Adolfo Sánchez Rebolledo
Millones de electores que apoyaron a la coalición Por el Bien de Todos en 2006 no revalidaron su decisión de apoyar un cambio por la izquierda. O bien se abstuvieron, o anularon la boleta o prefirieron votar al PRI. Sumados, los votos efectivos de la izquierda (PRD, PT, Convergencia) arañan 20 por ciento del total, pero la idea de conformar un amplio frente de izquierda ha sido superada por los antagonismos partidistas y los conflictos intestinos. Junto con el PAN, el PRD –y en él se incluyen todos sus líderes– es el gran perdedor de esta contienda. A la evidencia de su escasa e inamovible implantación nacional se añade ahora la pérdida de posiciones en sus antiguos cotos de influencia (que aún lo salvan de un desastre mayor).
De hecho, el resultado nos remite a las traumáticas elecciones intermedias de 1991, cuando la votación del PRD se desplomó en comparación con las elecciones de 1988. Entonces el cardenismo sufrió la campaña de odio emprendida por el gobierno de Salinas de Gortari, la sistemática ofensiva bipartidista orquestada para impedir el surgimiento de una tercera fuerza real, pero también, hay que subrayarlo, el joven PRD sucumbió a sus propios errores de apreciación política, a la subestimación de sus adversarios y a sus ya entonces evidentes limitaciones organizativas que lo confinaban a ciertas regiones y sectores.
Esta vez, de nuevo contra la izquierda se han aliado sin el menor recato los poderes fácticos, el gobierno, las cúpulas empresariales más temerosas del “populismo”, es decir, el pasado y el presente de una elite que sólo cambia desde arriba, a cuentagotas y siempre preservando los intereses privilegiados de la clase dominante. Pero en esta derrota ha contribuido como nunca la propia izquierda que en estos tres años ha sido incapaz de poner en pie la fuerza electoral ganada en el 2006, consumiéndose en estériles debates internos, cuya trascendencia intelectual y política aparece nublada por la mezquindad de los líderes que hoy deberían rendir cuentas y no meras justificaciones. (Cuando se observa el panorama completo es válido preguntarse si no habría sido menos costoso – en términos éticos y políticos– la división que la espiral de descalificaciones en que se ha convertido la “lucha interna” dentro del PRD y entre los partidos del hoy moribundo Frente Amplio Progresista.)
Si, en efecto, existe una contradicción de fondo entre los partidarios de Nueva Izquierda y el resto de las corrientes que siguen a Andrés Manuel López Obrador, la pregunta a estas alturas es si aún pueden caminar juntas bajo la forma de un partido o si, separadas, es posible cierta unidad de acción con vistas a 2012. O, sencillamente, nada hay que hacer, salvo esperar la extinción política de alguna de las partes.
Una respuesta convincente exige un análisis riguroso de la coyuntura, la disposición a revisar la estrategia seguida por todos los involucrados y a incorporar al debate a aquellas voces que puedan aportar algo. Exige autocrítica, realismo y honestidad. La simplificación sistemática de los temas a discusión, cuando no la reducción al absurdo de las otras posiciones, disminuye las propias, las caricaturiza sin remedio y las anula.
Es indispensable volver a los temas esenciales de 2006, a la política con mayúsculas: la izquierda no puede darse el lujo de abandonar en los hechos la cuestión social sin desdibujarse, pero eso es lo que en verdad ocurrió durante la campaña: los grandes asuntos del empleo y la salud, por ejemplo, se transformaron en meras referencias simbólicas o mediáticas, en espots o denuncias sin calado, carentes de filo crítico o movilizador. La crisis, con todas sus terribles secuelas, no es, por desgracia, el gran asunto político y moral que debería ocupar los mayores esfuerzos de la izquierda social, parlamentaria, intelectual, partidista, sobre todo cuando todos los análisis confirman que la recuperación está lejos, pero las consecuencias podrían ser explosivas a corto plazo. Una coalición popular exige claridad en los objetivos y una política de alianzas sujeta a los humores cotidianos de los líderes.
Cansado de los experimentos, el electorado, volátil por naturaleza, prefirió dar su confianza –erosionada por el abstencionismo– a una opción esencialmente conservadora al votar por el PRI como el partido “del orden”, antes que refrendar en las urnas la deteriorada legitimidad del gobierno panista. Por desgracia, el país es hoy un poco más bipartidista que ayer, aunque el poder político aparezca fragmentado en compartimientos cerrados, más cercanos al autoritarismo que a la democracia. Y algo más: en esta feudalización hacen su agosto los poderes fácticos, sobre todo los medios que ya se perfilan –con todo y candidato– hacia 2012. Ellos quieren ser los intérpretes de la nueva razón de Estado transformada por los cambios inevitables de la política. Quieren la contrarreforma electoral, un presidencialismo a modo y un régimen “representativo” que sea funcional al despliegue de sus intereses presentes y futuros. Es el fin de una época.
En medio del hartazgo, el Presidente ha pedido colaboración para renovar el cogobierno con el PRI. Y éste, satisfecho de su resucitación, se apresta a concederla bajo sus propias condiciones. La historia se repite, pero ahora contada al revés. El panismo no tiene proyecto y hace agua y Peña Nieto avanza para salvarlos a todos. Y la izquierda, ¿qué dice?
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