De todas las expectativas depositadas desde el año 2000 en las (dos) administraciones del Partido de Acción Nacional, la más compleja, sinuosa y probablemente fundamental fue –y sigue siendo– la de llevar el orden político y legal del país a los umbrales de lo que en los últimos años se ha dado en llamar el estado de derecho. De la creación o no de este orden jurídico e institucional depende, en rigor, la viabilidad de transformar a la sociedad mexicana en un orden efectivamente nuevo: un orden en el que la ley y las instituciones que vigilan su ejercicio normen y regulen las relaciones que establece la ciudadanía consigo misma y, sobre todo, las que rigen los patios interiores del poder.
El concepto de estado de derecho es antiguo. Se remonta al siglo XIX, a la aparición de las primeras repúblicas soberanas modernas. Desde sus orígenes, su propósito central fue el de establecer una sociedad que se rigiese no por los dictados de un soberano, ni por las necesidades o necedades de poderes factuales, sino por la regulación de los conflictos por medio de las normas que la misma sociedad estipula para sí. Aquí el término sociedad es ambiguo. Denota al menos dos esferas. Una, la de las relaciones que establece la ciudadanía con el poder y, viceversa, el poder con la ciudadanía. La otra, que es la crucial de ese concepto, la idea de un régimen jurídico que permitiese poder vigilar al mismo poder.
No es difícil imaginar que un Estado sea capaz de imponer cierta conciencia jurídica en su ciudadanía. Ha sucedido a lo largo de toda la historia moderna en latitudes tan disímbolas como Europa occidental en el siglo XVIII, Estados Unidos en el siglo XIX o Japón y Singapur en el siglo XX. Lo que cuesta trabajo imaginar es la formación de una estructura jurídica que permita aplicar la ley sobre quienes la violan con más frecuencia: aquellos que detentan las principales formas del poder económico, político o ideológico. Esta es, por decirlo de una manera un poco antigua, la esencia del concepto de Estado de derecho.
En México los usos del término han variado desde los años 90, en que aparece con cierta fuerza en la opinión pública. No es casual que su emergencia sea paralela a las demandas de la democratización política. A diferencia del viejo sistema autoritario que hacía pender sus decisiones fundamentales sobre una Presidencia casi omnímoda, la apertura de los 90 trajo consigo la pregunta de quién y cómo iba a regular un orden de presencias y decisiones plurales. La ausencia de un estado de derecho en México es atribuida con facilidad (y suma superficialidad) a una supuesta falta de conciencia ciudadana de la sociedad. Nada más banal. Ahí donde el poder no se rige por las normas del derecho, lo último que podría suceder es que la ciudadanía sí lo hiciera.
Lo que asombra en las administraciones panistas que rigen el país desde el año 2000 es su indiferente desapego frente a esta tarea. En rigor, ninguno de los funcionarios principales de esas administraciones que se ha visto sometido a escándalos de corrupción, abuso de autoridad o tráfico de influencias ha recibido el mínimo aviso de que la justicia podría estar interesada en su caso. De las denuncias que se han hecho contra Vicente Fox, las más ingenuas bastarían para que la PGR por lo menos se asomara a sus bolsillos o a su cuenta de bienes. Lo mismo se puede decir de los hijos de Marta Sahgún, del antiguo gobernador de Morelos y de tantos otros prohombres y promujeres del panismo.
Durante los larguísimos sexenios en que el PRI ejercía su dominio, la costumbre era que los nuevos gobernantes emprendían un ajuste de cuentas con los que se iban. Carlos Salinas de Gortari vio cómo su hermano Raúl fue juzgado y encarcelado por su sucesor, Ernesto Zedillo, como Miguel de la Madrid lo hizo con varios de los funcionarios clave de la administración de López Portillo. Y a éste no le tembló la mano a la hora de enviar a prisión a un puñado de políticos echeverristas. Los sociólogos llegaron a llamar a este sacrificio público un ritual destinado a reanimar las esperanzas en los nuevos gobernantes que el sexenio previo había dispendiado.
Nada similar ha sucedido desde el año 2000. El principio de complicidad que ata al PAN al poder nacional es, por lo visto, mucho más preciso y riguroso que el que llegó a ejercer el PRI en cualquier momento. El dilema es, por suerte, el enorme desgaste que traen consigo para la administración actual las cuentas pendientes de las administraciones pasadas.
En los últimos años, la idea del estado de derecho pasó de ser una asignatura pendiente, como se le decía en el 2000, al estatuto de utopías que guardaba en el siglo XX. Sólo que ahora bajo circunstancias hipotéticamente democráticas.
El concepto de estado de derecho es antiguo. Se remonta al siglo XIX, a la aparición de las primeras repúblicas soberanas modernas. Desde sus orígenes, su propósito central fue el de establecer una sociedad que se rigiese no por los dictados de un soberano, ni por las necesidades o necedades de poderes factuales, sino por la regulación de los conflictos por medio de las normas que la misma sociedad estipula para sí. Aquí el término sociedad es ambiguo. Denota al menos dos esferas. Una, la de las relaciones que establece la ciudadanía con el poder y, viceversa, el poder con la ciudadanía. La otra, que es la crucial de ese concepto, la idea de un régimen jurídico que permitiese poder vigilar al mismo poder.
No es difícil imaginar que un Estado sea capaz de imponer cierta conciencia jurídica en su ciudadanía. Ha sucedido a lo largo de toda la historia moderna en latitudes tan disímbolas como Europa occidental en el siglo XVIII, Estados Unidos en el siglo XIX o Japón y Singapur en el siglo XX. Lo que cuesta trabajo imaginar es la formación de una estructura jurídica que permita aplicar la ley sobre quienes la violan con más frecuencia: aquellos que detentan las principales formas del poder económico, político o ideológico. Esta es, por decirlo de una manera un poco antigua, la esencia del concepto de Estado de derecho.
En México los usos del término han variado desde los años 90, en que aparece con cierta fuerza en la opinión pública. No es casual que su emergencia sea paralela a las demandas de la democratización política. A diferencia del viejo sistema autoritario que hacía pender sus decisiones fundamentales sobre una Presidencia casi omnímoda, la apertura de los 90 trajo consigo la pregunta de quién y cómo iba a regular un orden de presencias y decisiones plurales. La ausencia de un estado de derecho en México es atribuida con facilidad (y suma superficialidad) a una supuesta falta de conciencia ciudadana de la sociedad. Nada más banal. Ahí donde el poder no se rige por las normas del derecho, lo último que podría suceder es que la ciudadanía sí lo hiciera.
Lo que asombra en las administraciones panistas que rigen el país desde el año 2000 es su indiferente desapego frente a esta tarea. En rigor, ninguno de los funcionarios principales de esas administraciones que se ha visto sometido a escándalos de corrupción, abuso de autoridad o tráfico de influencias ha recibido el mínimo aviso de que la justicia podría estar interesada en su caso. De las denuncias que se han hecho contra Vicente Fox, las más ingenuas bastarían para que la PGR por lo menos se asomara a sus bolsillos o a su cuenta de bienes. Lo mismo se puede decir de los hijos de Marta Sahgún, del antiguo gobernador de Morelos y de tantos otros prohombres y promujeres del panismo.
Durante los larguísimos sexenios en que el PRI ejercía su dominio, la costumbre era que los nuevos gobernantes emprendían un ajuste de cuentas con los que se iban. Carlos Salinas de Gortari vio cómo su hermano Raúl fue juzgado y encarcelado por su sucesor, Ernesto Zedillo, como Miguel de la Madrid lo hizo con varios de los funcionarios clave de la administración de López Portillo. Y a éste no le tembló la mano a la hora de enviar a prisión a un puñado de políticos echeverristas. Los sociólogos llegaron a llamar a este sacrificio público un ritual destinado a reanimar las esperanzas en los nuevos gobernantes que el sexenio previo había dispendiado.
Nada similar ha sucedido desde el año 2000. El principio de complicidad que ata al PAN al poder nacional es, por lo visto, mucho más preciso y riguroso que el que llegó a ejercer el PRI en cualquier momento. El dilema es, por suerte, el enorme desgaste que traen consigo para la administración actual las cuentas pendientes de las administraciones pasadas.
En los últimos años, la idea del estado de derecho pasó de ser una asignatura pendiente, como se le decía en el 2000, al estatuto de utopías que guardaba en el siglo XX. Sólo que ahora bajo circunstancias hipotéticamente democráticas.
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