Carlos Martínez García
Hace unos días se cumplió un año más de su terrible asesinato. El 24 de julio de 1981 el líder histórico de los indígenas chamulas protestantes, Miguel Gómez Hernández (conocido como Miguel Caxlán desde su niñez, por usar camisa y pantalón al igual que los mestizos), es brutalmente ultimado por sicarios al servicio de Javier López Pérez, cacique de San Juan Chamula.
Aquel día el dirigente de la creciente Iglesia evangélica tzotzil ya no pudo escapar de sus perseguidores. Antes había logrado, en numerosas ocasiones, ponerse a salvo de los intentos por asesinarlo.
Sus captores lo interceptan en las cercanías de la colonia Nueva Esperanza, asentamiento de chamulas protestantes expulsados de sus poblados originales, fundado por Caxlán en los márgenes de San Cristóbal de las Casas, y de donde lo llevan a la cabecera municipal de Chamula para torturarlo vilmente en casa de quien paga por el secuestro y asesinato. Le arrancaron el cuero cabelludo, le extirpan un ojo, arrancan la lengua y nariz, lo golpean reiteradamente y con distintos objetos. Después se lo llevaron a un monte, ahí lo cuelgan de un árbol. Sus hermanos evangélicos, que lo buscaban desde el primer momento en que se enteran de su desaparición, encuentran a Miguel Caxlán inerte, el vaivén del viento movía su cuerpo.
Es frecuente hallar referencias que aseguran como origen de la implantación del protestantismo entre los chamulas los trabajos de los traductores y misioneros del Instituto Lingüístico de Verano (ILV). Pero casi nadie ha prestado atención a los propios chamulas conversos, que son quienes de manera definitiva extienden y consolidan su nueva fe. Por destacar, con distintas motivaciones, un supuesto papel preponderante de los misioneros estadunidenses, se invisibilizan los esfuerzos de los indígenas que deciden elegir otra identidad religiosa, en este caso el protestantismo, y son eficaces difusores de esa creencia. Es el caso de Miguel Caxlán, personaje central en la construcción de un protestantismo con rostro indio.
La vida de Miguel Gómez Hernández tiene varios paralelismos con la de Juan Pérez Jolote, cuya biografía debemos a Ricardo Pozas y ha tenido múltiples reimpresiones desde su primera publicación en 1952. Ambos viajan a las fincas cafetaleras del Soconusco para laborar, tienen graves problemas de alcoholismo, viven por un corto tiempo en la ciudad de México, experimentan la discriminación de que son víctimas en todos los lugares por los que pasan en su éxodo. Los dos colaboran como informantes de la lengua tzotzil (Juan en los años 50 del siglo pasado y Miguel en los 60) con los misioneros del ILV, Kenneth Jacobs y su esposa Elaine.
En 1963 Miguel Caxlán abandona su puesto de jilol (curandero) y se convierte en predicador evangélico. Dirige pequeños núcleos de simpatizantes y conversos en distintos hogares de parajes pertenecientes al municipio de Chamula. Al enterarse, hacia finales de 1964, que en Vinictón tenían lugar reuniones de evangélicos encabezados por Gómez Hernández, las autoridades tradicionales de Chamula advierten al grupo que de no cesar las reuniones sufrirían represalias. Las mismas no tardarían en hacerse efectivas.
Después de varios hostigamientos y ataques de advertencia, el 21 de enero de 1966 Miguel Caxlán y Domingo Nachij (también líder y quien introduce a Miguel en el cristianismo evangélico) son balaceados, pero salen ilesos del intento por eliminarlos.
Más tarde, en ese mismo año, los tradicionalistas incendian casas de evangélicos en tres parajes: uno de los hogares en llamas es el de Caxlán, que a partir de entonces decide refugiarse en San Cristóbal de las Casas. Ése fue el primer ataque violento contra Miguel Gómez Hernández. El último acabaría cruelmente con su vida 15 años después.
Desde su lugar de exilio, Miguel Caxlán hace visitas fugaces a las células protestantes conformadas por indígenas chamulas. Los sábados y domingos organiza reuniones generales en casa del traductor del Nuevo Testamento al tzotzil, Kenneth Jacobs, en San Cristóbal. Les advierte a sus congregantes de que debían ser conscientes de los peligros que les acechaban, como lo recuerda una asistente, la entonces adolescente Pascuala López Hernández: “… nos decía que era posible que la gente de Chamula no nos quisiera por ser evangélicos y que posiblemente se desataría una persecución en nuestra contra e intentarían matarnos o hasta quemarnos”. Hoy Pascuala vive en la colonia de expulsados Betania, la que fue iniciada por Manuel Caxlán, hijo de Miguel, y es un símbolo de la resistencia de los chamulas evangélicos, ya que ella misma sufrió un violentísimo ataque a manos de los tradicionalistas, en el que murieron su hermano y hermana, Domingo, de 10 años, y Dominga, de 12, así como su sobrina Angelina de cuatro años. Pascuala y otra sobrina, Abelina de siete años, quedaron gravemente heridas.
En el verano de 1981 un hecho sin precedente cimbró a San Cristóbal de las Casas: el muy concurrido cortejo fúnebre de un indígena. Acompañaron al féretro más de 5 mil personas. Nadie recordaba la asistencia de tal multitud a un sepelio. Protestantes indígenas, mestizos y misioneros caminaron juntos, indignados y dolidos por la muerte de Miguel Caxlán.
Carlos Martínez García
Conocí la historia de Miguel Caxlán hace varios años. Más bien debo decir que hace poco más de una década lo que me llegó fueron datos fragmentarios del personaje acerca del cual recientemente pude concluir la escritura de un libro. Al proponerme indagar sobre el tema se acrecentó la convicción de que el caso del líder chamula protestante sintetizaba la doble vertiente de un proceso acontecido en los márgenes de la historia nacional.
Una de la reglas del periodismo es no presuponer que los posibles lectores conocen datos brindados en notas informativas y/o artículos de opinión anteriores. Pero hoy la regla ya no es tan imperativa, gracias a que las hemerotecas virtuales permiten con facilidad la consulta de publicaciones atrasadas. En el caso de La Jornada, su excelente sitio de Internet es una herramienta que facilita enormemente la búsqueda de números pasados. Por lo anterior invito a quienes sigan este artículo a que abran la edición digital de nuestro periódico correspondiente al pasado 30 de julio y a que lean el artículo que entonces escribimos, titulado: “El martirio de Miguel Caxlán”. De hacerlo van a tener elementos para seguir mejor esta “segunda parte” de la historia.
El caso del líder chamula protestante fue para mí, desde un principio, la comprobación de dos facetas poco estudiadas por los científicos sociales de nuestro país. Esos dos rostros son, por un lado, la historia de la intolerancia al cambio religioso en algunas comunidades tradicionales de México y su caudal de persecuciones. Por el otro, es la constatación de la persistencia de los perseguidos y los mecanismos de defensa construidos para resistir los vendavales.
Un elemento adicional a los mencionados, que me llevó a hurgar en el tópico, fue el espacio social donde se desarrollaron los acontecimientos que confluyeron en el violentísimo asesinato, el 24 de julio de 1981, de Caxlán: en comunidades indígenas, particularmente en los Altos de Chiapas, zona de interés mundial a partir del movimiento zapatista iniciado en 1994. Antes que éste, hubo en la historia de Chiapas varias luchas indígenas contra distintas formas de dominación, tanto externas como internas. La lid de los indios e indias protestantes en favor de su derecho a elegir y reproducir su nueva identidad, distinta a la tradicional, tiene que ser vista como parte de las movilizaciones de los pueblos originarios contra quienes buscan petrificarlos en una historia imaginaria, pero que tiene escasos asideros en la realidad histórica.
La gesta de Miguel Caxlán y sus seguidores, la continuada respuesta estigmatizadora de sus adversarios y la violencia que desataron, así como la inacción de las autoridades de los distintos niveles de gobierno que dejaron de cumplir su deber de salvaguardar los derechos de los indígenas protestantes, coincidieron para forjar hechos que deben ser conocidos más allá del círculo en que continúan transmitiéndose oralmente. Esa historia es la de una brutal y continuada violación de los derechos humanos, sin paralelo en el país.
Entre la extensa falta de registro de atrocidades cometidas contra las minorías en México, las infligidas a los protestantes son de las más invisibilizadas. En la extensa y variada obra de Carlos Monsiváis hay un reiterado esfuerzo por ir contra esa corriente que simplemente ni ve ni oye la discriminación, la violencia simbólica y física de que han sido objeto los indios e indias protestantes.
Dice Monsiváis (revista Contrahistorias, marzo-agosto de 2005): “Ninguna historia nacional lo cubre todo, pero en la visión histórica a nuestro alcance lo omitido o ni siquiera registrado es abrumador… Y tampoco se acepta lo histórico de la lucha a favor de los derechos humanos y contra la intolerancia, como no se registra el genocidio por acumulación, ejercido contra los protestantes… Como se quiera ver, el mero registro público de una matanza es un espacio ganado a la impunidad que ha invisibilizado sus crímenes. Por supuesto, la impunidad todavía prevalece y muchos de sus grandes crímenes son económicos, pero si se minimiza lo avanzado se le reduce todavía más. En la lucha contra la impunidad ningún adelanto es insignificante, así como ninguno es todavía permanente. Hace falta la historia de las luchas y el destino de los heterodoxos mexicanos del siglo XX, [como la de] los protestantes (la segregación bárbara, los linchamientos de todo tipo y la terquedad en el ejercicio de su fe)”. Y precisamente de lo último trata mi intento por registrar el martirio de Miguel Caxlán: de su segregación bárbara (por parte del tradicionalismo caciquil chamula y las autoridades gubernamentales que lo dejaron en el desamparo), el linchamiento simbólico y físico de que fue víctima, y de la obstinada defensa de sus creencias.
Valga lo anterior para invitar a la entrega de un reconocimiento que lleva el nombre del desconocido líder indígena, Miguel Caxlán al reconocido escritor Carlos Monsiváis, por su continua defensa de los derechos de las minorías religiosas, particularmente de la comunidad protestante/evangélica. Nos vemos el viernes, 6:30 pm, en la capilla del Seminario Teológico Presbiteriano de México (Arenal 36, casi esquina con avenida Universidad).
Una de la reglas del periodismo es no presuponer que los posibles lectores conocen datos brindados en notas informativas y/o artículos de opinión anteriores. Pero hoy la regla ya no es tan imperativa, gracias a que las hemerotecas virtuales permiten con facilidad la consulta de publicaciones atrasadas. En el caso de La Jornada, su excelente sitio de Internet es una herramienta que facilita enormemente la búsqueda de números pasados. Por lo anterior invito a quienes sigan este artículo a que abran la edición digital de nuestro periódico correspondiente al pasado 30 de julio y a que lean el artículo que entonces escribimos, titulado: “El martirio de Miguel Caxlán”. De hacerlo van a tener elementos para seguir mejor esta “segunda parte” de la historia.
El caso del líder chamula protestante fue para mí, desde un principio, la comprobación de dos facetas poco estudiadas por los científicos sociales de nuestro país. Esos dos rostros son, por un lado, la historia de la intolerancia al cambio religioso en algunas comunidades tradicionales de México y su caudal de persecuciones. Por el otro, es la constatación de la persistencia de los perseguidos y los mecanismos de defensa construidos para resistir los vendavales.
Un elemento adicional a los mencionados, que me llevó a hurgar en el tópico, fue el espacio social donde se desarrollaron los acontecimientos que confluyeron en el violentísimo asesinato, el 24 de julio de 1981, de Caxlán: en comunidades indígenas, particularmente en los Altos de Chiapas, zona de interés mundial a partir del movimiento zapatista iniciado en 1994. Antes que éste, hubo en la historia de Chiapas varias luchas indígenas contra distintas formas de dominación, tanto externas como internas. La lid de los indios e indias protestantes en favor de su derecho a elegir y reproducir su nueva identidad, distinta a la tradicional, tiene que ser vista como parte de las movilizaciones de los pueblos originarios contra quienes buscan petrificarlos en una historia imaginaria, pero que tiene escasos asideros en la realidad histórica.
La gesta de Miguel Caxlán y sus seguidores, la continuada respuesta estigmatizadora de sus adversarios y la violencia que desataron, así como la inacción de las autoridades de los distintos niveles de gobierno que dejaron de cumplir su deber de salvaguardar los derechos de los indígenas protestantes, coincidieron para forjar hechos que deben ser conocidos más allá del círculo en que continúan transmitiéndose oralmente. Esa historia es la de una brutal y continuada violación de los derechos humanos, sin paralelo en el país.
Entre la extensa falta de registro de atrocidades cometidas contra las minorías en México, las infligidas a los protestantes son de las más invisibilizadas. En la extensa y variada obra de Carlos Monsiváis hay un reiterado esfuerzo por ir contra esa corriente que simplemente ni ve ni oye la discriminación, la violencia simbólica y física de que han sido objeto los indios e indias protestantes.
Dice Monsiváis (revista Contrahistorias, marzo-agosto de 2005): “Ninguna historia nacional lo cubre todo, pero en la visión histórica a nuestro alcance lo omitido o ni siquiera registrado es abrumador… Y tampoco se acepta lo histórico de la lucha a favor de los derechos humanos y contra la intolerancia, como no se registra el genocidio por acumulación, ejercido contra los protestantes… Como se quiera ver, el mero registro público de una matanza es un espacio ganado a la impunidad que ha invisibilizado sus crímenes. Por supuesto, la impunidad todavía prevalece y muchos de sus grandes crímenes son económicos, pero si se minimiza lo avanzado se le reduce todavía más. En la lucha contra la impunidad ningún adelanto es insignificante, así como ninguno es todavía permanente. Hace falta la historia de las luchas y el destino de los heterodoxos mexicanos del siglo XX, [como la de] los protestantes (la segregación bárbara, los linchamientos de todo tipo y la terquedad en el ejercicio de su fe)”. Y precisamente de lo último trata mi intento por registrar el martirio de Miguel Caxlán: de su segregación bárbara (por parte del tradicionalismo caciquil chamula y las autoridades gubernamentales que lo dejaron en el desamparo), el linchamiento simbólico y físico de que fue víctima, y de la obstinada defensa de sus creencias.
Valga lo anterior para invitar a la entrega de un reconocimiento que lleva el nombre del desconocido líder indígena, Miguel Caxlán al reconocido escritor Carlos Monsiváis, por su continua defensa de los derechos de las minorías religiosas, particularmente de la comunidad protestante/evangélica. Nos vemos el viernes, 6:30 pm, en la capilla del Seminario Teológico Presbiteriano de México (Arenal 36, casi esquina con avenida Universidad).
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