Julia y su jamón humanitario
En fechas recientes, mi cuenta de correo ha sido invadida por mensajes que rompen el alma: gatitas huérfanas y discapacitadas, conejos con leucemia, canarios ciegos, perros ancianos que sufren enfermedades neurodegenerativas. Al pie de fotografías realmente desgarradoras, los remitentes enfatizan el deber moral de abrir el hogar y el corazón a esos seres necesitados de cariño y de cuidados (a veces, intensivos) y de reivindicar ante la energía cósmica el buen nombre de la especie humana, tan enlodado por millones de canalladas de toda clase, chiquitas, medianas, grandes, extra large y jumbo. Me conmovió especialmente el caso de un pastor alemán que, tras sufrir la pérdida de movilidad de sus extremidades posteriores, fue echado a la calle por sus amos cruelísimos y anduvo arrastrándose por las aceras hasta que el remitente del mensaje se lo encontró, lo llevó a un albergue especializado en mascotas con capacidades especiales, lo bautizó Nerón, le tomó tres fotos dramáticas y tiernas y se puso a lanzar emails de auxilio a las direcciones de conocidos y desconocidos. Recordé entonces un caso similar que presencié años atrás en un pueblito oaxaqueño: el perro de una familia campesina fue atropellado en la carretera próxima, se quedó paralítico del abdomen para abajo y sus dueños tuvieron la buena idea de fabricarle una silla de ruedas ad hoc: era como una pequeña carreta de dos ruedas, sobre la que el infortunado animal asentaba sus cuartos traseros y que se le ataba a la cintura con un cinturón viejo. De esa forma, el can, convertido a la fuerza en una criatura bípeda, podía remolcar una parte de sí mismo moviendo las extremidades anteriores. Ahora que escribo esto, realizo una búsqueda rápida y descubro que ese artilugio rústico tiene equivalentes comerciales y hasta elegantes. De hecho, en Gringolandia hay un mercado de productos especiales para bichos a los que se les ha estropeado alguna una parte del organismo:
www.youtube.com/watch?v=gMs0z84cXKo
El asunto me llevó también a evocar a Julia, una vegetariana de línea dura tan colmada de buenas intenciones que parecía a punto de explotar y que era capaz de compadecerse hasta de una ortiga necesitada de riego y abono. Era oriunda de Suecia o de Holanda, o algo así, y en cuanto llegó a México, siguiendo su primer impulso y su primer contacto, se fue a una comunidad michoacana a trabajar en proyectos de desarrollo sustentable. Llegada al lugar, Julia se enteró con gran desazón que allí la principal actividad económica era la porcicultura. Superado el trauma inicial, y ante la negativa de los habitantes a cambiar su actividad tradicional por la producción de propóleo, como les proponía la forastera, ésta discurrió una propuesta genial: matar a un ser vivo era desde todo punto de vista inaceptable, de modo que si no se podía evitar la explotación de su carne resultaba obligado preservarle la vida. Como primer paso, la mujer trató de convencer a los productores de que cambiaran de giro, dejaran de hacer carnitas y que, en vez de eso, se dedicaran a la fabricación de jamón serrano, lo que podía reportarles un notable incremento en sus ingresos. Cuando logró venderles esa idea, pasó al punto dos: a cada cerdo se le amputaría, por medio de una intervención quirúrgica cuidadosa, con el concurso de un anestesista calificado y subsiguientes apapachos postoperatorios, uno de los cuartos traseros, el cual sería destinado a la producción; a cambio del daño, se compensaría al animal con una prótesis adecuada, alimentación a base de nueces y almendras, vivienda limpia y afecto humano hasta que sobreviniera su muerte natural. Hasta donde sé, los que habrían de salir beneficiados con la propuesta –ingrata que es la gente– la mandaron al cuerno.
Conocí a Julia cuando elaboraba el proyecto. Había venido al Distrito Federal para solicitar la asesoría de un veterinario con especialidad en homeopatía y acupuntura. Me llamó por teléfono para pedirme mi opinión, nos citamos en un café, acudimos, nos presentamos, ella desplegó en la mesa unos papeles con textos y dibujos, se lanzó sin más preámbulos a exponerme su plan y yo la escuché con atención hasta que terminó. Luego le formulé algunas preguntas básicas: el precio promedio de un cerdo, los honorarios del cirujano, el costo al mayoreo de las prótesis (ella dudaba si era aceptable mandarlas a hacer en serie o si, por el contrario, la ética exigía que fuesen a la medida de cada animal amputado) y el presupuesto para la jubilación digna de los porcinos. Saqué del bolsillo una hermosa y entrañable pluma fuente, garabateé sobre una servilleta unas sumas rápidas y unas divisiones de bulto y obtuve que, para sacar gastos, los porcicultores tendrían que vender su jamón en algo así como 700 dólares el kilo. Recordé entonces al perro oaxaqueño y le sugerí que se cortara ambas patas traseras a los puercos y se les proveyera no de prótesis, sino de sillas de ruedas; de esa manera, le dije, los costos del producto a granel podrían bajar a unos 450 dólares, y aun así sería difícil colocar en el mercado aquel jamón humanitario. Ella me lanzó una mirada ofendida ante lo que consideró una inmoralidad y, sin decir palabra, recogió sus papeles de la mesa, se levantó y salió del café. Su partida súbita me dejó tan sorprendido que en el momento no me di cuenta de que se había llevado mi pluma fuente.
Años después me llegó una solicitud para que agregara mi nombre a una lista de firmantes de un proyecto formidable que aspiraba al patrocinio de la Organización Mundial de la Salud, de la Comisión Económica y Social de la ONU y de la UNESCO, y en el que la tal Julia fungía como directora estratégica. Se trataba de un plan ejecutivo muy bien diseñado, tanto en lo conceptual como en lo gráfico, que clamaba por un enfoque holístico en la relación entre los humanos y otras especies animales. Proponía, entre otras acciones, prohibir los atroces métodos de electrocución empleados para obtener esperma de sementales perezosos y sustituirlos por adaptaciones del yoga kundalini orientadas a equinos, porcinos y osos pandas del zoológico; incluir en los planes de estudio de las carreras de veterinaria una materia sobre invertebrados, para que los egresados pudiesen dar asistencia clínica y sanitaria a pulpos en desgracia, arañas con una pata rota y hasta a humanos que hubiesen atentado contra una mosca, le hubiesen producido traumatismos severos y luego, arrepentidos de su acción, pretendieran salvar la vida de su maltrecha víctima; ah, el plan de acción también estipulaba que, si no era posible persuadir a ciertas industrias químicas de que dejaran de producir insecticidas, cuando menos se les debía exigir que agregaran a sus productos un anestésico poderoso para evitar el sufrimiento final de los seres inocentes asesinados. Cuando estaba a punto de agregar mi rúbrica en el documento, me pregunté si no sería conveniente pensar menos en los zancudos con hipertensión y más en los millones de humanos que la están pasando de la chingada en este mundo, y como además la directora ejecutiva de la propuesta me había dejado sin pluma, no la firmé.
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