Wednesday, February 06, 2008


Naomi Klein
naomiklein.org/

Traducido para Rebelión por S. Seguí

La agencia de calificación Moody’s asegura que la clave para resolver los problemas económicos de Estados Unidos está en la drástica reducción de los desembolsos de la seguridad social. La National Association of Manufacturers (Asociación National de Fabricantes, patronal) afirma que la receta consiste en que el Gobierno federal acepte la “lista de la compra” de esta organización en la que se prescriben nuevos recortes fiscales. Para la publicación Investor's Business Daily el permiso para realizar prospecciones petrolíferas en la Arctic National Wildlife Refuge (Reserva natural ártica de Alaska) constituye “probablemente el estímulo más importante de todos.”

Pero de todos estos cínicos intentos de camuflar como “estímulos económicos” lo que no es sino la apropiación masiva de recursos por parte de los capitalistas, la palma se la lleva Lawrence B. Lindsey, ex asistente del presidente Bush para asuntos económicos y asesor de éste durante la recesión de 2001. El plan de Lindsey consiste en resolver la crisis desatada por la práctica de préstamos fraudulentos mediante una gran ampliación de los créditos de riesgo. “Una de las soluciones más fáciles sería permitir que los fabricantes y distribuidores –en particular, Wal-Mart— abriesen sus propias instituciones financieras, mediante las cuales podrían negociar empréstitos y conceder créditos”, afirmó recientemente Lindsey en un artículo en el Wall Street Journal.

No importa que un número creciente de estadounidenses no puedan hacer frente a los pagos de sus tarjetas de crédito, y tengan que empeñar sus pensiones y perder sus hogares. Si Lindsey se sale con la suya, antes que perder sus ventas, Wal-Mart podría simplemente prestar dinero a sus clientes para que siguieran comprando, convirtiendo así en la práctica a este gigante minorista en una cadena de tiendas a la antigua usanza, a la que los estadounidenses llegarían a deber hasta su alma.

Si esta clase de oportunismo en tiempos de crisis le resulta a usted familiar es porque realmente lo es. En estos últimos cuatro años he investigado un ámbito poco estudiado de la historia económica: la manera como las crisis han allanado el camino para el avance de la revolución económica derechista en todo el planeta. Se produce una crisis, se extiende el pánico y los ideólogos llenan la brecha reorganizando rápidamente las sociedades en interés de los grandes entes corporativos. Es una maniobra que llamo “capitalismo del desastre”.

En ocasiones, los desastres nacionales que han hecho posible esta maniobra han sido hechos tangibles, como guerras, ataques terroristas, desastres naturales. Pero con más frecuencia se ha tratado de crisis económicas: endeudamiento creciente, hiperinflación, choques monetarios, recesiones.

Hace más de una década, el economista Dani Rodrik, entonces en la Universidad de Columbia, estudió las circunstancias en las que los gobiernos habían adoptado políticas librecambistas. Sus conclusiones fueron llamativas: “No ha habido un solo caso significativo de reforma librecambista en un país en desarrollo en la década de 1980 que se haya producido fuera del contexto de una crisis económica grave”. En la década de 1990 se produjo un extraordinario ejemplo de esta tesis: en Rusia, una economía en estado de fusión preparó la escena para una serie de privatizaciones aceleradas. A continuación, la crisis asiática de 1997-1998 abrió las puertas de los “tigres asiáticos” a una avalancha de compras extranjeras, un proceso que el periódico New York Times calificó como “la mayor operación mundial de liquidación por cierre.”

No cabe duda de que, los países en situación desesperada suelen hacer todo lo necesario para conseguir salir del embrollo. Una atmósfera de pánico deja a los políticos con las manos libres para introducir cambios radicales que de otro modo serían demasiado impopulares, como por ejemplo la privatización de servicios esenciales, la reducción de la protección de los trabajadores y la introducción de acuerdos comerciales librecambistas. En una situación de crisis, el debate y el proceso democráticos pueden descartarse con facilidad como lujos inabordables.

Y surge la pregunta: ¿son útiles las políticas librecambistas, presentadas como curas de emergencia, para resolver realmente las crisis a que se enfrentan? Para los ideólogos en cuestión, este asunto no ha tenido la menor importancia. Lo que importa es que, en tanto que táctica política, el capitalismo del desastre funciona. El fallecido economista librecambista Milton Friedman, en su texto de introducción a la edición de 1982 de su libro “Capitalismo y libertad”, articuló sucintamente esta estrategia: “Sólo una crisis, real o supuesta, produce un cambio real. Cuando esta crisis se produce, las acciones que se adopten dependerán de las ideas predominantes. He ahí, creo, nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, y mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se convierta en políticamente inevitable.”

Una década más tarde, John Williamson, importante asesor del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial (y creador de la expresión “consenso de Washington”) fue aún más allá. En una conferencia de creadores de políticas del más alto nivel preguntó si “sería concebible provocar deliberadamente una crisis como medio de eliminar las trabas políticas a las reformas.”

Una y otra vez, el gobierno de Bush ha echado mano de las crisis para eliminar las trabas que le impedían aplicar las partes más radicales de su programa económico. En primer lugar, una recesión proporcionó el pretexto necesario para realizar una serie de drásticas reducciones de impuestos. A continuación, la “guerra contra el terror” fue el inicio de una era de privatizaciones militares y de la seguridad nacional sin precedentes. Más tarde, el huracán Katrina permitió al gobierno dar “vacaciones fiscales”, recortar la legislación laboral, cerrar proyectos de viviendas públicas y transformar Nueva Orleans en un laboratorio de escuelas comunitarias (charter schools), todo ello en nombre de la “reconstrucción” tras el desastre.

Con estos antecedentes, los grupos de presión de Washington pueden razonablemente esperar que el actual temor a la recesión puede provocar una nueva ronda de regalos a las grandes corporaciones. Sin embargo, parece que la opinión pública está cada vez más avisada en relación con estas tácticas del capitalismo del desastre. Es evidente que el paquete de estímulo propuesto, por un valor de 150.000 millones de dólares, es poco más que una reducción de impuestos apenas camuflada, que incluye una nueva serie de “incentivos” empresariales. Pero los demócratas han parado un más ambicioso intento del Partido Republicano de financiar la crisis suprimiendo la reducción de impuestos pero echando mano de los fondos de la seguridad social. Por el momento, parece que la crisis desencadenada por la cerrada negativa a regular los mercados no será “reparada” dando dinero público a Wall Street para que juegue con él.

No obstante, a pesar de su resistencia –a duras penas—, los demócratas de la Cámara de Representantes parecen haber abandonado la idea de ampliar los subsidios de desempleo y de aumentar la financiación de cupones de comida y seguros médicos como parte del paquete de estímulo. Además, no han conseguido en absoluto aprovechar la crisis para proponer soluciones alternativas al statu quo puntuado por las crisis cíclicas, sean éstas medioambientales, sociales o económicas.

El problema no es la falta de ideas “vivas y disponibles”, para utilizar la expresión de Friedman. Hay muchas ideas practicables, desde los servicios de salud de pagador único a la legislación de un salario mínimo vital. Es posible crear cientos de miles de empleos con la reconstrucción de las achacosas infraestructuras públicas y con su transformación en favor del transporte público y las energías renovables. ¿Hay necesidad de fondos de lanzamiento de empresas? Se puede proceder a corregir las escapatorias fiscales que permiten que los gestores de fondos de inversión multimillonarios paguen sólo un 15% de sus beneficios de capital, en lugar del 35% aplicable como impuesto sobre la renta, y a adoptar un impuesto sobre las transacciones internacionales de divisas propuesto hace ya mucho tiempo. ¿Beneficio adicional? Un mercado menos volátil y expuesto a las crisis.

La forma en que se da respuesta a las crisis es siempre altamente política: he aquí una lección que los progresistas parecen haber olvidado. Hay una ironía en todo ello, por cuanto las crisis han dado lugar a algunas de las grandes políticas progresistas de EE UU. En particular, tras el dramático crash de 1929 la izquierda estaba preparaba y disponía de ideas propias: pleno empleo, grandes obras públicas, sindicalización masiva. El sistema de seguridad social que Moody’s desea fervientemente desmantelar fue una respuesta directa a la Gran Depresión.

Cada crisis es una oportunidad, y uno u otro la explotará. La cuestión es la siguiente: ¿va a ser esta confusión un pretexto para transferir aún más riqueza pública a manos privadas, y con ello borrar hasta el último vestigio de Estado del bienestar, siempre en nombre del crecimiento económico? O bien, ¿será este último fracaso de los mercados no reglamentados el catalizador necesario para revivir el espíritu del interés público, y tomar en serio las crisis de nuestro tiempo, desde la creciente desigualdad al calentamiento global y las defectuosos infraestructuras?

Los capitalistas del desastre han estado al timón durante tres décadas. Ha llegado el momento, una vez más, del populismo del desastre.

http://www.naomiklein.org/articles/2008/01/why-right-loves-disaster


Why The Right Loves A Disaster

Moody's, the credit-rating agency, claims the key to solving the United States' economic woes is slashing spending on Social Security. The National Association of Manufacturers says the fix is for the federal government to adopt the organization's wish-list of new tax cuts. For Investor's Business Daily, it is oil drilling in the Arctic National Wildlife Refuge, "perhaps the most important stimulus of all."

But of all the cynical scrambles to package pro-business cash grabs as "economic stimulus," the prize has to go to Lawrence B. Lindsey, formerly President Bush's assistant for economic policy and his advisor during the 2001 recession. Lindsey's plan is to solve a crisis set off by bad lending by extending lots more questionable credit. "One of the easiest things to do would be to allow manufacturers and retailers" -- notably Wal-Mart -- "to open their own financial institutions, through which they could borrow and lend money," he wrote recently in the Wall Street Journal.

Never mind that that an increasing number of Americans are defaulting on their credit card payments, raiding their 401(k) accounts and losing their homes. If Lindsey had his way, Wal-Mart, rather than lose sales, could just loan out money to keep its customers shopping, effectively turning the big-box chain into an old-style company store to which Americans can owe their souls.

If this kind of crisis opportunism feels familiar, it's because it is. Over the last four years, I have been researching a little-explored area of economic history: the way that crises have paved the way for the march of the right-wing economic revolution across the globe. A crisis hits, panic spreads and the ideologues fill the breach, rapidly reengineering societies in the interests of large corporate players. It's a maneuver I call "disaster capitalism."

Sometimes the enabling national disasters have been physical blows to countries: wars, terrorist attacks, natural disasters. More often they have been economic crises: debt spirals, hyperinflation, currency shocks, recessions.

More than a decade ago, economist Dani Rodrik, then at Columbia University, studied the circumstances in which governments adopted free-trade policies. His findings were striking: "No significant case of trade reform in a developing country in the 1980s took place outside the context of a serious economic crisis." The 1990s proved him right in dramatic fashion. In Russia, an economic meltdown set the stage for fire-sale privatizations. Next, the Asian crisis in 1997-98 cracked open the "Asian tigers" to a frenzy of foreign takeovers, a process the New York Times dubbed "the world's biggest going-out-of-business sale."

To be sure, desperate countries will generally do what it takes to get a bailout. An atmosphere of panic also frees the hands of politicians to quickly push through radical changes that would otherwise be too unpopular, such as privatization of essential services, weakening of worker protections and free-trade deals. In a crisis, debate and democratic process can be handily dismissed as unaffordable luxuries.

Do the free-market policies packaged as emergency cures actually fix the crises at hand? For the ideologues involved, that has mattered little. What matters is that, as a political tactic, disaster capitalism works. It was the late free-market economist Milton Friedman, writing in the preface to the 1982 reissue of his manifesto, "Capitalism and Freedom," who articulated the strategy most succinctly. "Only a crisis -- actual or perceived -- produces real change. When that crisis occurs, the actions that are taken depend on the ideas that are lying around. That, I believe, is our basic function: to develop alternatives to existing policies, to keep them alive and available until the politically impossible becomes politically inevitable."

A decade later, John Williamson, a key advisor to the International Monetary Fund and the World Bank (and who coined the phrase "the Washington consensus"), went even further. He asked a conference of top-level policymakers "whether it could conceivably make sense to think of deliberately provoking a crisis so as to remove the political logjam to reform."

Again and again, the Bush administration has seized on crises to break logjams blocking the more radical pieces of its economic agenda. First, a recession provided the excuse for sweeping tax cuts. Next, the "war on terror" ushered in an era of unprecedented military and homeland security privatization. After Hurricane Katrina, the administration handed out tax holidays, rolled back labor standards, closed public housing projects and helped turn New Orleans into a laboratory for charter schools -- all in the name of disaster "reconstruction."

Given this track record, Washington lobbyists had every reason to believe that the current recession fears would provoke a new round of corporate gift-giving. Yet it seems that the public is getting wise to the tactics of disaster capitalism. Sure, the proposed $150-billion economic stimulus package is little more than a dressed-up tax cut, including a new batch of "incentives" to business. But the Democrats nixed the more ambitious GOP attempt to leverage the crisis to lock in the Bush tax cuts and go after Social Security. For the time being, it seems that a crisis created by a dogged refusal to regulate markets will not be "fixed" by giving Wall Street more public money with which to gamble.

Yet while managing (barely) to hold the line, the House Democrats appear to have given up on extending unemployment benefits and increasing funding for food stamps and Medicaid as part of the stimulus package. More important, they are failing utterly to use the crisis to propose alternative solutions to a status quo marked by serial crises, whether environmental, social or economic.

The problem is not a lack of ideas "alive and available" -- to borrow Friedman's phrase. There are plenty available, from single-payer healthcare to legislating a living wage. Hundreds of thousands of jobs can be created by rebuilding the ailing public infrastructure and making it more friendly to public transit and renewable energy. Need start-up funds? Close the loophole that lets billionaire hedge fund managers pay 15% capital gains instead of 35% income tax, and adopt a long-proposed tax on international currency trading. The bonus? A less volatile, crisis-prone market.

The way we respond to crises is always highly political, a lesson progressives appear to have forgotten. There's a historical irony to that: Crises have ushered in some of America's great progressive policies. Most notably, after the dramatic market failure of 1929, the left was ready and waiting with its ideas -- full employment, huge public works, mass union drives. The Social Security system that Moody's is so eager to dismantle was a direct response to the Depression.

Every crisis is an opportunity; someone will exploit it. The question we face is this: Will the current turmoil become an excuse to transfer yet more public wealth into private hands, to wipe out the last vestiges of the welfare state, all in the name of economic growth? Or will this latest failure of unfettered markets be the catalyst that is needed to revive a spirit of public interest, to get serious about the pressing crises of our time, from gaping inequality to global warming to failing infrastructure?

The disaster capitalists have held the reins for three decades. The time has come, once again, for disaster populism.


S. Seguí pertenece a los colectivos de Rebelión y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, el traductor y la fuente.




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