El neoliberalismo no sólo intenta destruir las instancias comunitarias creadas por la modernidad, como la familia, el sindicato, los movimientos sociales y el Estado democrático. Su proyecto de atomización de la sociedad reduce a la persona a la condición de individuo desconectado de la coyuntura sociopolíticoeconómica en la cual se inserta, y lo considera como mero consumidor. También se extiende, por tanto, a la esfera cultural.
Uno de los avances de la modernidad fue, con la llegada de la democracia, reconocer a la persona como sujeto político. Éste pasó a tener, además de deberes, derechos. Dotado de conciencia crítica, se libró de la condición de siervo ciego y dócil a las órdenes de su señor, consciente de que autoridad no es sinónimo de verdad, ni poder sinónimo de razón.
Ahora se busca quitarle a la persona su condición de sujeto. El prototipo de ciudadano liberal es el que se abstiene de cualquier pensamiento crítico y, sobre todo, de participar en instancias comunitarias. Y a esa cultura de abstención voluntaria contribuye de modo especial la televisión.
En sí misma la televisión es un poderoso instrumento de formación e información. Pero puede ser convertido fácilmente en mecanismo de deformación y desinformación, sobre todo si se engancha a la maquinaria publicitaria que rige el mercado. Así, la misma televisión se vuelve un producto para ser consumido y por tanto centrado en el aumento de los índices de audiencia.
Para ello se recurre a todo tipo de estrategias, con tal de los telespectadores se sientan atraídos por las imágenes. El problema es que la ventana electrónica está abierta hacia dentro del núcleo familiar. Es ahí donde ella descarga la profusión de imágenes y alcanza indistintamente a niños y adultos, sin el menor escrúpulo en lo referente al universo de valores de la familia.
Si la televisión transmitiese cultura -todo cuanto mejora nuestra conciencia y nuestro espíritu- sería el más poderoso vehículo de educación. Es verdad que no deja de hacerlo, pero la regla general no son los programas de densidad cultural sino el mero entretenimiento: distrae, divierte y, sobre todo, abre la caja de Pandora de nuestros deseos inconfesables. La imagen que "dice" lo que no nos atrevemos a pronunciar.
Al superar el diálogo entre padres e hijos e imponerse como interlocutora hegemónica dentro del núcleo familiar, la televisión altera las referencias simbólicas fundamentales del siquismo infantil. Es mediante el habla como una generación transmite a otra creencias, valores, nombres propios, megarrelatos, genealogías, ritos, relaciones sociales, etc. Transmite incluso la misma aptitud humana del uso de la palabra, a través del cual se teje nuestra subjetividad y nuestra identidad. Es esa interacción, propiciada por el diálogo oral, cara a cara, como nos educa las relaciones de alteridad, nos hace reconocer el yo delante del Otro, así como las múltiples conexiones que unen a uno con otro, tales como emociones, imágenes provocadas por gestos, expresiones faciales cargadas de sentimientos, etc.
El habla o el diálogo demarcan las referencias fundamentales a nuestro equilibrio síquico, como la identificación del tiempo (ahora) y del espacio (aquí), y de los límites de mi ser en relación a los demás. Si el habla se reduce a una catarata de imágenes que tratan de exacerbar los sentidos, las referencias simbólicas del niño corren peligro. El niño siente la dificultad de construir su universo simbólico, no adquiriendo sentidos de temporalidad e historicidad. Todo se reduce al "aquí y ahora", a la simultaneidad. La misma tecnología que reduce distancias en tiempo real -internet, teléfono celular, etc.- favorece una sensación de ubicuidad: "yo no estoy en ningún lugar porque estoy en todos".
Muchos profesores se quejan de que los alumnos ya no están tan atentos en las clases. Claro, el sueño de ellos sería poder cambiar al profesor de canal… Muchos niños y jóvenes muestran dificultad para expresarse porque no saben oír. Poseen un raciocinio confuso, en el que la lógica resbala frecuentemente en el aluvión de sentimientos contradictorios. Creen, sobre todo, que son inventores de la rueda y por tanto poco les interesa el patrimonio cultural de las generaciones anteriores (el financiero sí, sin duda).
De ese modo la cultura pierde refinamiento y profundidad, se confina a los simulacros de talk-show, donde cada uno opina según su reacción inmediata, sin reconocer la competencia del Otro. En el caso de la escuela, este Otro es el profesor, visto no sólo como despojado de autoridad sino, sobre todo, como quien abusa de su poder y no admite que los alumnos le traten de igual a igual… Ahora bien, ya que el profesor no "escucha", entonces sólo hay un medio de hacerle oír: la violencia. Pues fueron educados por la televisión, en la cual no se da el ejercicio de la argumentación paciente, de la construcción esclarecedora, del perfeccionamiento del sentido crítico. Es el incesante toma y daca, y casi siempre a base de coacción.
Por eso se cae en una educación calificada por Jean Claude Michéa de "disolución de la lógica". Se deja de distinguir entre lo principal de lo secundario, de percibir el texto en su contexto, de incluir lo particular en el telón de fondo de lo general, para acatar pasivamente las presiones de consumo que intentan transformar los valores éticos en meros valores pecuniarios, o sea todo es mercadotecnia, y es su precio el que le imprime, a quien lo posee, determinado valor social, aunque no tenga carácter.
Se prescinde del acto de pensar, reflexionar, criticar y especialmente de participar en el proyecto de transformar la realidad. Todo pasa a ser cuna cuestión de conveniencia, gusto personal, simpatía. También son considerados comerciables la biodiversidad, la defensa del medio ambiente, la responsabilidad social de las empresas, el genoma, los órganos extraídos a los niños, etc.
http://www.adital.com.br/site/noticia.asp?lang=ES&cod=34775
Uno de los avances de la modernidad fue, con la llegada de la democracia, reconocer a la persona como sujeto político. Éste pasó a tener, además de deberes, derechos. Dotado de conciencia crítica, se libró de la condición de siervo ciego y dócil a las órdenes de su señor, consciente de que autoridad no es sinónimo de verdad, ni poder sinónimo de razón.
Ahora se busca quitarle a la persona su condición de sujeto. El prototipo de ciudadano liberal es el que se abstiene de cualquier pensamiento crítico y, sobre todo, de participar en instancias comunitarias. Y a esa cultura de abstención voluntaria contribuye de modo especial la televisión.
En sí misma la televisión es un poderoso instrumento de formación e información. Pero puede ser convertido fácilmente en mecanismo de deformación y desinformación, sobre todo si se engancha a la maquinaria publicitaria que rige el mercado. Así, la misma televisión se vuelve un producto para ser consumido y por tanto centrado en el aumento de los índices de audiencia.
Para ello se recurre a todo tipo de estrategias, con tal de los telespectadores se sientan atraídos por las imágenes. El problema es que la ventana electrónica está abierta hacia dentro del núcleo familiar. Es ahí donde ella descarga la profusión de imágenes y alcanza indistintamente a niños y adultos, sin el menor escrúpulo en lo referente al universo de valores de la familia.
Si la televisión transmitiese cultura -todo cuanto mejora nuestra conciencia y nuestro espíritu- sería el más poderoso vehículo de educación. Es verdad que no deja de hacerlo, pero la regla general no son los programas de densidad cultural sino el mero entretenimiento: distrae, divierte y, sobre todo, abre la caja de Pandora de nuestros deseos inconfesables. La imagen que "dice" lo que no nos atrevemos a pronunciar.
Al superar el diálogo entre padres e hijos e imponerse como interlocutora hegemónica dentro del núcleo familiar, la televisión altera las referencias simbólicas fundamentales del siquismo infantil. Es mediante el habla como una generación transmite a otra creencias, valores, nombres propios, megarrelatos, genealogías, ritos, relaciones sociales, etc. Transmite incluso la misma aptitud humana del uso de la palabra, a través del cual se teje nuestra subjetividad y nuestra identidad. Es esa interacción, propiciada por el diálogo oral, cara a cara, como nos educa las relaciones de alteridad, nos hace reconocer el yo delante del Otro, así como las múltiples conexiones que unen a uno con otro, tales como emociones, imágenes provocadas por gestos, expresiones faciales cargadas de sentimientos, etc.
El habla o el diálogo demarcan las referencias fundamentales a nuestro equilibrio síquico, como la identificación del tiempo (ahora) y del espacio (aquí), y de los límites de mi ser en relación a los demás. Si el habla se reduce a una catarata de imágenes que tratan de exacerbar los sentidos, las referencias simbólicas del niño corren peligro. El niño siente la dificultad de construir su universo simbólico, no adquiriendo sentidos de temporalidad e historicidad. Todo se reduce al "aquí y ahora", a la simultaneidad. La misma tecnología que reduce distancias en tiempo real -internet, teléfono celular, etc.- favorece una sensación de ubicuidad: "yo no estoy en ningún lugar porque estoy en todos".
Muchos profesores se quejan de que los alumnos ya no están tan atentos en las clases. Claro, el sueño de ellos sería poder cambiar al profesor de canal… Muchos niños y jóvenes muestran dificultad para expresarse porque no saben oír. Poseen un raciocinio confuso, en el que la lógica resbala frecuentemente en el aluvión de sentimientos contradictorios. Creen, sobre todo, que son inventores de la rueda y por tanto poco les interesa el patrimonio cultural de las generaciones anteriores (el financiero sí, sin duda).
De ese modo la cultura pierde refinamiento y profundidad, se confina a los simulacros de talk-show, donde cada uno opina según su reacción inmediata, sin reconocer la competencia del Otro. En el caso de la escuela, este Otro es el profesor, visto no sólo como despojado de autoridad sino, sobre todo, como quien abusa de su poder y no admite que los alumnos le traten de igual a igual… Ahora bien, ya que el profesor no "escucha", entonces sólo hay un medio de hacerle oír: la violencia. Pues fueron educados por la televisión, en la cual no se da el ejercicio de la argumentación paciente, de la construcción esclarecedora, del perfeccionamiento del sentido crítico. Es el incesante toma y daca, y casi siempre a base de coacción.
Por eso se cae en una educación calificada por Jean Claude Michéa de "disolución de la lógica". Se deja de distinguir entre lo principal de lo secundario, de percibir el texto en su contexto, de incluir lo particular en el telón de fondo de lo general, para acatar pasivamente las presiones de consumo que intentan transformar los valores éticos en meros valores pecuniarios, o sea todo es mercadotecnia, y es su precio el que le imprime, a quien lo posee, determinado valor social, aunque no tenga carácter.
Se prescinde del acto de pensar, reflexionar, criticar y especialmente de participar en el proyecto de transformar la realidad. Todo pasa a ser cuna cuestión de conveniencia, gusto personal, simpatía. También son considerados comerciables la biodiversidad, la defensa del medio ambiente, la responsabilidad social de las empresas, el genoma, los órganos extraídos a los niños, etc.
http://www.adital.com.br/site/noticia.asp?lang=ES&cod=34775
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