Thursday, April 16, 2009


Cumbre y liderazgos

OLGA PELLICER


La Cumbre de las Américas es un evento visto con escepticismo. Los encuentros de jefes de Estado y de gobierno del continente carecen de una base de intereses comunes. Por lo tanto, resultados formales de esos encuentros son largas declaraciones de buenas intenciones que, al no tener mecanismos de seguimiento, quedan archivadas como reflejo del mínimo común denominador que se pudo encontrar.
El único valor de tales documentos es el grado en que reflejan, a través de cerca de 20 años, los temas que han venido ocupando el centro de la agenda internacional, desarrollo, libre comercio, democracia, buen gobierno, terrorismo, cambio climático y sustentabilidad ambiental son, entre otros, los temas que han ocupado la atención de las diversas cumbres. Interesa siempre saber cómo llegaron allí y qué efecto han tenido en el devenir del hemisferio.
Más allá de su declaración final, la Cumbre de las Américas se recuerda por la foto, por los encuentros o desencuentros que se hayan producido y por las anécdotas, chuscas o patéticas, protagonizadas por sus participantes. La última, celebrada en Mar de Plata en noviembre de 2005, se recuerda, por ejemplo, por los dimes y diretes del presidente venezolano Hugo Chávez y su par mexicano Vicente Fox, buenos para el anecdotario de la mala diplomacia.
No obstante todo lo anterior, la cumbre que se realizará entre el 17 de el 19 de abril en Trinidad y Tobago despierta mayor interés de lo acostumbrado. Las razones para ello son los tiempos políticos que se viven, la figura del nuevo presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, y las elucubraciones que toman cada día mayor fuerza sobre las potencias emergentes en América Latina.
Los tiempos que se viven en la política internacional se distinguen por la convicción de que el mundo se encuentra en una transición con destino incierto pero del que surgirán coordenadas nuevas por las que se encauzarán las relaciones internacionales del siglo XXI.
Obama no llega a esta reunión como representante del poder invencible que hasta hace algunos años encarnaba su país. Por el contrario, si algo acompaña su figura desde que llegó a la presidencia de Estados Unidos es la sombra de los inmensos problemas que arrastra la economía de ese país, las dificultades para resolver los problemas de Irak y Afganistán y la certidumbre sobre la existencia de otros poderes que avanzan para rivalizar con Estados Unidos hacia mediados del presente siglo; el caso más evidente es el de China.
La figura de Obama conquista la imaginación de la opinión pública no tanto por el poder que hace sentir, sino por las esperanzas que despierta. Su papel es el de borrar la mala imagen de Estados Unidos que dejaron los años de George W. Bush y, al mismo tiempo, proyectar una nueva, donde lo importante es la posibilidad de un cambio hacia tiempos mejores, más compartido, menos unipolar, más “sustentable”.
No se trata, desde luego, de eliminar el poder de Estados Unidos, sino de proyectarlo de otra manera. ¿Cómo se reflejará todo esto en las relaciones hemisféricas? Una manera es otorgando reconocimiento a los poderes regionales. Al hablar de un futuro multipolar, el tema de las potencias emergentes en América Latina llama necesariamente la atención y obliga a voltear los ojos hacia Brasil y México.
Los brasileños se han empeñado en la construcción de una imagen donde aparecen fortalecidos como potencia regional. Cuentan, para ello, con el éxito de algunas instituciones del Estado. Petrobrás es el ejemplo más mencionado; así mismo, cuentan con la congruencia de una política exterior que, encabezada por Itamaraty, viene ejerciendo protagonismos en diversas instituciones internacionales, como la Organización Mundial de Comercio, las Operaciones de Mantenimiento de la Paz o su actividad en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en donde los brasileños se empeñan en ser miembros permanentes; cuentan con influencia regional expresada más recientemente por la creación de la Unión Sudamericana de Naciones y es conocida su capacidad para mediar en situaciones regionales conflictivas; finalmente, gozan del buen entendimiento con los Estados Unidos con quienes, al parecer, tienen una agenda bilateral libre de conflictos.
México, por su parte, tiene credenciales muy distintas. Recibirá, previo a la próxima cumbre, la visita del presidente Obama, una distinción muy significativa que puede ser, sin embargo, un arma de dos filos. Sirve para señalarlo como interlocutor privilegiado, pero también para confirmar que, para México, lo importante es su relación hacia el norte. Es útil para recordar que somos importantes para Estados Unidos, pero los motivos, según las percepciones recientes, residen más en la seguridad interna de aquellos que en una voluntad amplia de cooperación.
Por lo demás, su presencia en América Latina es limitada. Prueba de ello es que, a pesar de tener la secretaría pro tempore del Grupo de Río no ha llevado a cabo la tarea de preparar posiciones conjuntas para la cumbre. A ella acudirá, por primera vez, el nuevo encargado para América Latina de la cancillería mexicana, buen amigo del presidente Felipe Calderón, como son la mayoría de personajes de la actual administración, pero al igual que otros, ajeno a los temas en que se debe desempeñar y poco versado en los asuntos diplomáticos.
La cumbre que viene proyectará nuevos liderazgos y recogerá vientos de cambio. Al término del encuentro, es posible que estén sobre la mesa propuestas para nuevo tipo de mecanismos de concertación política y económica en el continente, nuevos modos de otorgar y reconocer mayores responsabilidades a las potencias regionales y nuevas formas de aproximación a las relaciones hemisféricas, menos retóricas y más centradas en preocupaciones específicas. Todo ello servirá para vislumbrar quiénes serán los líderes del hemisferio en los años por venir. Los pronósticos están a la vista, faltan los hechos para confirmarlos.


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