El IX Congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba
Tuve el privilegio de seguir directamente voz, imágenes, ideas, argumentos, rostros, reacciones y aplausos de los delegados participantes en la sesión final del IX Congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba, que tuvo lugar en el Palacio de Convenciones el pasado domingo 4 de abril. Las cámaras de televisión recogen detalles desde proximidades y ángulos mucho mejores que los ojos de las personas presentes en cualquiera de esos eventos.
No exagero si digo que ha sido uno de los momentos más emocionantes de mi larga y azarosa vida. No podía estar allí, pero lo viví dentro de mí mismo, como quien recorre el mundo de las ideas por las cuales ha luchado las tres cuartas partes de su existencia. De nada valdrían sin embargo ideas y valores para un revolucionario, sin el deber de luchar cada minuto de su vida para vencer la ignorancia con que todos venimos al mundo.
Aunque pocos lo admitan, el azar y las circunstancias desempeñan un papel decisivo en los frutos de cualquier obra humana.
Entristece pensar en tantos revolucionarios, con muchos más méritos, que no pudieron siquiera conocer el día de la victoria de la causa por la cual lucharon y murieron, fuese la independencia o una profunda revolución social en Cuba. Ambas al final inseparablemente unidas.
Desde mediados de 1950, año en que concluí mis estudios universitarios, me consideraba un revolucionario radical y avanzado, gracias a las ideas que recibí de Martí, Marx y, junto a ellos, una legión incontable de pensadores y héroes deseosos de un mundo más justo. Había transcurrido entonces casi un siglo desde que nuestros compatriotas iniciaron el 10 de octubre de 1868 la primera guerra de independencia de nuestro país contra lo que restaba en América de un imperio colonial y esclavista. El poderoso vecino del Norte había decidido anexarse a nuestro país como fruta madura de un árbol podrido. En Europa habían surgido ya con fuerza la lucha y las ideas socialistas del proletariado contra la sociedad burguesa que tomó el poder por ley histórica durante la Revolución Francesa que estalló en julio de 1789 inspirada en las ideas de Juan Jacobo Rousseau y los enciclopedistas del siglo XVIII, las cuales constituyeron igualmente las bases de la Declaración de Filadelfia el 4 de julio de 1776, portadora de las ideas revolucionarias de aquella época. Con creciente frecuencia en la historia humana, los acontecimientos se mezclan y superponen.
El espíritu autocrítico, la incesante necesidad de estudiar, observar y reflexionar, son a mi juicio características de las que no puede prescindir ningún cuadro revolucionario.
Mis ideas, desde bastante temprano, eran ya irreconciliables con la odiosa explotación del hombre por el hombre, concepto brutal en que se basaba la sociedad cubana bajo la égida del país imperialista más poderoso que ha existido. La cuestión fundamental, en plena Guerra Fría, era la búsqueda de una estrategia que se ajustara a las condiciones concretas y peculiares de nuestro pequeño país, sometido al abyecto sistema económico impuesto a un pueblo semianalfabeto, aunque de singular tradición heroica, a través de la fuerza militar, el engaño y el monopolio de los medios de información, que convertían en actos reflejos las opiniones políticas de la inmensa mayoría de los ciudadanos. A pesar de esa triste realidad, no podían, sin embargo, impedir el profundo malestar que sembraban en la inmensa mayoría de la población la explotación y los abusos de tal sistema.
Después de la Segunda Guerra Mundial por el reparto del planeta, que fue la causa de la segunda carnicería —separada de la anterior por apenas 20 años, desatada esta vez por la extrema derecha fascista, que costó la vida a más de 50 millones de personas, entre ellas alrededor de 27 millones de soviéticos—, en el mundo prevalecieron por un tiempo los sentimientos democráticos, las simpatías por la URSS, China y demás Estados aliados en aquella guerra que finalizó con el empleo innecesario de dos bombas atómicas, que ocasionaron la muerte a cientos de miles de personas en dos ciudades indefensas de una potencia ya derrotada por el avance indetenible de las fuerzas aliadas, incluidas las tropas del Ejército Rojo, que en breves días habían liquidado al poderoso ejército japonés de Manchuria.
La Guerra Fría fue iniciada por el nuevo Presidente de Estados Unidos casi inmediatamente después de la victoria. El anterior, Franklin D. Roosevelt, que gozaba de prestigio y simpatía internacional por su posición antifascista, murió después de su tercera reelección, antes de finalizar aquella guerra. Sustituido entonces por su vicepresidente Harry Truman, un hombre descolorido y mediocre, fue este el responsable de aquella política funesta.
Estados Unidos, único país desarrollado que no sufrió destrucción alguna debido a su posición geográfica, atesoraba casi todo el oro del planeta y los excedentes de la producción industrial y agrícola, e impuso condiciones onerosas a la economía mundial a través del famoso acuerdo de Bretton Woods, de funestas consecuencias que aún perduran.
Antes de iniciarse la Guerra Fría, en la propia Cuba existía una Constitución bastante progresista, la esperanza y las posibilidades de cambios democráticos aunque nunca, por supuesto, las de una revolución social. La liquidación de esa Constitución por un golpe reaccionario en medio de la Guerra Fría, abrió las puertas a la revolución socialista en nuestra Patria, que fue el aporte fundamental de nuestra generación.
El mérito de la Revolución Cubana se puede medir por el hecho de que un país tan pequeño haya podido resistir durante tanto tiempo la política hostil y las medidas criminales lanzadas contra nuestro pueblo por el imperio más poderoso surgido en la historia de la humanidad, el cual, acostumbrado a manejar a su antojo a los países del hemisferio, subestimó a una nación pequeña, dependiente y pobre a pocas millas de sus costas. Ello no habría sido jamás posible sin la dignidad y la ética que caracterizaron siempre las acciones de la política de Cuba, asediada por repugnantes mentiras y calumnias. Junto a la ética, se forjaron la cultura y la conciencia que hicieron posible la proeza de resistir durante más de 50 años. No fue un mérito particular de sus líderes, sino fundamentalmente de su pueblo.
La enorme diferencia entre el pasado —en que apenas podía pronunciarse la palabra socialismo— y el presente, se pudo apreciar el día de la sesión final del IX Congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba, en los discursos de los delegados y en las palabras del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros.
Es muy conveniente que lo que allí se dijo se reproduzca y conozca dentro y fuera del país a través de los más variados medios de divulgación, no tanto por lo que a nuestros compatriotas atañe, curtidos en esta lucha durante largo tiempo, sino por lo que a los pueblos del mundo conviene conocer la verdad y las gravísimas consecuencias hacia donde el imperio y sus aliados conducen a la humanidad.
En sus palabras de clausura, breves, profundas, precisas, Raúl puso los puntos sobre las íes en varios temas de suma importancia. El discurso fue una estocada profunda en las entrañas del imperio y sus cínicos aliados, al expresar críticas y autocríticas que hacen más fuertes e inconmovibles la moral y la fuerza de la Revolución Cubana, si somos consecuentes con lo que cada día nos enseña un proceso tan dialéctico y profundo en las condiciones concretas de Cuba.
Tan acostumbrado estaba el imperio a imponer su voluntad, que menospreció la resistencia de que es capaz un pequeño país latinoamericano del Caribe, a 90 millas de sus costas, en el que era propietario de sus riquezas fundamentales, monopolizaba el control de sus relaciones comerciales y políticas, e impuso por la fuerza una base militar contra la voluntad de la nación, bajo el manto de un acuerdo legal al que asignaron además carácter constitucional. Menospreciaron el valor de las ideas frente a su inmenso poder.
Raúl les recordó cómo las fuerzas mercenarias fueron derrotadas en Girón antes de cumplirse las 72 horas del desembarco, a los ojos de la flota naval yanqui; la firmeza con que nuestro pueblo se mantuvo inconmovible en la Crisis de Octubre de 1962, al no aceptar la inspección de nuestro territorio por Estados Unidos —tras la fórmula inconsulta del acuerdo entre la URSS y dicho país que ignoraba la soberanía nacional— a pesar del incalculable número de armas nucleares que apuntaban contra la isla.
Tampoco faltó la referencia a las consecuencias de la desintegración de la URSS, que significó la caída de un 35% de nuestro PIB y el 85% del comercio exterior de Cuba, a lo que se sumó la intensificación del criminal bloqueo comercial, económico y financiero a nuestra Patria.
Casi 20 años han transcurrido desde aquel triste y funesto acontecimiento, y sin embargo Cuba sigue en pie decidida a resistir. Por ello, adquiere especial importancia la necesidad de superar y vencer todo lo que conspire contra el desarrollo sano de nuestra economía. Raúl no dejó de recordar que hoy el sistema imperialista impuesto al planeta amenaza seriamente la supervivencia de la especie humana.
Contamos actualmente con un pueblo que pasó del analfabetismo a uno de los más altos niveles de educación del mundo, que es dueño de los medios de divulgación masiva, y puede ser capaz de crear la conciencia necesaria para superar dificultades viejas y nuevas. Con independencia de la necesidad de promover los conocimientos, sería absurdo ignorar que, en un mundo cada vez más complejo y cambiante, la necesidad de trabajar y crear los bienes materiales que la sociedad necesita constituye el deber fundamental de un ciudadano. La Revolución proclamó la universalización de los conocimientos, consciente de que cuanto más conozca, más útil será el ser humano en su vida; pero nunca se dejó de exaltar el deber sagrado del trabajo que la sociedad requiere. El trabajo físico es, por el contrario, una necesidad de la educación y la salud humana, por ello, siguiendo un principio martiano, se proclamó desde muy temprano el concepto de estudio y trabajo. Nuestra educación avanzó considerablemente cuando se proclamó el deber de ser profesores y decenas de miles de jóvenes optaron por la enseñanza —o lo que fuese más necesario para la sociedad. El olvido de cualquiera de estos principios entraría en conflicto con la construcción del socialismo.
Igual que todos los pueblos del Tercer Mundo, Cuba es víctima del robo descarado de cerebros y fuerza de trabajo joven; no se puede cooperar jamás con ese saqueo de nuestros recursos humanos.
La tarea a la que cada cual consagre su vida, no solo puede ser fruto del deseo personal, sino también de la educación. La recalificación es una necesidad irrenunciable de cualquier sociedad humana.
Los cuadros del Partido y del Estado deberán enfrentar problemas cada vez de mayor complejidad. De los responsables de la educación política se demandarán mayores conocimientos que nunca de la historia y la economía, precisamente por la complejidad de su trabajo. Basta leer las noticias que llegan todos los días de todas partes para comprender que la ignorancia y la superficialidad son absolutamente incompatibles con las responsabilidades políticas. Los reaccionarios, los mercenarios, los que anhelan consumismo y rehúsan el trabajo y el estudio, tendrán cada vez menos espacio en la vida pública. No faltarán jamás en la sociedad humana los demagogos, los oportunistas, los que anhelan soluciones fáciles en busca de popularidad, pero los que traicionan la ética tendrán cada vez menos posibilidades de engañar. La lucha nos ha enseñado el daño que pueden causar el oportunismo y la traición.
La educación de los cuadros será la tarea más importante que los partidos revolucionarios deberán dominar. No habrá jamás soluciones fáciles, el rigor y la exigencia tendrán que prevalecer. Cuidémonos especialmente también de aquellos que junto al agua sucia vierten los principios y los sueños de los pueblos.
Hace días deseaba hablar del Congreso de la Juventud, pero preferí esperar su divulgación y no robarle espacio alguno en la prensa.
Ayer, siete de abril, fue el cumpleaños de Vilma. Escuché con emoción, a través de la televisión, su propia voz acompañada por las finas notas de un piano. Cada día valoro más su trabajo y todo lo que hizo por la Revolución y por la mujer cubana. Las razones para luchar y vencer se multiplican cada día.
Fidel Castro Ruz
Abril 8 de 2010
3 y 40 p.m.
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