Sabemos ya perfectamente que la crisis que vivimos no es solamente una crisis financiera, aunque se haya llevado por delante a una buena parte del sistema bancario mundial, que ahora se encuentra prácticamente en quiebra.
También, y aunque lo quieran negar quienes se aferran ciegamente al liberalismo doctrinario, ha fallado un sistema de regulación permisivo con los poderosos, concebido para que éstos puedan hacer y deshacer libremente con sus capitales y basado, o simplemente justificado retóricamente, en la quimera de los mercados autorregulables capaces de asumir y resolver sin mayores disturbios cualquier dosis de riesgo por grande que sea en aras de aumentar el beneficio. Aunque no será fácil que los reguladores pongan límites a la ingeniería financiera desorbitada y cuasi fraudulenta, al apalancamiento artificialmente desbocado y a la libertad absoluta de la que disfrutan los capitales y sus propietarios, también se tendrá que establecer antes o después una regulación más represiva en el mundo financiero.
Ha fallado también la articulación sistémica del propio capitalismo que se ha mostrado incapaz de proporcionarse a sí mismo los resortes de seguridad que puedan impedir que los disturbios en un segmento de la vida económica, como ahora en lo financiero, afecten fatalmente al conjunto provocando, como está sucediendo, su parálisis casi completa. Eso obligará a disponer en el futuro de una supervisión más rigurosa y de mecanismos de intervención anticipada que traten de evitar el peligro de inestabilidad que, en todo caso, nunca van a desaparecer en un sistema intrínsecamente desigual y que necesita generar constantemente asimetrías para alimentar al capital que le sirve de base y fundamento.
Han fallado instituciones, como los propios gobiernos y los bancos centrales que, a pesar del poder acumulado, han sido incapaces, bien por complicidad, bien como efecto de las anteojeras ideológicas con que analizan la realidad, de anticipar lo que evidentemente iba a ocurrir y, por supuesto, de hacer frente a la crisis con eficacia cuando ésta se ha desatado. No será extraño, pues, que incluso tarde o temprano se ponga también sobre la mesa la necesidad de disponer de nuevas instancias de gobierno y toma de decisiones (por supuesto, no necesariamente más democráticas y transparentes) en el plano internacional e incluso también nacional para evitar que los disturbios localizados, como viene ocurriendo, terminen por generar problemas globales.
Y por supuesto han fallado, como incluso algunos dirigentes de la derecha y del poder económico establecido lo reconocen, los sistema de incentivos y muchos de los valores que se han fomentado para lograr emprendimiento y conseguir la necesaria legitimación del sistema.
Lo que quiero señalar mencionando todo estos extremos es que la crisis está siendo muy, muy profunda y que, por tanto, los arreglos necesarios para que los fundamentos del capitalismo permanezcan igual, que en definitiva es lo que se va a buscar por los poderes que dominan el mundo, las respuestas a la crisis de éstos últimos tendrán que ser también muy profundas, aunque se adopten taimadamente, con disimulo y procurando, en definitiva, que parezca que todo lo ocurrido no ha sido más que un accidente.
Yo intuyo que van a conseguir darle la vuelta a la situación y regenerar el sistema financiero, aunque no tengo certezas sobre el modo en que van a lograrlo, ni estoy seguro de que las medidas que finalmente se apliquen sean capaces de evitar en el futuro nuevos sobresaltos, ni de que todo ello vaya a resultar netamente positivo para el bienestar social e incluso para la estabilidad macroeconómica.
Y tengo esas duda precisamente porque hay otro fracaso que es el que hace que los poderes que determinan las decisiones sociales disfruten de la gran capacidad de maniobra que tienen: el de las izquierdas de todo el planeta que se han mostrado incapaces de hacer ver a los ciudadanos lo que en realidad hay detrás de la crisis y de empoderarlos para hacer posible que se pusieran en marcha decisiones alternativas a las que se van a aplicar solo para salvaguardar los intereses de los más ricos y privilegiados.
Se trata de un fracaso histórico que a su vez tiene que ver con diversas dimensiones pero que creo que se podrían resumir en una principal: las izquierdas no han sabido civilizar a la sociedad, como sí ha hecho el liberalismo, en torno a valores, incentivos materiales e inmateriales y principios éticos.
Mientras que el neoliberalismo ha creado sociedad, aunque haya sido la no-sociedad del individualismo, las izquierdas siguen actuando arrastradas por el racionalismo decimonónico que les lleva a pensar que su tarea no es la de socializar sino la de crear ellas mismas el marco social (como hace la socialdemocracia cuando gobierna, si lo consigue) o la de descubrir y presentar a las gentes el horizonte objetivo al que tarde o temprano y de modo inexorable se encaminarán los hechos sociales.
Un planteamiento tan errado es el que lleva a que las izquierdas más pragmáticas como la socialdemocracia se limiten a tratar de conseguir mejores condiciones de vida desde los gobiernos pero sin poner en marcha un proyecto civilizatorio alternativo. Lo que generalmente tiene como consecuencia que la propia práctica de gobierno socialdemócrata, aunque más favorable a los trabajadores que la liberal, termine por generar ciudadanos que finalmente abrazan el liberalismo. Y, por otro lado, a que las izquierdas más radicales se dediquen simplemente a dibujar con renovada precisión el alcance de su radical proyecto político y a presentar ante los ciudadanos el camino que se suponen que deberán asumir como un imperativo categórico para mejorar su condición.
Una y otra práctica, y ambas superpuestas frente a un neoliberalismo mucho más coherente y con más inteligencia política, han desarmado a los trabajadores y han propiciado el desafecto creciente que, nos guste o no reconocerlo, se da entre las clases más desfavorecidas y los partidos de la izquierda.
Hay que hacer frente a este fracaso y hay que acometer esa tarea con decisión, con un esfuerzo de convergencia muy sincero y fraternal, con gran lucidez y, sobre todo, sin un ápice de sectarismo sino anteponiendo a cualquier otra cosa los elementos transversales que permitan hacer mallas y construir redes.
Es verdad que se necesitan medidas radicales para lograr que la crisis (y no solo en este episodio concreto que vivimos sino la que constantemente supone un capitalismo que deja morir cada día a casi 30.000 personas de hambre) se resuelva favorablemente para los empobrecidos. Pero eso no puede llevar simplemente a radicalizar el discurso sino a mezclarse más íntimamente con la gente. Es verdad que para poner en marcha un proyecto político alternativo será necesario disponer de más poder pero eso no puede llevar a fortalecer las organizaciones y las burocracias sino a crear contrapoderes basados en la movilización social destinada al sabotaje pacífico de las injusticias. Y es verdad que la lucha contra el capitalismo es en realidad un enfrentamiento puramente político pero eso tampoco puede significar que las izquierdas centren su diálogo con la sociedad en esa única dimensión sino que deben humanizarlo, hacerlo más cordial y vinculado también, o quizá sobre todo, al mundo de las emociones y los afectos que mueve a las personas normales y corrientes. No hay que olvidar que si algo pone de relieve una crisis como la que vivimos y en general un sistema social como el capitalismo que condena a la muerte por hambre o falta de agua, a la ignorancia, a la enfermedad y al desamparo a millones de personas cuando se dispone de recursos suficientes para evitarlo, es su incapacidad para practicar la fraternidad. Es decir, su radical fracaso para humanizar a los seres humanos. Por eso, quizá si la izquierda comenzara a trabajar para poner en marcha prácticas políticas de este otro signo, fraternales, de emociones y afectos, de reunión, de deliberación y debate, en lugar de dedicarse simplemente a gestionar o simplemente a radicalizar sobre el papel sus programas, las salida a la crisis que vivimos y a las que vendrán, serían diferentes.
Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada (Universidad de Sevilla).
Su página web: http://www.juantorreslopez.com
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