Sunday, January 13, 2008


Guillermo Almeyra/ I

Cuba, el campo y la autogestión

En el nuevo plan de restructuración de la economía cubana se hace hincapié –con justa razón– en el desarrollo agrícola-ganadero para cerrar la brecha creciente que existe entre las necesidades de la isla en alimentos de calidad y una producción desigual e insuficiente, lo cual impone importaciones cada vez más onerosas. Por supuesto, sin estar en la isla para recorrer las diferentes zonas agrarias, sin tener un conocimiento directo de las estadísticas recientes del sector y sin poder discutir con los responsables de las nuevas políticas, me arriesgo a dar opiniones muy generales, en buena medida irresponsables y, en el mejor de los casos, a exponer verdades de perogrullo. Pero peor es callar porque opinar a tiempo, en vez de limitarse a confiar ciegamente en la sabiduría política y técnica de los responsables políticos, para sólo años después juzgar los resultados, es un deber elemental que impone la solidaridad con el pueblo cubano.

La economía de Cuba, y en particular el campo, sufre los efectos combinados de tres huracanes devastadores: el bloqueo estadunidense, que lleva más de cuatro décadas; los efectos terriblemente destructivos del “modelo” burocrático de tipo soviético (con su centralización excesiva, su voluntarismo irresponsable, su falta de previsión histórica y su desprecio por los costos económicos, sociales y ambientales) y, por último, el impacto del enorme aumento de la factura petrolera sobre un país que es importador neto de combustible y cuya economía se ve obligada a depender en buena medida del turismo (que sufre a su vez las consecuencias tanto de la disminución de los ingresos reales de los sectores europeos y canadienses que visitan Cuba como de la creciente inquietud política mundial).

El bloqueo subsistirá y, previsiblemente, se agravará cualquiera sea el nuevo presidente de Estados Unidos, pues el enemigo de Cuba no es sólo Bush sino el imperialismo que defienden tanto republicanos como demócratas. Pero Cuba, hasta ahora, incluso después del inglorioso derrumbe del “socialismo” de la burocracia soviética, ha sabido burlar, mal o bien, el bloqueo y, a un costo enorme, lo ha superado. Y la evolución del mercado mundial de materias primas –incluso si la crisis estadunidense llevase a una reducción del consumo de combustibles y, por tanto, el petróleo costase alrededor de 85 dólares por barril– será en el futuro próximo desfavorable para Cuba y los demás países dependientes importadores de combustibles y, además, no puede ser controlada desde la isla. De modo que lo que es posible hacer ahora es cambiar radicalmente el modelo de producción agrícola-ganadera y otorgarle prioridad al campo. Sin producción no hay distribución, pues Cuba no se puede permitir la importación constante y masiva de alimentos.

El país, por otra parte, desde hace más de medio siglo concentra su población en las ciudades aunque pudo evitar con sus reformas agrarias la urbanización salvaje de tipo mexicano o brasileño. La agricultura urbana podrá quizás paliar parcialmente la escasez de hortalizas y verduras en La Habana, pero la alimentación de las ciudades en cereales, frutas y carne porcina y vacuna depende de la productividad de los campesinos. La credibilidad y solidez de la revolución cubana dependen a su vez de la alianza entre aquéllos y los consumidores urbanos, que deben además producir no sólo los insumos necesarios para la producción rural, sino también todos los bienes y servicios que los campesinos necesitan para sentir que pueden vivir bien sin tener que ir a las ciudades. El reciente informe de Raúl Castro demuestra que el gobierno cubano comprende que está frente a un problema político que necesita una solución urgente, pues de su solución depende, literalmente, la continuidad de la revolución, ya que las capas más ancianas de la población urbana conocieron el pasado batistiano y fueron beneficiadas por la revolución, pero las más jóvenes nacieron políticamente en la crisis aguda que vive Cuba desde el “período especial” o se educaron en un sistema burocrático particularmente fuerte en los años 70 y 80.

Un campesino productor –no un obrero agrícola en una granja estatal, con sus estructuras y jerarquías, horarios, salarios y disciplina– no se inventa y no es posible llevar al campo la población improductiva y excedente de las ciudades. La experiencia en la antigua Yugoslavia, en la Voyvodina, república de Serbia, muestra que la productividad maicera de los campesinos, en esa zona de tierras buenas regadas por el Danubio, puede ser superior a la mayor obtenida en Estados Unidos con muchos más insumos. La cercanía del mercado consumidor y un buen sistema de transportes permitieron el florecimiento de prósperas cooperativas agrícolas que alimentaban a otras regiones yugoslavas o exportaban sus productos. La clave del éxito era la autogestión, más los métodos modernos de administración de la empresa colectiva y un apoyo estatal adecuado en fletes e insumos. Ése fue el factor dinamizador que permitió que la región, destruida por la guerra contra el nazismo, se convirtiera en un granero. Sobre este tema avanzaremos en la próxima nota.






Guillermo Almeyra /y II

Cuba, el campo y la autogestión

La minoría campesina (o rural) cubana es vital para alimentar a los consumidores urbanos y, por tanto, fundamental para asegurar la soldadura entre las ciudades y el campo e, igualmente, la soldadura política entre las generaciones más viejas –que fueron beneficiadas por la Revolución, y lo saben– y las más jóvenes –que lo fueron igualmente, pero subestiman los progresos realizados, los creen normales, y sobrestiman, en cambio, los problemas que aún deben ser superados–. Como no es posible mantener en el campo a todos los jóvenes rurales que buscan estudiar, y nuevos horizontes, ni es posible hacer retornar a quienes lo abandonaron y es urgentísimo elevar la producción de alimentos, no hay muchas opciones. Con la misma cantidad de campesinos, para producir más, hay que elevar la productividad por hectárea sin disponer de gran cantidad de mano de obra, como en Asia, para sacar provecho de la cooperación simple y hacer con la fuerza humana lo que deberían hacer las máquinas, ni de una masa importante de insumos (fertilizantes, maquinarias, semillas mejoradas, insecticidas, etcétera), como en los países de agricultura industrializada.

Careciendo, pues, de capital y de mano de obra joven y numerosa, sólo queda utilizar los otros dos “capitales” que existen en Cuba en mayor proporción que en otros países: el nivel de sanidad, instrucción y creatividad de los trabajadores del campo, y el alto nivel científico e investigativo de los laboratorios cubanos, capaces de concentrar sus esfuerzos para producir tecnologías simples, y hasta rudas, que sean eficaces en las zonas rurales, y semillas mejoradas, más plantas de insecticidas y herbicidas de rápida difusión. En las condiciones del trópico, propicias para los insectos, las sequías, las inundaciones y los vientos huracanados, crear barreras vegetales arbóreas protectivas para los campos, ver cómo mejorar los suelos con la flora y la fauna locales, organizar el riego natural, investigar en sinergia con otros centros de investigación agrícola, como el INTA argentino, es algo posible que podría dar grandes resultados, porque si se redujese la cantidad de alimentos perdidos por depredadores, sequías, problemas climáticos o deficiencias organizativas o de transporte, eso equivaldría a aumentar en la misma proporción los alimentos a disposición de las ciudades.

También entra en esto un mapa de suelos para hacer producir más alimentos a los que estén más cerca de las ciudades, y especializar los más adecuados para ciertos tipos de cultivo, sin caer en el monocultivo, que aumenta la posibilidad de plagas o de pérdidas. La geografía y la disponibilidad de agua y fletes, así como las tradiciones culturales y productivas de los campesinos de cada zona, deberían ser cuidadosamente sopesadas para concentrar esfuerzos, subvenciones e inversiones de todo tipo allí donde pueden rendir más, y más rápido.

Pero quienes mejor saben qué necesitan son los campesinos, sobre todo si trabajan en autogestión, pues en el trabajo cooperativo, comunal y en autogestión se estimulan y controlan mutuamente, aprenden uno del otro y se enseñan las técnicas propias que no se aprenden en la universidad, y crean un ambiente democrático y colectivo que forma a los jóvenes. El papel del aparato estatal consiste en permitir y desarrollar la autogestión y aprender de los campesinos, concentrando el esfuerzo en la provisión de servicios sanitarios, educativos, culturales y deportivos de todo tipo al último pueblito, para urbanizar la vida rural. En Argelia, en efecto, con la independencia la autogestión agrícola fracasó rotundamente no sólo porque los campesinos carecían de cultura –los agrónomos y técnicos eran hasta entonces los colonizadores–, sino también porque una frondosa burocracia político-militar les quitó toda iniciativa y los sometió a las órdenes que venían del poder central. La autogestión debe ser, por consiguiente, real, para que todos puedan aportar su creatividad y se sientan responsables de la construcción de un ambiente local, y de un país, más prósperos.

No ha faltado quien ha propuesto importar mano de obra haitiana o dominicana (creando condiciones para provocaciones imperialistas, para la división de los trabajadores entre protegidos y superexplotados, para el mismo racismo). Tampoco quien propuso –a pesar de la posición opuesta de Fidel Castro y de los ecologistas– convertir en etanol la producción cañera cubana (cuyos desechos podrían servir para el autotransporte a gas o como combustible en zonas rurales). Pero el problema no consiste sólo en elevar la producción, sino en cómo hacerlo sin dañar el ambiente ni desarrollar las desigualdades sociales y el egoísmo.

Por eso habría que discutir cómo fijar nuevas metas productivas y qué mejorar en cada ramo de la producción de alimentos, no sólo en las zonas que alimentan a las ciudades sino también en reuniones conjuntas de campesinos y autoridades con grupos de obreros del transporte e industriales, con grupos de consumidores. Por supuesto, los turistas no viajan a Cuba para pasar hambre y, por tanto, hay que abastecer los hoteles a tiempo y con alimentos de calidad sin tener que importarlos, ya que de las divisas que ellos dejen saldrá con qué pagar el combustible, las máquinas o la educación y la sanidad.

Pero no puede ser que algunos alimentos populares, como la carne de cerdo, no alcancen para todos, entre otras cosas porque durante muchos años se buscaba el mejor cerdo del mundo (pero necesitaba aire acondicionado, veterinarios, piensos especiales, medicinas) o la mejor vaca lechera (que vivía como un Borbón), en vez de buscar las especies más fértiles y adecuadas a las condiciones de la isla. En el combate entre las visiones productivista-técnica y la que se basa en la participación de la gente en la reconstrucción de la economía, es necesario apostarle a esta última.

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