Thursday, October 25, 2007


Ruy Mauro Marini

Nunca como hoy la cuestión de la democracia ocupó lugar tan destacado en las luchas políticas y sociales de América Latina (...) Tal como se presenta entre nosotros, la idea de democracia involucra contenidos y apunta a significados que trascienden su definición corriente.
Está, primero, la soberanía. En América Latina, hablar de democracia implica plantear el tema de su capacidad para autodeterminarse. Es, pues, evocar el tema de la dependencia en que se encuentra la región en el plano del capitalismo internacional, y conduce, por ello mismo, a entender la lucha por la democracia en tanto que lucha de liberación nacional.
Viene, después, la justicia social. La superación de las condiciones de superexplotación y miseria en que viven los trabajadores, la edificación de una sociedad que, al basarse en el respeto a la voluntad de la mayoría, haga de los intereses de ésta el criterio prioritario de acción (...)
El imperialismo y la reconversión
La redemocratización latinoamericana se enmarca en la ofensiva desatada por Estados Unidos para, a la vez que enfrenta la crisis internacional, restructurar en provecho propio la economía capitalista mundial (...)
Estados Unidos está interesado en restablecer las bases de una división internacional del trabajo que permita la circulación plena de mercancías y capitales. La presión que ejerce sobre los países de América Latina va, pues, en el sentido de fomentar sus exportaciones, lo que implica, en mayor o menor grado, una reconversión productiva que no sólo respete el principio de la especialización según las ventajas comparativas, sino que abra mayor espacio al libre juego del capital, reduciendo la capacidad intervencionista del Estado. En la perspectiva de ese proyecto neoliberal, comienza a diseñarse el futuro que el capitalismo internacional reserva a la región: una América Latina integrada aún más estrechamente a la economía mundial, mediante su transformación en economía exportadora de nuevo tipo, es decir, una economía que, al lado de la explotación más intensiva de sus riquezas naturales, refuncionalice su industria para volverla competitiva en el mercado exterior.
Para todos los países esto implica la destrucción de parte de su capital social; sobre todo en la industria, pues sólo ramas con ventajas comparativas reales o que absorban alta tecnología y grandes masas de inversión aparecen como viables en esa nueva división del trabajo. Se comprende así que la destrucción sea más drástica en países como Chile, Uruguay y aun Argentina, que en Brasil o México (aunque este último, por la cercanía con Estados Unidos, se vea amenazado de una casi anexión). La reconversión implica también la redistribución del capital social en favor de los grandes grupos industriales y financieros, redistribución que se extiende a aquella porción hoy en manos del Estado, por lo que no sorprende que el Fondo Monetario Internacional (FMI) plantee como cuestión prioritaria la reducción del déficit público. Para las masas, el precio de la reconversión es la agravación de la superexplotación del trabajo y la generalización del desempleo, cualquiera que sea su forma, como resultado de la destrucción de parte del capital social aunada a la rápida elevación de los niveles tecnológicos actuales.
La imposición de un proyecto de esta naturaleza no pudo hacerse fácilmente mediante las dictaduras militares que Estados Unidos contribuyó a crear en América Latina, a partir de la década de los 60. En la medida en que supone el achicamiento del Estado, por la reducción de su base económica y la limitación de sus funciones, dicho proyecto es contrario a los intereses de las fuerzas armadas, cuya condición material de existencia es el aparato estatal mismo. Pero hay otras razones. Una vez constituidas, las dictaduras militares formularon proyectos nacionales que, si no amenazaban el esquema de seguridad internacional de Estados Unidos, creaban constantes conflictos en su seno, ya sea por su nacionalismo exacerbado, que provocó más de una amenaza de conflicto en la región y acabó por generar un acontecimiento como la guerra de las Malvinas, ya sea por la pretensión de los gobiernos castrenses de lograr acceso a cierta autonomía en el plano internacional, como se vio sobre todo en el caso de Brasil. Más grave aún, las fuerzas armadas se mostraron incapaces de construir regímenes políticos estables, lo que constituía, al fin y al cabo, la misión prioritaria que les había asignado Estados Unidos.
Todo ello llevó a que el imperialismo estadunidense decidiera propiciar cambios institucionales que pudieran aplicarse sin poner en riesgo los sistemas de dominación vigentes, al tiempo que utilizaba nuevos instrumentos de presión para imponer su proyecto de reconversión económica. La imposición de los intereses de Estados Unidos a América Latina abandonó gradualmente los medios de acción político-militares –la Casa Blanca, el Pentágono, el Departamento de Estado– para ejercerse más activamente a por medio de canales como el Departamento de Comercio, los grupos privados y, naturalmente, el FMI. Esa tendencia se vuelve dominante a partir de 1980, cuando Ronald Reagan llega al poder y se afirma definitivamente tras la bancarrota mexicana y brasileña de 1982.
Cabe señalar que el cambio de la política exterior estadunidense hacia América Latina no implicó el abandono de la doctrina de la contrainsurgencia, en que aquélla se funda, como tampoco de la atención que concede a las fuerzas armadas. Se trata de un cambio de énfasis, que opera diferencialmente según la zona o la situación específica de cada país. Así es como, para Centroamérica, la redemocratización se articula con la militarización, mientras que en el Cono Sur el apoyo a los procesos de democratización se realizó gradualmente. Paralelamente, mediante la política de combate al narcotráfico, Estados Unidos persigue el objetivo de controlar y subordinar a las fuerzas policiales y militares de la región.
El sometimiento de los gobiernos de la región al proyecto económico estadunidense se encuentra todavía en proceso y se realiza en medio de resistencias y conflictos. Son muchos los intereses contrariados, global o parcialmente, por la reconversión, hecho que, por sí solo, hubiera exigido ya, en los países en cuestión, la apertura de espacios de lucha, es decir, procesos de redemocratización. La reconversión abrió brechas en el bloque burgués-militar, constituido a partir de los años 60, al tiempo que incentivó el ascenso de los movimientos populares. La suerte de la redemocratización actualmente en curso depende, en una amplia medida, del desenlace de esas contradicciones y enfrentamientos.
La cuestión del cuarto poder
En esta perspectiva, conviene examinar la situación de las fuerzas armadas. El rechazo que provocaron por parte de la sociedad, debido a su desempeño en la dirección del Estado, las llevó a renunciar al ejercicio directo del poder, pero no parece haberlas conmovido en su motivación ideológica y política más profunda; tampoco ha mellado significativamente su unidad interna (...)
Sin embargo, la ideología y la doctrina de las fuerzas armadas no se encuentran hoy exactamente en el mismo lugar que en la década de los 60. Esto se debe, en cierta medida, al cuestionamiento a que la doctrina de la contrainsurgencia fue sometida por la propia elite militar y civil de Estados Unidos, tras la derrota de Vietnam, y a las reformulaciones que esta elite llevó a cabo, particularmente después del ascenso de James Carter a la presidencia (...) Pero fue la guerra de las Malvinas lo que llevó ese proceso a su punto crítico, precipitando la evolución del pensamiento militar latinoamericano hacia nuevas elaboraciones.
La doctrina de la contrainsurgencia suponía una cierta concepción de la correlación de fuerzas y de los intereses presentes en el plano internacional, de la que derivaba la idea del papel auxiliar de las fuerzas armadas de América Latina en el esquema del poder del imperialismo y, en contrapartida, la acentuación de su vocación de policía, es decir, de guardianes del orden interno. El conflicto entre países que integraban el mismo campo de fuerzas y el alineamiento de Estados Unidos contra América Latina, en la guerra de las Malvinas, fueron hechos que, aunados a la posición asumida por soviéticos y cubanos, dieron al traste con el concepto de seguridad hemisférica y cuestionaron la idea de la división del mundo en dos bloques. Ello significó poner en duda el supuesto geopolítico más general en que se basaba la doctrina de la seguridad nacional, subproducto latinoamericano de la contrainsurgencia.
Desde 1982 comienza a observarse una reorientación del pensamiento militar latinoamericano en dos direcciones: poner de nuevo en el centro de las preocupaciones de las fuerzas armadas su capacidad de respuesta ante eventuales agresiones externas y pensar esa capacidad como parte de una acción más amplia que, trascendiendo a los militares, involucrara al resto de la sociedad. Así se revertía el orden de prioridades hasta entonces adoptado (...)
Es necesario señalar que, pese al carácter tenso y hasta conflictivo que marcó las relaciones entre las dictaduras castrenses y Estados Unidos, bajo Carter, el gobierno estadunidense no sólo propició esa estrategia sino que le proporcionó elementos de elaboración. La preocupación de Estados Unidos se traducía en la búsqueda de principios y mecanismos que proporcionaran gobernabilidad a las democracias, según la fórmula de uno de los ideólogos en boga, Samuel Huntington. En la versión que le dio el Departamento de Estado, el concepto de "democracia gobernable" dio lugar a la consigna de "democracia viable", entendida como un régimen de corte democrático-representativo tutelado por las fuerzas armadas. Ese modelo no constituía una verdadera ruptura con la doctrina de la contrainsurgencia, la cual establecía que, tras las fases de aniquilamiento del enemigo interno y de reconquista de bases sociales por las fuerzas armadas, debería seguirse una tercera fase, destinada a la reconstrucción democrática.
La elaboración ideológica estadunidense venía al encuentro de la que realizaban los militares latinoamericanos, en su esfuerzo por adaptarse a los nuevos tiempos (...) Pero esa convergencia de intereses de Estados Unidos y las fuerzas armadas latinoamericanas no oculta el hecho de que éstas se oponen, en cierta medida, al proyecto de reconversión económica planteado por aquel país, particularmente –aunque no sólo por esto– en lo que se refiere a su intención de debilitar el aparato estatal en la esfera económica. Es por allí que pasa también la principal de las divergencias existentes hoy día entre las fuerzas armadas y las burguesías latinoamericanas.
El proyecto burgués
Inspiradora y principal beneficiaria de los regímenes militares, la burguesía comenzó a separarse de ellos en cierto momento del proceso, para plantearse la gestión directa del aparato estatal. Influyó para esto el aumento del costo en el manejo de la cosa pública, derivado de la intermediación militar y agravado por la corrupción que las dictaduras propiciaban. Influyó también el hecho de que las fuerzas armadas buscaron inclinar en favor de sus propios proyectos las políticas estatales, no siempre totalmente coincidentes con los intereses más generales de la burguesía. Pero el factor determinante fue el surgimiento y desarrollo de los movimientos democráticos populares, que mostraron la incapacidad de los regímenes militares para promover una estabilidad política duradera.

La burguesía, que viera con hostilidad y recelo ese movimiento, acabó por adherirse a él. Pero no se limitó a la adhesión: bregó afanosamente por asumir su conducción ideológica y política. El éxito obtenido en esa empresa favoreció el carácter pacífico asumido por la transición y permitió que la creación de una nueva institucionalidad se hiciera en un contexto de relativa continuidad, orientándose hacia la concertación de un pacto social capaz de restituir legitimidad al sistema de dominación y al Estado.
La burguesía ha planteado, en este sentido, las líneas básicas de su propuesta: la reconstrucción de la democracia parlamentaria y la edificación de un Estado neoliberal (...) Desde el punto de vista de la reconstrucción democrática, la burguesía pone el acento principal en el fortalecimiento del Parlamento, donde puede con facilidad obtener mayoría, directamente o por mediación de la elite política a su servicio. Choca, por un lado, con los militares, inclinados a institucionalizarse en un cuarto poder del Estado, por encima de los tres poderes tradicionales. Choca, por otro, con el movimiento popular, que –sin oponerse propiamente a la revalorización del Legislativo– tiende, a partir de su experiencia reciente, a la idea de una democracia participativa, que privilegie a las organizaciones sociales respecto del Estado y las convierta en órganos de decisión y control en las cuestiones que interesan directamente a los distintos sectores del pueblo.
En lo que atañe al liberalismo, la burguesía lo toma como arma para privatizar en su beneficio el capital social, hoy en manos del Estado, y limitar la capacidad de regulación de que dispone el Ejecutivo, ya sea transfiriendo parte de sus atribuciones al Parlamento, ya sea apropiándose ella misma de la otra parte en nombre de los derechos sagrados de la iniciativa privada. Encuentra, aquí también, cierta oposición de las fuerzas armadas, que retiran su savia del Estado y en especial del Ejecutivo, así como la desconfianza del movimiento popular, el cual vacila aún entre la defensa de la propiedad estatal y la búsqueda de nuevas formas de propiedad social, ligadas a la cooperación, la cogestión y la autogestión.
Las dificultades que enfrenta la burguesía para plasmar en la esfera política sus intereses, se acentúan en relación a la definición y aplicación de su proyecto económico. La crisis que vive la región no representa un mero fenómeno cíclico dentro de un patrón dado de reproducción del capital, sino más bien la ruptura del patrón vigente y el difícil esfuerzo de gestación de uno nuevo.
Vimos ya que América Latina enfrenta el proyecto de reconversión económica planteado por Estados Unidos, cuya concreción implicaría para ella reasumir el papel de economía exportadora que desempeñó antes en el sistema capitalista y renunciar, pues, al intento de desarrollo autocentrado, que inició en los años 30. Existe una diferencia fundamental en la situación que se quiere crear y la que rigió en el siglo XIX: al contrario de ayer, América Latina está hoy obligada a nivelarse internacionalmente en materia de productividad y de tecnología, cualesquiera que sean las ramas –agrícola, minera o manufacturera– que aseguren su vinculación con el mercado exterior. Ello no hace sino agravar los problemas creados por la reconversión, al plantear de manera aún más drástica la supresión de ramas enteras de actividad –y por tanto, la destrucción del capital social correspondiente y de los sectores burgueses allí implantados–, así como la extensión del desempleo abierto o disfrazado para amplios contingentes de trabajadores.
Es comprensible que la gran burguesía industrial y financiera –agente y gestora natural de la reconversión– se enfrente a rebeldías y resistencias que la obligan a entablar con Estados Unidos una negociación difícil, de cuyo resultado depende en gran medida la preservación de su sistema de dominación. La presencia de las fuerzas armadas en el conflicto es un factor adicional de complicación: la reconversión amenaza en muchos aspectos su base económica de poder, sobre todo cuando pone en entredicho la posibilidad de desarrollar industrias como la bélica, la nuclear, la informática, en los países de mayor desarrollo relativo, pero también, para los demás, la mecánica y la metalúrgica. La gran burguesía misma no siempre coincide con las directrices fijadas por el proyecto estadunidense, ambicionando la ocupación de espacios que éste muchas veces le está vedando.
El grado de desarrollo económico del país y su posición en la economía internacional, la configuración que presenta la lucha de clases, el peso específico de la gran burguesía en el sistema de dominación, la importancia relativa que tiene para cada nación, la carga de destrucción implícita en la reconversión: todo ello está contribuyendo a establecer los niveles de enfrentamiento con Estados Unidos y a propiciar soluciones particulares en materia de política interna (...)
La lucha por la democracia
El movimiento popular viene de una derrota histórica, que significó el desmantelamiento de sus vanguardias y el sacrificio de sus cuadros y dirigentes. El fin de las dictaduras ha sido, en buena parte, obra suya, pero en él concurrieron también otros factores (...)
La división y dispersión del campo popular fueron impuestas por los militares, en su afán de suprimir cualquier tipo de oposición organizada. Reprimidos y perseguidos, los ciudadanos se refugiaron en sus últimos reductos, aquellos de los cuales no se les podía expulsar: la fábrica, la vivienda, la escuela, para iniciar desde allí un esfuerzo de resistencia a la violación de sus derechos y de defensa abierta de éstos. Ello supuso una labor de organización en la base del movimiento popular, que le permitiría, en el futuro, empeñarse en las grandes campañas democráticas.
La sustentación social endeble de las dictaduras y el conjunto de factores nacionales e internacionales que conspiraron contra su permanencia, aceleraron el curso del proceso y llevaron a resultados que rebasaban con mucho la capacidad real de acción del movimiento popular. Éste, debió ingresar, pues, en una nueva etapa antes que su proceso de renovación y restructuración estuviera cumplido. Mucho de su accionar quePero no hay fenómeno en la vida social que no tenga dos signos. Si la experiencia molecular y marcadamente reivindicativa del movimiento popular se constituyó en factor negativo para su unificación, al momento de inicio de la redemocratización, le proporciona, en cambio, las premisas para una estrategia de lucha por el poder y para un proyecto nuevo de sociedad. Al lado de sus organizaciones tradicionales, como los sindicatos, el movimiento popular cuenta con órganos de todo tipo, que debió crear para asegurar su derecho a la vivienda, al transporte, al abastecimiento, a la distribución de luz y agua, los cuales le confieren una capacidad insospechada para comprender, manipular y controlar los complejos mecanismos de producción y circulación de bienes y servicios. Así, cuando la burguesía le plantea hoy un modelo de sociedad que pretende traspasar a la iniciativa privada esos mecanismos o ponerlos bajo la tutela de un Estado centrado en el Parlamento, donde ella es soberana, el movimiento popular está en condiciones de contraponer su propio esquema de organización social, basado en la agrupación de los ciudadanos en torno a sus intereses inmediatos y en su participación directa en las instancias pertinentes de decisión.

Habrá, quizá, que plantearse una fase intermedia, dictada por la correlación de fuerzas, y que consiste en convertir esos órganos de democracia participativa en instrumentos de presión y control sobre el aparato de Estado, antes de lograr acceso al nivel pleno de la toma de decisiones. Pero, aun así, ello abre al movimiento popular un camino propio, independiente, entre las posiciones de la burguesía y de las fuerzas armadas en torno al problema de la privatización del Estado. La experiencia de los pueblos latinoamericanos les ha enseñado que la concentración de poderes en manos del Estado, cuando éste no es suyo, sólo refuerza la máquina de opresión de la burguesía. Debilitarlo hoy, restarle fuerza económica y política, no puede, pues, sino interesar en el más alto grado al movimiento popular, siempre y cuando ello implique la transferencia de competencias, no a la burguesía sino al pueblo. Por ello, frente a la privatización o la simple estatización, el movimiento popular plasma sus intereses en la propuesta de un área social regida por el principio de la autogestión y por la subordinación de los instrumentos de regulación del Estado a las organizaciones populares.

En la lucha por su propuesta democrática, el movimiento popular necesita más que nunca de su unificación en el plano social y de la reconstitución de sus direcciones políticas. La reorganización de la izquierda es hoy un imperativo para que la idea de democracia, tal como se ha abierto paso en la conciencia popular latinoamericana, se convierta en realidad. En ello, naturalmente, la responsabilidad mayor es de la izquierda misma. A ella le cabe reflexionar sobre la rica experiencia que ha sido la suya en estos años, sacando las lecciones que allí se encierran, y abrirse sin prejuicios de ninguna especie a la comprensión de la evolución real del movimiento popular en el periodo reciente. El otro camino, el de la discusión doctrinaria, no le abre perspectivas reales de desarrollo.

Cabe, sin duda, repensar la tendencia de la izquierda en los años 60 de privilegiar las tareas económicas en la lucha revolucionaria, el uso del Estado como factor primordial de transformación y la visión del hombre primariamente como entidad socioprofesional. La realidad última de la lucha de clases adviene del proceso productivo y no está en discusión la definición del individuo como obrero o campesino. Pero el individuo es hombre o es mujer, es blanco, indio o negro, es un animal que requiere condiciones ecológicas adecuadas a su sobrevivencia, entre muchos otros aspectos. Como tal, le es lícito y necesario participar en movimientos y organizaciones centrados en exigencias particulares y específicas, aunque sólo en un plano recobre su unidad. En un mundo dividido en clases y grupos, no le es dada la participación directa como ciudadano en la sociedad y en el Estado, pero sí como miembro de un partido político que se proponga abolir esas clases y marchar hacia la supresión del Estado.

Partidos y organizaciones sociales son fenómenos referidos a distintos ámbitos de la vida real, a distintas dimensiones e instancias de la participación del individuo en la sociedad. Contraponerlos en la óptica autonomista, o jerarquizarlos y subordinarlos entre sí, al viejo estilo de la izquierda, no puede sino obstaculizar a unos y otras, y conducir al individuo y su práctica social hacia la desintegración. Asumir su desarrollo interdependiente y armónico apunta, inversamente, a la recuperación del hombre integral en su diversidad y riqueza, y permite aspirar a la construcción de una sociedad que le ofrezca el amplio espacio que él requiere.

Éste es el reto que está planteado a la izquierda latinoamericana: formular un proyecto independiente y alternativo al simulacro de democracia que pretende imponer la burguesía. Su diseño deberá surgir de las luchas concretas que se están librando. Tal proyecto habrá de rescatar las conquistas históricas que las masas han logrado ya en el seno de la sociedad burguesa y descartará los planteamientos dogmáticos y sectarios que hacen de la unidad punto de partida, al revés de hacer del pluralismo el criterio fundamental de una práctica social libre y solidaria. En tal proyecto, democracia y socialismo reasumirán su verdadero significado, que hace de una la contrapartida necesaria del otro
dó ligado a sus intereses inmediatos, corporativos, sin llegar a aquel punto en que éstos se trastocan en objetivos sociales y políticos de alcance más general. La sustitución de sus viejos dirigentes por los nuevos cuadros forjados en las luchas de resistencia todavía no había culminado cuando debió continuarse en la nueva etapa, con lo que sus distintos sectores perdieron unidad de dirección.
La complejidad de los elementos que forman el movimiento popular y la transformación reciente de sus condiciones de vida, aún no asimilada como experiencia, hicieron el resto. Esto se aplica tanto a las nuevas clases medias asalariadas, que se ampliaron notablemente en los años recientes a costa de la burguesía mediana y pequeña, o de la misma clase obrera, como al proletariado industrial, que debió asimilar nuevos contingentes urbanos y rurales en proporciones desmesuradas. Pero se aplica también al proletariado rural y al campesinado pobre, así como a los estratos medios y pequeños de la burguesía.
Es por ello que el ascenso del grado de organización y combatividad de las masas en América Latina, particularmente notable desde el último tercio de los años 70, no ha sido suficiente para neutralizar la ofensiva ideológica y política de la gran burguesía. Ésta ha podido intervenir en un momento en que la conciencia crítica del pueblo respecto del sistema que lo oprime y explota apenas comenzaba a aflorar, y sólo en algunos sectores de punta esbozaba una respuesta radical. La burguesía asumió las aspiraciones populares y da ahora su respuesta, que las diluye y deforma, ofreciendo reformas liberales ahí donde comenzaban a plantearse exigencias de participación, democracia y socialismo.

Pero no hay fenómeno en la vida social que no tenga dos signos. Si la experiencia molecular y marcadamente reivindicativa del movimiento popular se constituyó en factor negativo para su unificación, al momento de inicio de la redemocratización, le proporciona, en cambio, las premisas para una estrategia de lucha por el poder y para un proyecto nuevo de sociedad. Al lado de sus organizaciones tradicionales, como los sindicatos, el movimiento popular cuenta con órganos de todo tipo, que debió crear para asegurar su derecho a la vivienda, al transporte, al abastecimiento, a la distribución de luz y agua, los cuales le confieren una capacidad insospechada para comprender, manipular y controlar los complejos mecanismos de producción y circulación de bienes y servicios. Así, cuando la burguesía le plantea hoy un modelo de sociedad que pretende traspasar a la iniciativa privada esos mecanismos o ponerlos bajo la tutela de un Estado centrado en el Parlamento, donde ella es soberana, el movimiento popular está en condiciones de contraponer su propio esquema de organización social, basado en la agrupación de los ciudadanos en torno a sus intereses inmediatos y en su participación directa en las instancias pertinentes de decisión.
Habrá, quizá, que plantearse una fase intermedia, dictada por la correlación de fuerzas, y que consiste en convertir esos órganos de democracia participativa en instrumentos de presión y control sobre el aparato de Estado, antes de lograr acceso al nivel pleno de la toma de decisiones. Pero, aun así, ello abre al movimiento popular un camino propio, independiente, entre las posiciones de la burguesía y de las fuerzas armadas en torno al problema de la privatización del Estado. La experiencia de los pueblos latinoamericanos les ha enseñado que la concentración de poderes en manos del Estado, cuando éste no es suyo, sólo refuerza la máquina de opresión de la burguesía. Debilitarlo hoy, restarle fuerza económica y política, no puede, pues, sino interesar en el más alto grado al movimiento popular, siempre y cuando ello implique la transferencia de competencias, no a la burguesía sino al pueblo. Por ello, frente a la privatización o la simple estatización, el movimiento popular plasma sus intereses en la propuesta de un área social regida por el principio de la autogestión y por la subordinación de los instrumentos de regulación del Estado a las organizaciones populares.
En la lucha por su propuesta democrática, el movimiento popular necesita más que nunca de su unificación en el plano social y de la reconstitución de sus direcciones políticas. La reorganización de la izquierda es hoy un imperativo para que la idea de democracia, tal como se ha abierto paso en la conciencia popular latinoamericana, se convierta en realidad. En ello, naturalmente, la responsabilidad mayor es de la izquierda misma. A ella le cabe reflexionar sobre la rica experiencia que ha sido la suya en estos años, sacando las lecciones que allí se encierran, y abrirse sin prejuicios de ninguna especie a la comprensión de la evolución real del movimiento popular en el periodo reciente. El otro camino, el de la discusión doctrinaria, no le abre perspectivas reales de desarrollo.
Cabe, sin duda, repensar la tendencia de la izquierda en los años 60 de privilegiar las tareas económicas en la lucha revolucionaria, el uso del Estado como factor primordial de transformación y la visión del hombre primariamente como entidad socioprofesional. La realidad última de la lucha de clases adviene del proceso productivo y no está en discusión la definición del individuo como obrero o campesino. Pero el individuo es hombre o es mujer, es blanco, indio o negro, es un animal que requiere condiciones ecológicas adecuadas a su sobrevivencia, entre muchos otros aspectos. Como tal, le es lícito y necesario participar en movimientos y organizaciones centrados en exigencias particulares y específicas, aunque sólo en un plano recobre su unidad. En un mundo dividido en clases y grupos, no le es dada la participación directa como ciudadano en la sociedad y en el Estado, pero sí como miembro de un partido político que se proponga abolir esas clases y marchar hacia la supresión del Estado.
Partidos y organizaciones sociales son fenómenos referidos a distintos ámbitos de la vida real, a distintas dimensiones e instancias de la participación del individuo en la sociedad. Contraponerlos en la óptica autonomista, o jerarquizarlos y subordinarlos entre sí, al viejo estilo de la izquierda, no puede sino obstaculizar a unos y otras, y conducir al individuo y su práctica social hacia la desintegración. Asumir su desarrollo interdependiente y armónico apunta, inversamente, a la recuperación del hombre integral en su diversidad y riqueza, y permite aspirar a la construcción de una sociedad que le ofrezca el amplio espacio que él requiere.
Éste es el reto que está planteado a la izquierda latinoamericana: formular un proyecto independiente y alternativo al simulacro de democracia que pretende imponer la burguesía. Su diseño deberá surgir de las luchas concretas que se están librando. Tal proyecto habrá de rescatar las conquistas históricas que las masas han logrado ya en el seno de la sociedad burguesa y descartará los planteamientos dogmáticos y sectarios que hacen de la unidad punto de partida, al revés de hacer del pluralismo el criterio fundamental de una práctica social libre y solidaria. En tal proyecto, democracia y socialismo reasumirán su verdadero significado, que hace de una la contrapartida necesaria del otro

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