Marco Rascón
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No hay novedad: hemos vivido desde 1976 bajo el estigma de la crisis y la recesión. Sea por el pago de la deuda externa e interna, por inflación o ajustes monetarios que llevaron al país una y otra vez a la bancarrota.
Los tiempos de repunte fueron siempre a favor de las oligarquías y ganaron con el estatismo, el milagro mexicano, la “economía mixta”, las devaluaciones, los pactos secretos con el Fondo Monetario Internacional, el auge petrolero, la austeridad, la apertura comercial; ganaron con el neoliberalismo mexicano matizado con el proteccionismo económico, los subsidios y los rescates financieros a sus bancos; ganaron con las privatizaciones y hoy con el precio del barril de petróleo en su más alto histórico.
La disyuntiva de las fracciones oligárquicas para el país fue: o una oligarquía protegida “nacionalista” de tarifas altas, beneficiaria de la privatización, o la trasnacionalización y la postración a los intereses externos a cambio de tarifas bajas.
Bajo este esquema el país se degradó en lo ecológico; los contenidos y calidad de la comunicación son hoy una basura, y la libertad de expresión se hizo un instrumento no para educar o politizar e informar, sino para degradar, aterrorizar y demostrar que los otros son peores.
Así como las coyunturas de los auges y las crisis fueron buenas para los oligarcas, así para el pueblo mexicano fue repartir el costo de las recesiones, las devaluaciones, los rescates, las austeridades, que llegaron en forma de despidos, controles salariales, enfermedades por mala alimentación como la diabetes o las cardiovasculares, la ignorancia, el control de los intelectuales y la crítica, la decadencia de los gremios y el sindicalismo, la delincuencia y el consumo masivo de drogas, las nuevas formas de clientelismo, la destrucción de los canales autónomos de gestión social, la pérdida de solidaridad clasista, contaminación y la multiplicación de las formas de corrupción.
Una diferencia entre los jóvenes de 1968 y los posteriores a 1976 es que los de 68 surgieron con sus demandas democratizadoras y transformadoras en un país donde los gobiernos, todos provenientes de un solo partido, glorificaban la “unidad nacional” y los logros de la Revolución Mexicana, que había creado una gran clase media urbana. De 1976 en adelante las generaciones se hicieron en medio de la crisis, a la que se sumaron otra y otra, sexenio tras sexenio.
Si la caída de la URSS y del Muro de Berlín significó la triunfal caída del comunismo y el “socialismo real”, el derrumbe de Wall Street en 2008 representa la debacle del modelo global capitalista. Ya se ha dicho mucho, y se dirá más, que estamos frente al final del viejo esquema que dio como frutos la primera y segunda guerras mundiales, la guerra fría, el enfrentamiento este-oeste y luego norte-sur, el esquema global que finalmente llevó a Estados Unidos a la locura de invadir Irak usando como pretexto las mentiras de George W. Bush. Bajo esta ola fue arrastrada la ONU, que con su silencio fue incapaz de detener la invasión a Irak y Afganistán, convirtiéndose en un foro de discursos.
Hoy para el mundo, y para México en lo particular, es una oportunidad de crear y buscar lo nuevo. Con esta crisis se va también el esquema de izquierdas y derechas polarizantes en el discurso y las campañas electorales, pero donde las dos hacen lo mismo en los gobiernos, creando desaliento, pragmatismo, falta de visión y realidades predecibles dictadas por el orden global. Es una oportunidad para dar por concluidas las formas de gobierno basadas en el terror y el miedo. Es la posibilidad de que termine el reino de los mediocres y de acabar con el determinismo astrológico como la visión humanista imperante. Si el neoliberalismo acabó con el valor del trabajo, es necesario reconquistar su imperio como creador principal de riqueza.
Es una oportunidad para generar políticas locales y mundiales contra el calentamiento global, provocado por un modelo de industrialización destructivo de la relación de la humanidad con la naturaleza.
Un nuevo orden es posible, si hay conceptos nuevos a partir de todo lo malo que hemos vivido en este punto de inflexión de dos siglos. Es posible decir bajo el calendario de los acontecimientos que esta recesión es en el fondo la llegada verdadera a un nuevo siglo, donde no se pueden repetir los esquemas del XX, sino que debe haber un salto en el pensamiento filosófico, político, económico, científico y cultural.
Queremos todo nuevo, pues en una lógica dialéctica lo anterior es una base para pensar de manera distinta y hacer las cosas teniendo proyecto de país y una nueva visión del mismo. Hoy la recesión empareja a todos, provocando incertidumbre y miedo a perder lo que tenemos; es una reacción natural. La otra hay que buscarla. Es un momento donde lo revolucionario se hace necesario. Por eso hay que querer todo nuevo.
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