Estados democráticos es que la autoridad está obligada al acatamiento de la ley. Los ciudadanos están obligados a acatarla en cualquier tipo de régimen, y en muchos casos les cuesta la vida sin juicio previo (no hay artículo 14 en las dictaduras). El control de los actos del gobierno exige un sistema de rendición de cuentas, mientras que el cumplimiento de los deberes ciudadanos exige la ampliación de la cultura democrática. La República con lleva, además, la idea de igualdad, igualdad frente a la ley e igualdad frente a la sociedad. La República es, por definición, incluyente, laica, imparcial y honorable.
El segundo conjunto de valores está asociado a la idea del Estado, y en particular de la funcionalidad del Estado. En los regímenes autoritarios lo que prevalece como valor es el orden, que es la palabra de los regímenes autoritarios. La palabra de los regímenes democráticos es equilibrio, porque los regímenes democráticos contienen una gran complejidad de actores, cada uno con una esfera propia y jurídicamente protegida de acción. Por otra parte, un sistema democrático tiene que aspirar a ser funcional en la complejidad. El autoritarismo vencerá como valor siempre que la democracia no sea eficaz. Al sufragio efectivo debe suceder el gobierno efectivo: sistema de división de poderes, de formación de mayorías, de representativos estables y que sean el espejo de las grandes corrientes políticas, económicas e ideológicas de una sociedad. Asimismo, la funcionalidad del Estado exige la descentralización territorial de los poderes públicos a través de métodos federalistas, municipalistas, autonómicos y, finalmente, debe ser regida por el principio de la subsidiariedad; es decir, que ninguna autoridad superior ejerza funciones que puedan ser cumplidas por la autoridad más próxima a la población. Pero el Estado no se sostendría sino tuviera un principio de suficiencia. La crisis del Estado latinoamericano es su incapacidad para hacer frente a sus obligaciones esenciales: la imposibilidad material —diría el ministro Cosío—, de que se cumpla el principio de exigibilidad de los derechos sociales; la pérdida de la jurisdicción sobre el territorio y la incapacidad de mantener el orden público en el territorio de un país. La jerga internacional está hablando hoy de Estados exitosos, Estados en transición, Estados fallidos y Estados en descomposición. México está clasificado como un Estado en transición que va que vuela a ser un Estado fallido (les podría mandar el último documento de la Unión Europea que lo acredita suficientemente).
Por último, hay un principio de sustentabilidad del Estado nacional, que significa que un Estado pueda perdurar en el tiempo asegurando el cumplimiento de sus objetivos esenciales. Aquí hay que introducir una idea muy importante: la supranacionalidad: ¿es o no sustentable, en el horizonte del siglo XXI, un Estado aislado en el conjunto de las naciones, o sometido únicamente por vínculos de dependencia? Europa ha probado que, manteniendo cada Estado un margen inmenso de soberanía, la viabilidad del Estado nacional en el futuro tiene una relación directa con la aceptación de estructuras supranacionales.
El tercero y último apartado de valores que definen la calidad de una democracia tiene que ver con la ciudadanía. En última instancia, el Estado democrático es —tomemos o no la metáfora del contrato social— un Estado cuyo sustento y legitimación es la soberanía popular, es decir hasta qué punto la decisión o las decisiones de la población determinan el curso de la acción del Estado. La República es el espacio del consenso; la democracia es la arena de la controversia. Si no hay República, la democracia no puede funcionar. ¿Cómo canalizar la controversia de un modo creativo y que sea legítima expresión de la voluntad de la población? Primero, una ciudadanía de alta intensidad. El pecado de nuestros sistemas caudillistas que se expresan en un presidencialismo trasnochado es la minimización y la pauperización del ciudadano, que ha confiado históricamente su suerte a un salvador de la nación que nunca lo ha salvado de nada. Sin ciudadanía de alta intensidad no hay democracia. Ahí está, quizá, la prueba del ácido de la calidad de la democracia: ciudadanía política, ciudadanía civil, ciudadanía social. La democracia exige claridad y transparencia en las opciones públicas, construcción de agendas políticas viables y representativas de los intereses de la sociedad, para lo que es indispensable un sistema de comunicación democrático. Además de los sistemas representativos, la democracia exige un equilibrio con mecanismos de participación ciudadana en el núcleo de la vida municipal, en la gestión y en la evaluación de los servicios públicos, y en todos los niveles de la actividad social.
Estas son, sintéticamente, algunas de las grandes tareas que tenemos pendientes. Sería bueno establecer, si hablamos de calidad democrática, algunos medidores de la misma. ¿Pero está México hoy en el camino de construir una sociedad democrática o está en el camino de destruirla? Sin ser catastrofista, mucho me temo que nos encontramos en la segunda de las pendientes. Me parecería muy grave para la nación que los dos grandes procesos que han acompañado la transición de un Estado autoritario a una incipiente democracia, se vieran controvertidos y corrompidos por la pasión, por la ideología, por la insensatez o por la concupiscencia. El primero de esos procesos, paralelo a las grandes transiciones europeas en los años setenta, fue la inclusión política de los sectores disidentes, de las ideologías extremistas y, en general, de toda forma de heterodoxia. Tratar hoy de eliminar, por razones que en el fondo son sectarias, no extremos ideológicos sino grandes expresiones del pensamiento y la sensibilidad nacional, sería simplemente una decisión catastrófica. La segunda de las evoluciones democráticas del país, en la cual hemos participado activamente a través de estos años, es el otorgamiento al ciudadano mexicano de su potestad de elegir a sus gobernantes. Si se les priva de su capacidad de escoger se les estará vulnerando su capacidad de elegir. Para concluir, creo que debemos iniciar aquí y ahora, todas las entidades académicas, todos los seres pensantes y responsables de este país, una gran corriente de reflexión crítica que pueda conducirnos a un gran acuerdo nacional para la transición. Nunca creo que sea demasiado tarde. La estabilidad del país, la sobrevivencia del orden constitucional, dependen de un gran movimiento de la conciencia ciudadana.
Diego Valadés: Yo había previsto hacer una rápida revisión de los indicadores que la ciencia política estadounidense, y que son muy útiles para quienes nos dedicamos al derecho constitucional, ha venido elaborando a partir de los años ochenta, y que luego actualizó, en 1996, el Banco Mundial, y en 2004, la OCDE. Desde luego, en los tres casos la orientación dominante ha sido, en primer lugar, hacia la cuantificación, hacia la medición de los elementos que pueden indicar la calidad de la democracia, y en segundo lugar, también ha habido una significativa orientación para dar un peso particularmente dominante a los temas de naturaleza económica o que tienen impacto en la economía.
Por mi parte, yo también he venido desarrollando mis propios indicadores, digamos adecuándolos, para ver cuál es la posibilidad de adaptar algunos mecanismos o instrumentos de medición en un Estado constitucional como el nuestro. De esto pensaba hablar con ustedes, pero cambié de opinión porque justamente quiero aprovechar cuanto se ha dicho. En particular, quiero adoptar el esquema de cinco indicadores de calidad de la democracia aportado por Leonardo Morlino y sintetizado por César Cansino para intentar evaluar la democracia en México.
En primer lugar, por lo que se refiere a los derechos y su ampliación, es el aspecto en el que al parecer estamos más desarrollados en el país. A ello ha contribuido decisivamente la acción del Poder Judicial Federal, fundamentalmente, y también de los órganos que coadyuvan en la tutela de los derechos fundamentales, como son las diferentes comisiones de derechos humanos. Es evidente que el país ha hecho un gran esfuerzo en la materia, y en los resultados debemos valorar también que tenemos —como decía Muñoz Ledo—, una ciudadanía de alta intensidad, que no sólo ha proyectado su acción en el orden de la democracia electoral, sino que también lo ha hecho en el orden de la defensa de los derechos fundamentales. De los cinco rubros del esquema de Morlino, si en alguno se pudiera poner una alta calificación, sería precisamente en éste.
En segundo lugar, por lo que se refiere a la progresiva ampliación de una mayor igualdad política, social y económica, las cifras que se dan son tristes o alegres. Las tristes son ciertas y las alegres ficticias. Las tristes y ciertas es que tenemos un país con un 50 por ciento de pobres, con un precario acceso a la justicia y, por supuesto, con un mínimo acceso a la riqueza. Las cifras alegres que se dan y que son ficticias, se refieren a la disminución de la pobreza. Ciertamente han bajado mucho las cifras de pobreza, entre otras cosas porque hemos exportado pobres a Estados Unidos y ya no los tenemos en la contabilidad mexicana. Pero además estamos exportando personas que salen del marginalismo económico al marginalismo social en el país vecino. De suerte que nuestra contribución a la miseria es una contribución asidua, constante e infatigable. En este punto nuestra calificación es reprobatoria.
En tercer lugar, por lo que respecta al Estado de Derecho, lo que concierne a la acción del Poder Judicial tiene una calificación óptima, pero en el Poder Judicial Federal, pues subsisten graves asimetrías en el país en los poderes judiciales en las entidades federativas. En el orden del Estado de Derecho, vivimos en un sistema dual, porque tenemos un nivel de profesionalismo, de receptividad y de tramitación expedita y objetiva de los problemas, como es el Poder Judicial Federal, y nos encontramos que la situación en los ámbitos estatales es variopinta: desde tribunales de excelencia hasta aquellos que son todavía víctimas del tratamiento caciquil de los gobernantes que padecen. De manera que somos ciudadanos duales que podemos tener defendidos adecuadamente nuestros derechos ante la justicia federal, pero después de que han sido estropeados por la justicia local. En casi la mitad de los poderes judiciales del país, por ejemplo, no hay consejos de la judicatura, que son los órganos de administración de los poderes judiciales. Entonces, en este rubro también estaríamos reprobados.
Pero en este rubro sobre el Estado de Derecho, el poder también tiene que ser un poder desconcentrado, como apunto muy bien Muñoz Ledo. Pero en el país tenemos una concentración extrema en el orden constitucional, y se reproduce en el orden fáctico de la política, de suerte que ahora que se ha perdido el centralismo político que convertía al presidente de la República en el jefe de los gobernadores, y los gobernadores se han convertido también —no todos, por supuesto— en nuevos barones titulares de feudos políticos. Y si antes el dedazo se daba en cuanto al presidente por el presidente que salía, y los mini dedazos con relación a los gobernadores que entraban, ahora los gobernadores salientes han reivindicado para sí lo que antes era el derecho de los presidentes, o sea el de dejar sucesor. Esto nos hace pensar que también en este punto estamos reprobados.
Otro aspecto delicado de nuestro Estado de Derecho es que seguimos usando el terror fiscal y la amenaza del Ministerio Público. Éste es un órgano de coacción que depende de los jefes de gobierno federal o estatales, y la coacción fiscales una tributo que depende de los órganos gubernamentales federal o local. Son muchos los particulares que cuando han presentado opiniones disidentes ya no son reprimidos en el orden político ni golpeados, no se ven afectados sus derechos humanos, pero ahora simplemente se les mandan auditorías. Ese es otro déficit de nuestro Estado de Derecho. También en ese rubro estamos reprobados.
En cuarto lugar, por lo que respecta a la rendición de cuentas, los ciudadanos no tenemos todavía en México control sobre nuestros representantes. De hecho, nuestro sistema político no es de representación política, no es un sistema representativo, sino un sistema de gestión, porque quienes actúan en nuestro nombre no son responsables ante nosotros. En Gran Bretaña, por poner un ejemplo, se acuñó desde la Edad Media el aforismo King do not wrong (el Rey no se equivoca). Claro, avanzaron las instituciones británicas y hoy la reina tampoco se equivoca, pero hay una diferencia entre la reina inglesa del siglo XXI y los reyes ingleses del siglo XIV: la reina es hoy jefa de Estado pero no jefa de gobierno. En México podemos decir también—perdonen el anglicismo— The President do not wrong (el presidente nunca se equivoca), porque si se equivoca es como si no se hubiera equivocado: no le pasa nada. Nada más que la diferencia es que el presidente de México no se parece a la reina británica del siglo XXI, sino al rey inglés del siglo XIV, porque es jefe de Estado y jefe de gobierno. Por lo tanto, hay inmunidad para el jefe de gobierno, no hay control; luego entonces, estamos reprobados.
Finalmente, por lo que respecta a la reciprocidad o capacidad de respuesta de las instituciones, las cosas tampoco son muy halagüeñas.Ciertamente, ya estamos en la era de la transparencia y en teoría podemos saber todo lo que las dependencias gubernamentales hacen con nuestros impuestos, pero no podemos saber todavía lo que hacen con nuestros impuestos los partidos políticos. Ahí no hay transparencia. Entonces, resulta que los órganos de intermediación entre nosotros los ciudadanos y los órganos del poder, no son accesibles a nuestro escrutinio. Estamos reprobados.
Hemos visto cómo en el país se desarrollan precampañas —el ministro Cossío hizo referencia a este tema—, y vemos cómo muchos políticos han hecho campañas millonarias en los horarios triple A. Bueno, ¿de dónde sacan esos señores el dinero y por qué no nos dicen cuáles son sus fuentes de riqueza que les están permitiendo hacer estas precampañas? Al no existir una disposición que los obligue a declarar cuál es el origen de los dineros, pues están haciendo lo que les place. Estamos reprobados.
Y en cuanto a los partidos políticos y sus alianzas peculiares, hemos visto todo tipo de combinaciones. Ha habido elecciones donde el partido A y el partido B se aliaron para combatir al partido C; pero al mismo tiempo, el A y el C se aliaron en otra selecciones para combatir al B, y en otros el B y el C, para combatir al A. Eso puede no ser ilegal, pero en cualquier parte sería inmoral, también entre nosotros. Estamos reprobados. César Cansino: México ha vivido un largo proceso de transición democrática que tuvo en la alternancia política del 2000 su principal punto de inflexión. Con la alternancia, México dejó atrás más de setenta años de hegemonía de un solo partido que prácticamente ocupó todos los espacios del poder público. Sin embargo, la alternancia como constatación del avance de un nuevo pluralismo partidista en el país y de la afirmación de nuevos equilibrios y reglas para la competencia democrática, venía presentándose tiempo atrás en varios estados y municipios.
En efecto, desde que la oposición ganó su primera gubernatura en 1989 hasta la fecha, tres partidos mayoritarios se han venido sucediendo en el poder de los distintos estados de la federación, pintando el mapa político del país de varios colores. A ello hay que sumar el ascenso vertiginoso de la pluralidad política en prácticamente todo el país, al grado de que la figura de “gobierno dividido” se ha multiplicado en todas partes. Lo mismo puede decirse de estados donde un partido puede ocupar la gubernatura pero donde otros ocupan las presidencias municipales de las ciudades de más peso en la propia entidad. Finalmente, también en muchas localidades se han dado alianzas políticas entre los partidos, por lo que tenemos “gobiernos de coalición”. Desde finales de los años ochenta podemos observar todas las combinaciones posibles en una democracia presidencialista en lo que al reparto del poder se refiere. Con la democratización ha terminado por imponerse un pluralismo efectivo y una idea más clara entre los ciudadanos de lo que supone la representación política y el valor del sufragio. Claro está que falta mucho por hacer y por avanzar para aproximarnos siquiera a las condiciones mínimas de una democracia consolidada, empezando por el establecimiento de nuevas reglas que hagan tabla rasa de una vez por todas de las reglas autoritarias del pasado, cuya pervivencia en el nuevo régimen post autoritario no sólo son contradictorias con la dinámica de una democracia, sino que la inhiben y ponen en peligro. En suma, falta una reforma del Estado y un nuevo pacto fundacional que ponga al día todo nuestro entramado institucional en clave democrática.
Quizá por ello, es decir por la ausencia de reformas institucionales que den cuerpo, coherencia y rumbo a nuestra transición democrática, se ha impuesto en amplios sectores de la población una sensación de desánimo o hasta de escepticismo sobre los alcances de la propia alternancia política.
Más allá de las percepciones, una cosa es cierta: la alternancia por sí sola no ha bastado para afirmar y asentar un arreglo democrático en el país, por más que el pluralismo sea el signo de los nuevos tiempos. En efecto, sin un rediseño institucional profundo de todo nuestro entramado normativo, es decir una reforma constitucional, no sólo nuestra incipiente democracia estará amenazada permanentemente, sino que puede albergar en su seno inercias autoritarias absolutamente incompatibles con la lógica de funcionamiento de cualquier democracia: discrecionalidad en las decisiones, abusos de autoridad, centralismo desmedido, corrupción ilimitada, ausencia real de pesos y contrapesos, ineficacia, etcétera. Por todo ello, resulta interesante investigar hasta qué punto realmente la alternancia política, ahí donde se ha presentado, ha sido un factor decisivo para la transformación de la política en los ámbitos estatales, asumiendo que el reemplazo de cualquier poder hegemónico, en este caso un partido gobernante, por un nuevo pluralismo acompañado de alternancia, con lleva necesariamente a situaciones inéditas de ejercicio del poder en teoría incompatibles con las prácticas autoritarias del pasado.
En efecto, en este punto la lógica sugiere que la alternancia política desde un régimen de partido hegemónico se traduce invariablemente en transformaciones en el ejercicio del poder, es decir, en las formas de tomar decisiones, en las interacciones del gobierno con los demás poderes y actores políticos, en el apego a las reglas escritas, en la rendición de cuentas, en la comunicación social, en el
Tal parece que la transición mexicana llegó a un punto en el que ya no puede avanzar a menos que se introduzcan cirugías mayores en el andamiaje institucional y normativo vigente.
uso de los recursos públicos, en la profesionalización del sector público y en un interminable número de aspectos. En algún sentido, con la alternancia y el pluralismo la política se desintoxica de los usos y las costumbres largamente dominantes en el pasado y comienzan a emerger lógicas de acción gubernamentales más acordes
Concibo entonces una sociedad en la que todos, mirando a la ley como obra suya, la amen y se sometan a ella sin esfuerzo; en la que, al considerarse a la autoridad del gobierno como cosa necesaria y no como divina, el respeto que se otorgue al jefe del Estado no constituya una pasión, sino un sentimiento razonado y tranquilo, gozando cada uno de sus derechos y seguro de conservarlos, se establecería entre todas las clases una confianza viril y una especie de condescendencia recíproca tan distante del orgullo como de la bajeza. Conocedor de sus verdaderos intereses, el pueblo comprendería que para aprovechar los bienes de la sociedad hay que someterse a sus cargas. La asociación libre de ciudadanos vendría a reemplazar entonces al poder individual de los nobles y el Estado se hallaría al abrigo de la tiranía y de la licencia. Sé que en un estado democrático así constituido la sociedad no permanecerá inmóvil, pero los movimientos del cuerpo social podrán ser regulados y progresivos; si se halla ahí menos brillo que en el seno de una aristocracia, también se encontrará en ella menos miseria. los placeres serán más limitados y el bienestar más general, las ciencias menos profundas, pero más rara la ignorancia; los sentimientos menos enérgicos y las costumbres más dulces; se observarán más vicios, pero menos crímenes a las normales y cotidianas en las democracias.
A este proceso inherente a la alternancia de reconversión de las prácticas políticas, de inclusión real o simbólica de la nueva pluralidad en el ejercicio público, de configuración de nuevos pesos y contrapesos políticos, bien puede llamársele “oxigenación política”. En efecto, un aparato de poder anquilosado por la ausencia de cambios y desafíos, dominado por prácticas consuetudinarias inamovibles heredadas de una generación a otra, de un gobierno a otro, de un cacique a otro, se ve de pronto sacudido por nuevos aires políticos que van poco a poco ocupando y sustituyendo los espacios de poder antes incólumes y aireando las viciadas prácticas del pasado.
Sin embargo, para el caso de México, todo indica que este proceso de oxigenación no ha avanzado más allá de las muchas expectativas que en un momento se crearon al respecto. En efecto, al no ir acompañada la alternancia política de modificaciones drásticas en el ordenamiento institucional y normativo vigente, la supuesta oxigenación de la política que conlleva termina contaminándose de las viejas prácticas e inercias autoritarias que aparecen y reaparecen protegidas por leyes e instituciones que las siguen cobijando. De ahí que la alternancia termina pervirtiéndose o asfixiándose sin siquiera haber podido desarrollar lógicas de gobierno alternativas medianamente virtuosas.
Tal parece que la transición mexicana llegó a un punto en el que ya no puede avanzar a menos que se introduzcan cirugías mayores en el andamiaje institucional y normativo vigente. Si se aspira a consolidar la democracia en México, ese desenlace sería simplemente imposible con lo que hay. Ni la alternancia, ni el nuevo pluralismo, ni el entusiasmo por las transformaciones de los últimos años han sido suficientes para erradicar las inercias autoritarias del pasado, los usos y las prácticas del viejo régimen priista, los cuales aparecen y reaparecen gracias a los vericuetos y opacidades legales que los propician y alientan.
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Como “la palabra se cumple”, VAAA. Coincido totalmente con Porfirio Muñoz Ledo, la democracia en realidad nunca se instaló en México; simple y llanamente hubo un intento de crear los mecanismos para asegurar la supuesta “efectividad” del sufragio. Sin embargo, tal y como lo experimentamos el 2 de Julio de 2006, estas “graciosas” concesiones fueron solo espejismos en el paisaje desértico, que es la incipiente “Democracia a la Mexicana”.
Con todas sus imperfecciones, los procesos democráticos alrededor del mundo son fácilmente identificables. A la mayoría de los Mexicanos se les vendió la idea de que habíamos arribado por fin a la modernidad, y por ende, gozaríamos de los “lujos” de los países más desarrollados del mundo, entre ellos, la libertad de elegir a nuestros gobernantes. A la distancia, lo que el análisis crítico nos muestra es que las elecciones de 1994 y 2000 fueron sólo concesiones porque así convenían a los grandes intereses, principalmente económicos, que son los que verdaderamente gobiernan la República Mexicana. Basta con apuntar que en el ’94 un mediocre con suerte se sienta en la silla presidencial sin proponérselo; en sentido estricto con la revelación de que el chaparrillo, peloncillo había pasado la charola entre los empresarios Regiomontanos, era razón suficiente para anular esa candidatura. Caso parecido tenemos en el año 2000, el caso del oscuro financiamiento desde el exterior controlado por un grupo de delincuentes electorales llamados “Amigos de Fox”, y que fue destapado por el JACKO a unos días de que se llevaran a cabo las elecciones, supondría otra anulación de un candidato presidencial. Como los Mexicanos estamos más que versados en los conceptos básicos de lo que significa una Democracia, consideramos tales resbalones “pecata minuta”.
Hace menos de una semana platicaba con un estudiante Africano que estudia las condiciones básicas para que sea instalada una Democracia. El nació en Malawi, pero actualmente vive y trabaja en Noruega, a donde va a regresar en cuanto terminen sus estudios; por lo que entiende bien las diferencias entre una democracia bien establecida de las más desarrolladas del mundo y una en construcción. Me comentaba que para entender el andamiaje básico de una democracia, debemos también diferenciar entre los diferentes tipos de democracias, por ejemplo entre la Democracia Liberal y la Social Democracia. Una y otra tienen diferentes mecanismos por los que intentan acceder a los espacios de poder y desde ahí comenzar las transformaciones necesarias de acuerdo a su ideología. Como planeo traerles más tarde estos conceptos solo me detendré un poco en comentarles que las Democracias Sociales pretenden los cambios empezando desde abajo desde lo que en el idioma inglés es llamado Grassroots; por cierto un proceso muy conocido y mentado para los que hemos seguido el movimiento Zapatista en México. Ahora, su plática enriqueció mis percepciones, más noté dos debilidades en lo que me expresaba. Primero, tuve que recordarle el caso Estadunidense que algunos analistas llaman Corporate Democracy, que básicamente consiste en que las grandes transnacionales cabildean para dirigir las elecciones en ese país. Hace ya un rato ví un documental sobre el tema en PBS (Public Broadcasting System, que por cierto, los Republicanos poco a poco quieren desaparecer de los EUA, reduciéndole su presupuesto. ¿Porqué será, tú?). En el segundo error algunos progresistas caen frecuentemente, que es traicionar sus convicciones y doblegarse ante cualquier guiño de ojo$$$. Al final parece que este Africano se había decidido por el camino más fácil, que es intentar las transformaciones desde arriba, en lugar del abajo y a la izquierda Zapatista.
Actualmente, cuando los imperialistas pensaban que con la jerga de la Globalización era suficiente para homogeneizarnos o aniquilarnos, e instalar un gobierno mundial; dos grandes movimientos se abren paso en la geografía mundial. Así, identificamos una marea izquierdosa en muchas partes de Latinoamérica (que es lo que pretendíamos en México), principalmente en el cono Sur; y un movimiento conservador (Bulldozer Facho) en algunas regiones de Europa, por ejemplo. La gran diferencia entre uno y otro es que, por su propia esencia, la marea es viscosa, y por lo tanto, maleable; en tanto que el tanque derechista es sólido en su estructura y muy renuente al más mínimo cambio. Como estos virajes han sido vertiginosos, y los bloques regionales se están definiendo, es momento que decidamos nuestro futuro como nación. El movimiento globalizador está moribundo, sólo le falta la estocada final. Ese sistema de explotación descarado de la mayoría por una minoría pudiente y parasitaria debe ser desmantelado a la brevedad si es que deseamos sobrevivir.
Una cosa es cierta: mientras existan condiciones atroces de desigualdad, es imposible hablar de democracias. Es inconcebible que los países Escandinavos imaginen siquiera que en sus países contaran con uno de los hombres más ricos del mundo mientras el 50% de la población vive por debajo de los niveles de pobreza. Este es un buen caso, Carlos Slim no es un self-made man ni nada que se le parezca. En el sexenio en que ibamos a llegar al primer mundo, el súper estadista que tuvimos como presidente, le dio todas las ventajas para que se convirtiera en un hiper millonario. Sin embargo, si es que ha llegado a la top list de los más ricos del planeta no es por su brillantez de pensamiento (caso contrario al oráculo de Omaha) sino por los incentivos fiscales que así lo permiten en México. Échense un clavado y comparen los impuestos que pagan en sus respectivos países los tres más ricachones del mundo. Seguramente notarán ustedes el porqué ahora Slim se acerca peligrosamente a ser coronado rey en la lista de Forbes. En países como el nuestro lo que menos desean los del gran billete es una democracia, por ello, casi sin excepción, todos los de arriba, apoyaron sin reserva alguna la campaña sucia mediática antes de la jornada electoral del 2 de Julio de 2006.
El fin de semana pasado platicaba con un cuate Danés. Al preguntarme sobre las condiciones en general en México, inevitablemente tuvimos que llegar a las comparaciones entre su país y el nuestro. Al retroalimentarnos sobre la escalada de violencia en parte gracias al gobierno Republicano en los EUA, coincidimos en que durante gobiernos conservadores siempre hay retrocesos en las condiciones de vida de los ciudadanos en general. Este amigo me comentaba sobre la experiencia Danesa durante este tipo de gobiernos derechistas, y la forma de sacudirse de ellos. Habiendo crecido en una sociedad progresista me platicaba que la vía electoral siempre es una forma de castigar el descontento; en lo que coincido totalmente. Sin embargo, me costó trabajo explicarle que hay cosas inaceptables que no serían permitidas en las democracias establecidas, como eso de que, el cuñado de uno de los candidatos, sea socio de la empresa que tiene el contrato para contar “digitalmente” los votos de tu elección. El me decía que, hasta hoy, el sistema de conteo en Dinamarca es manual, y que además, si alguien es pillado en una trapacería (ya ven que ahora tenemos que hablar con el Español Penínsular) las penas son durísimas. A una persona que fue lo que nosotros llamaríamos funcionario de casilla se le encontró modificando las actas. A este “delincuente electoral” se le aplicaron 20 años de cárcel. Así es, 20 años por lo que, a lo mejor algunos de los magistrados de la Suprema Corte, considerarían un “errorcillo”.
Hace casi exactamente 13 años que visité “conscientemente” Ciudad Universitaria para presentar el examen de admisión para cursar la Maestría en Ingeniería Hidráulica. Antes de entrar al salón donde iba a llevarse a cabo, andaba bobeando como es mi costumbre. Una fotocopia a un artículo de una de las revistas científicas de prestigio llamó mi atención. Trataba de racionalizar la conveniencia de aplicar la discriminación intelectual. Realmente como creo que todo el ser humano puede desarrollar lo mejor de sus potencialidades si se le dan las condiciones adecuadas, hasta el día de hoy, no comulgo con esos pensamientos. Recuerdo también que en 2002 antes de venir a Inglaterra, estaba viendo TV UNAM en Cuernavaca; en un programa entrevistaban a un joven que había hecho un doctorado en el extranjero, este con mucha humildad reconocía que a veces la vida es injusta, ya que había tenido como condiscípulo en la primaria a un niño realmente brillante pero que la muerte de uno de los padres lo había orillado a hacerse cargo del negocio familiar, truncando entonces su formación escolar. En democracias desarrolladas las desgracias familiares, y por lo tanto económicas, no detienen necesariamente la formación de sus ciudadanos.
Sin embargo, como ya lo hemos abordado en el blog, hay faros que nos guían en nuestras travesías. Tales personas sólo lo pueden lograr después de un arduo entrenamiento. Muy pocos, a pesar de ello, conjuntan erudición y compromiso social; he ahí una de las grandes diferencias entre los intelectuales orgánicos y los gigantes de la izquierda; para la mayoría de estos últimos la vida pública esta estrechamente ligada con las causas de los sectores más desfavorecidos. Es por ello, que el intelectual de izquierda debe preparar a aquellos que no conocen los requisitos básicos de una democracia, como los que nos explican con mucha atingencia los miembros de este panel. Por supuesto, que el ciudadano común y corriente tiene el derecho de informarse acerca de sus derechos básicos en el país, pero es verdad que este proceso de aprendizaje es acelerado si lo conocemos de primera mano por quienes diariamente tienen que lidiar con ellos.
Hay varios supuestos en este artículo que se daban por hecho después de la elección del 2000 y que fueron pulverizados, sobre a partir del 3 de Julio de 2006. Como eso de la probidad, pero sobre todo independencia del Poder Judicial Federal, específicamente la Suprema Corte. Ahora sabemos que las condiciones básicas de la Democracia en México fueron vilmente prostituidas, y que el dinero manda en todos los niveles. Ustedes lo van a observar muy pronto; esos cambios en los “mandos” de la AFI y la PFP son cosméticos, los verdaderos hampones son sus jefes que son los que transan con la delincuencia organizada. Ya se los dije, ¡cómo quisiera que en México tuvieramos un John Perkins o un David Kelly! De tal manera que supieramos con toda claridad quienes tienen realmente al país en vilo. Sueños guajiros, comp@s.
Mientras tanto, no se olviden que el objetivo final de todo este movimiento PACIFICO es tirar lo que no solo es ajeno, sino además es ilegal. Solo entonces podremos refundar el Estado Mexicano e instalar La Democracia desde cero.
M@rconteo-ciudadano;
Norwich, G(ran) B(oleta Electoral);
P.D.ADORMILADA. "...I'm gonna start a REVOLUTION from my BED..." - Don't look back in ANGER (Oasis).
P.D.CHISTINA. "...CREO...en mis tonterías para hacer tu RISA estallar..." - Lucha de GIGANTES (Nacha Pop).
P.D.CARDIACA. "...para que no vean con los OJOS y entiendan con el CORAZON..." - Juan 12:40 (Cipriano de Valera, 1569).
... a successful cancer treatment.
http://www.pbs.org/wgbh/pages/frontline/shows/architect/rove/
The mastermind
http://www.democracynow.org/article.pl?sid=06/11/24/1442258
Howard Zinn on The Uses of History and the War on Terrorism
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