Aniversarios de la barbarie
Editorial
Hoy hace 35 años la institucionalidad democrática chilena sucumbió ante una violenta sublevación militar que constituyó el último capítulo de una larga campaña de desestabilización concebida, organizada y financiada por Washington contra el gobierno constitucional que presidía Salvador Allende. Se estrenó entonces, en la nación austral, una forma de barbarie que en sus formas brutales de control y sometimiento político recordaba al nazismo alemán, y cuyos postulados económicos, orientados a imponer la ley del más fuerte y a convertir las sociedades en mercados, si no es que en junglas, fueron recogidos por una escuela dominante que aún inspira las políticas económicas oficiales de muchos gobiernos.
La dictadura militar y el proceder asesino y corrupto del general que la presidió dejaron tras de sí, además de una destrucción humana, social, institucional y moral incuantificable, un paradigma del exceso totalitario del que han terminado por distanciarse hasta las derechas más recalcitrantes, por más que haya sido en ellas en las que se fraguó el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. En el Chile contemporáneo, aunque la abominación de la pasada tiranía sea un consenso sólido, la clase política parece empeñada en mantener no sólo la Constitución antidemocrática redactada por los generales para garantizarse la impunidad tras el fin de su régimen, sino también el modelo económico legado por la dictadura.
Peor aún: el pinochetismo económico –aún vigente en muchos países, entre ellos México– fue retomado por la “revolución conservadora” de Margaret Thatcher y de Ronald Reagan y convertido en receta de imposición universal por los organismos financieros internacionales que operan como instrumentos del saqueo colonial a los países pobres por los capitales financieros e industriales de las naciones ricas.
El injerencismo estadunidense, que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se extendió del continente americano, su área de influencia tradicional, al resto del mundo, fue complementado con el modelo administrativo, financiero y comercial que preconizaba el adelgazamiento del Estado, la privatización generalizada de bienes públicos, la desregulación, la apertura de las fronteras nacionales al libre comercio, la liquidación de los programas sociales y de los subsidios a la producción y al consumo, la transferencia a empresas privadas de responsabilidades gubernamentales básicas como salud, educación y seguridad, el desmantelamiento de las bases jurídicas del bienestar de la población, la “flexibilización laboral”, la contención salarial con el pretexto de la lucha contra la inflación, la reducción de los impuestos a los grandes capitales y, para compensarla, el incremento de las tarifas de bienes y servicios públicos.
Tal ha sido el correlato económico, acatado por autoridades oligárquicas locales, de una política intervencionista hipócrita, que actúa en nombre de la democracia y la libertad para asegurar y expandir las posiciones geoestratégicas de Washington en el mundo. Con ese propósito real, la Casa Blanca ha establecido alianzas con dictaduras sangrientas, ha promovido el terrorismo y la subversión contra gobiernos que pretenden ejercer la soberanía nacional, ha atropellado la legalidad internacional con invasiones militares injustificables y ha tolerado y/o perpetrado genocidios contra pueblos de Centro y Sudamérica, así como contra palestinos, saharauis, afganos e iraquíes.
“¿Por qué nos odian?”, se preguntaba, perplejo, el todavía presidente George W. Bush unos días después del brutal atentado terrorista que cimbró a su país y al mundo y que fue perpetrado otro 11 de septiembre, hoy hace siete años, como una respuesta criminal a las injerencias criminales de la potencia planetaria en Medio Oriente y Asia central. Pero, en vez de tomarse el trabajo de comprender las causas de los sentimientos antiestadunidenses que recorren el planeta, el gobernante se dio a la tarea de multiplicarlas y profundizarlas. Con el pretexto de vengar los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono y de fortalecer la seguridad de sus conciudadanos, Bush ordenó un sangriento ataque contra Afganistán y la posterior ocupación militar de ese infortunado país; emprendió un severo recorte de las libertades individuales y de los derechos humanos en el marco legal estadunidense; recurrió a un discurso alarmista y mentiroso para concitar el respaldo de la población a su militarismo desbocado y autoritario y, a finales de marzo de 2003, atacó a Irak y acabó hundiendo a su propio gobierno y a varios de sus aliados en el pantano de una guerra genocida, ilícita y corrupta que en el país ocupado ha causado cientos de miles de víctimas, daños materiales incalculables y una situación de catástrofe no muy distante a la extinción nacional, así como la muerte de unos 4 mil 500 estadunidenses, entre militares y paramilitares –muchos más que los fallecidos el 11 de septiembre de 2001–, más de 30 mil heridos, muchos de ellos con daños permanentes, el dispendio o desvío de cientos de miles de millones de dólares y una degradación política, mediática, moral y diplomática sin precedente.
Más allá de una coincidencia casual de fechas, hay una continuidad de la barbarie entre el bombardeo golpista del Palacio de la Moneda, en Santiago de Chile, y la demolición terrorista de dos emblemáticos edificios neoyorquinos, 28 años más tarde; esa continuidad vincula también a los centros de exterminio establecidos a partir de 1973 por Augusto Pinochet con el aparato de tortura montado desde 2001 por el gobierno de Bush en numerosos puntos del globo, y del que se ha conocido sólo una pequeña parte: Abu Ghraib, Guantánamo, las prisiones militares de Bagram y el trasiego clandestino de secuestrados por los cielos de Europa en vuelos clandestinos organizados por la CIA. Por eso, el 11 de septiembre evoca regresiones trágicas en el proceso civilizatorio.
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