Alfredo Jalife-Rahme
Se trató de un éxito espectacularmente inesperado de Condi Rice, quien pudo congregar a tres líderes moribundos (Baby Bush, a quien le quedan 13 interminables meses; al valetudinario presidente palestino Mahmud Abbas, y al alicaído primer ministro israelí Ehud Olmert) en la conferencia de Annápolis, a la que acudieron 50 países y organizaciones internacionales.
Una de las notas relevantes consistió en la asistencia de 12 países árabes (del total de 22) y de 20 países islámicos (incluidos los anteriores), del total de 57 que conforman la Organización de la Conferencia Islámica, además de la presencia de potencias europeas y asiáticas y organizaciones internacionales.
No se puede escatimar el éxito escenográfico y coreográfico de Annápolis, en donde Estados Unidos exhibió su poderío multimediático. El problema radica en que todo el montaje hollywoodense careció de guión teatral sustancial.
La noticia principal no fue que los palestinos e israelíes, quienes ya llevan dialogando bizantinamente 16 años, logren un acuerdo de paz el año entrante, pese a que la realidad y el cronograma corren en su contra.
Fueron dos las noticias principales tras bambalinas: una, la presencia de Siria, el supuesto aliado estratégico de Irán, que busca recuperar las Alturas del Golán; y dos, quizá la más relevante de todas, fue la asistencia de Arabia Saudita, quien por primera vez se sienta cara a cara con el Estado hebreo. No es poca cosa, cuando el régimen torturador bushiano sufre una humillante derrota en Irak, una paliza en Afganistán, y el desprestigio ignominioso en los mundos árabe e islámico.
El post Annápolis ha generado dos situaciones: su seguimiento el mes entrante en Moscú, y el probable destrabamiento de la (s)elección presidencial de Líbano, en donde más que un consenso interno parece haberse conseguido un consenso regional entre Arabia Saudita y Siria (y un tanto cuanto de Hezbollah, y de Irán en la retaguardia), con la designación del general Michael Sulaiman como nuevo mandatario.
The Jerusalem Post (28.11.07), el rotativo portavoz del fundamentalista partido hebreo Likud, exulta la “victoria” de Annápolis y afirma que detrás se encuentra el objetivo de aislar a Irán del resto de los países árabes “moderados”, y de paso congelar sus veleidades nucleares. El premier Olmert comentó al rotativo que los “iraníes deseaban que sus presuntos aliados hubieran asistido, y estaban furiosos de la masiva presencia de los árabes”; agregó que los “iraníes querían que el mundo árabe no asistiera, y ahora se dan cuenta de que hasta los sirios llegaron”.
Es obvio que a los halcones de Estados Unidos e Israel (léase los neoconservadores straussianos y el Likud) buscan amarrar navajas entre árabes y persas, lo cual fue atajado de inmediato por el canciller saudita Saud al-Faisal, quien comentó que: “la presencia de su país no había tenido conexión con la esperanza de Estados Unidos para catalizar un consenso post Annápolis en contra del proyecto nuclear iraní”.
El rotativo hebreo resalta cómo el presidente Mahmoud Ahmadinejad le dijo rotundamente al rey saudita Abdullah que “a él le gustaría que el nombre de Arabia Saudita no hubiese estado entre aquellos que acudieron a la conferencia de Annápolis. Los países árabes deberían estar atentos a las conspiraciones y engaños del enemigo sionista”.
Hasta el mismo premier Olmert, en una entrevista a The Guardian (29/11/07), no tiene más remedio que aceptar la debilidad de Mahmud Abbas (presidente de la Autoridad Nacional Palestina), a quien tenían que apuntalar los israelíes para poder conseguir acuerdos que le son difíciles de firmar.
Nadie lo dice pero Ahmadinejad Superstar tiene dos grandes conejos debajo de la manga (para no variar) que pueden descarrilar toda la escenografía y coreografía espectaculares de Annápolis: la milicia chiíta libanesa Hezbollah y un levantamiento popular a favor de Hamas en Cisjordania, cuando ya gobierna en la franja de Gaza.
En forma interesante, Trita Parsi, presidente del Consejo Nacional Iraní Estadunidense y autor del polémico libro Alianzas tramposas: los tratos secretos de Irán, Israel y EU (curiosamente pupilo del desprestigiado Francis Fukuyama y del geoestratega Zbigniew Brzezinski en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins), puntualiza juiciosamente que la teocracia chiíta jomeinista debe ser incluida en cualquier proceso de paz en Medio Oriente para que prevalezcan genuinos acuerdos de seguridad en los que deban participar todas las potencias regionales: “en cualquier arquitectura de seguridad y, sobre todo, tanto Estados Unidos como Irán deben reconocer la realidad que ahora se niegan a aceptar”.
El meollo consiste en cómo escapar de la camisa de fuerza del “equilibrio de poder” de los últimos 60 años en los que se ha visto envuelta la región y con guerras sucesivas prácticamente cada década.
A Parsi se le podrá acusar de todo menos de ser partidario de la teocracia chiíta jomeinista; en dos conferencias (17/10/ 07 y 14/11/07) apadrinadas por la Alianza Conservadora Estadunidense de Defensa comentó que “Estados Unidos tendrá que reconocer que Irán es una potencia regional importante”, y que “Irán tendrá que aceptar de facto a Israel, aunque Irán ha aceptado más a Israel como una realidad de lo que el régimen Bush/Cheney ha aceptado al mismo Irán como una potencia regional, como había formulado Irán en 2003 en su propuesta de negociación a Washington que incluía la aceptación implícita de la iniciativa de paz saudita con una solución de dos estados para el conflicto palestino-israelí”.
El iraní-estadunidense advirtió que en caso de no incluir a Irán en la nueva arquitectura de paz y seguridad de Medio Oriente “veremos la continuación del juego del equilibrio del poder, lo cual significa una guerra cada siete a 12 años”.
Señaló que esta situación anómala no existe en ninguna otra parte del mundo, ya que la arquitectura de seguridad es incluyente a las otras regiones: “en el Medio Oriente hemos proseguido acuerdos bilaterales de defensa con estados individuales a expensas de los otros estados”.
Parsi retrocedió hasta 1991 para buscar las raíces de la presente situación en la región del Golfo Pérsico, cuando Estados Unidos decidió excluir a Irán de las charlas de paz de ese año en Madrid, que fue resultado de la soberbia de la Casa Blanca después de la derrota de Saddam Hussein: “lo que permitió a la línea dura en Irán proseguir una política que el ayatola Jomeini no había podido aplicar en la década de los 80, que era la de enviar soldados chiítas a combatir en Líbano en contra de Israel”.
Concluyó que “no se puede crear un orden regional estable excluyendo a alguien, porque al contrario, le brinda incentivos para socavarlo”.
A los cinco días de post Annápolis, Ahmadinejad participará sorprendentemente por primera vez en la cumbre de las pudientes seis petromonarquías árabes del Consejo de Cooperación del Golfo, en Qatar. En el nuevo orden multipolar incipiente se acabó el simplismo maniqueísta de la unipolaridad bushiana. Entramos de lleno al mundo de la hipercomplejidad: ni Annápolis, ni el Medio Oriente, ni mucho menos el Golfo Pérsico, son ya la excepción.
Una de las notas relevantes consistió en la asistencia de 12 países árabes (del total de 22) y de 20 países islámicos (incluidos los anteriores), del total de 57 que conforman la Organización de la Conferencia Islámica, además de la presencia de potencias europeas y asiáticas y organizaciones internacionales.
No se puede escatimar el éxito escenográfico y coreográfico de Annápolis, en donde Estados Unidos exhibió su poderío multimediático. El problema radica en que todo el montaje hollywoodense careció de guión teatral sustancial.
La noticia principal no fue que los palestinos e israelíes, quienes ya llevan dialogando bizantinamente 16 años, logren un acuerdo de paz el año entrante, pese a que la realidad y el cronograma corren en su contra.
Fueron dos las noticias principales tras bambalinas: una, la presencia de Siria, el supuesto aliado estratégico de Irán, que busca recuperar las Alturas del Golán; y dos, quizá la más relevante de todas, fue la asistencia de Arabia Saudita, quien por primera vez se sienta cara a cara con el Estado hebreo. No es poca cosa, cuando el régimen torturador bushiano sufre una humillante derrota en Irak, una paliza en Afganistán, y el desprestigio ignominioso en los mundos árabe e islámico.
El post Annápolis ha generado dos situaciones: su seguimiento el mes entrante en Moscú, y el probable destrabamiento de la (s)elección presidencial de Líbano, en donde más que un consenso interno parece haberse conseguido un consenso regional entre Arabia Saudita y Siria (y un tanto cuanto de Hezbollah, y de Irán en la retaguardia), con la designación del general Michael Sulaiman como nuevo mandatario.
The Jerusalem Post (28.11.07), el rotativo portavoz del fundamentalista partido hebreo Likud, exulta la “victoria” de Annápolis y afirma que detrás se encuentra el objetivo de aislar a Irán del resto de los países árabes “moderados”, y de paso congelar sus veleidades nucleares. El premier Olmert comentó al rotativo que los “iraníes deseaban que sus presuntos aliados hubieran asistido, y estaban furiosos de la masiva presencia de los árabes”; agregó que los “iraníes querían que el mundo árabe no asistiera, y ahora se dan cuenta de que hasta los sirios llegaron”.
Es obvio que a los halcones de Estados Unidos e Israel (léase los neoconservadores straussianos y el Likud) buscan amarrar navajas entre árabes y persas, lo cual fue atajado de inmediato por el canciller saudita Saud al-Faisal, quien comentó que: “la presencia de su país no había tenido conexión con la esperanza de Estados Unidos para catalizar un consenso post Annápolis en contra del proyecto nuclear iraní”.
El rotativo hebreo resalta cómo el presidente Mahmoud Ahmadinejad le dijo rotundamente al rey saudita Abdullah que “a él le gustaría que el nombre de Arabia Saudita no hubiese estado entre aquellos que acudieron a la conferencia de Annápolis. Los países árabes deberían estar atentos a las conspiraciones y engaños del enemigo sionista”.
Hasta el mismo premier Olmert, en una entrevista a The Guardian (29/11/07), no tiene más remedio que aceptar la debilidad de Mahmud Abbas (presidente de la Autoridad Nacional Palestina), a quien tenían que apuntalar los israelíes para poder conseguir acuerdos que le son difíciles de firmar.
Nadie lo dice pero Ahmadinejad Superstar tiene dos grandes conejos debajo de la manga (para no variar) que pueden descarrilar toda la escenografía y coreografía espectaculares de Annápolis: la milicia chiíta libanesa Hezbollah y un levantamiento popular a favor de Hamas en Cisjordania, cuando ya gobierna en la franja de Gaza.
En forma interesante, Trita Parsi, presidente del Consejo Nacional Iraní Estadunidense y autor del polémico libro Alianzas tramposas: los tratos secretos de Irán, Israel y EU (curiosamente pupilo del desprestigiado Francis Fukuyama y del geoestratega Zbigniew Brzezinski en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins), puntualiza juiciosamente que la teocracia chiíta jomeinista debe ser incluida en cualquier proceso de paz en Medio Oriente para que prevalezcan genuinos acuerdos de seguridad en los que deban participar todas las potencias regionales: “en cualquier arquitectura de seguridad y, sobre todo, tanto Estados Unidos como Irán deben reconocer la realidad que ahora se niegan a aceptar”.
El meollo consiste en cómo escapar de la camisa de fuerza del “equilibrio de poder” de los últimos 60 años en los que se ha visto envuelta la región y con guerras sucesivas prácticamente cada década.
A Parsi se le podrá acusar de todo menos de ser partidario de la teocracia chiíta jomeinista; en dos conferencias (17/10/ 07 y 14/11/07) apadrinadas por la Alianza Conservadora Estadunidense de Defensa comentó que “Estados Unidos tendrá que reconocer que Irán es una potencia regional importante”, y que “Irán tendrá que aceptar de facto a Israel, aunque Irán ha aceptado más a Israel como una realidad de lo que el régimen Bush/Cheney ha aceptado al mismo Irán como una potencia regional, como había formulado Irán en 2003 en su propuesta de negociación a Washington que incluía la aceptación implícita de la iniciativa de paz saudita con una solución de dos estados para el conflicto palestino-israelí”.
El iraní-estadunidense advirtió que en caso de no incluir a Irán en la nueva arquitectura de paz y seguridad de Medio Oriente “veremos la continuación del juego del equilibrio del poder, lo cual significa una guerra cada siete a 12 años”.
Señaló que esta situación anómala no existe en ninguna otra parte del mundo, ya que la arquitectura de seguridad es incluyente a las otras regiones: “en el Medio Oriente hemos proseguido acuerdos bilaterales de defensa con estados individuales a expensas de los otros estados”.
Parsi retrocedió hasta 1991 para buscar las raíces de la presente situación en la región del Golfo Pérsico, cuando Estados Unidos decidió excluir a Irán de las charlas de paz de ese año en Madrid, que fue resultado de la soberbia de la Casa Blanca después de la derrota de Saddam Hussein: “lo que permitió a la línea dura en Irán proseguir una política que el ayatola Jomeini no había podido aplicar en la década de los 80, que era la de enviar soldados chiítas a combatir en Líbano en contra de Israel”.
Concluyó que “no se puede crear un orden regional estable excluyendo a alguien, porque al contrario, le brinda incentivos para socavarlo”.
A los cinco días de post Annápolis, Ahmadinejad participará sorprendentemente por primera vez en la cumbre de las pudientes seis petromonarquías árabes del Consejo de Cooperación del Golfo, en Qatar. En el nuevo orden multipolar incipiente se acabó el simplismo maniqueísta de la unipolaridad bushiana. Entramos de lleno al mundo de la hipercomplejidad: ni Annápolis, ni el Medio Oriente, ni mucho menos el Golfo Pérsico, son ya la excepción.
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