México, Honduras y Brasil
MIGUEL áNGEL GRANADOS CHAPA
El tercer informe del presidente Calderón, presentado ante el Congreso el primero de septiembre, no contiene una línea, ni una palabra sobre el golpe de Estado en Honduras. La canciller Patricia Espinosa –al comparecer ante los diputados el 29 de aquel mes– quiso explicar la omisión con una coartada editorial, que nunca hubiera sido razón suficiente y lo es menos en la era de la edición informática. Dijo que había que “cerrar” el informe mucho tiempo antes de su presentación al Poder Legislativo, para dar tiempo a su preparación material. El pretexto no engañó a nadie, porque el cuartelazo hondureño ocurrió el 28 de junio, más de dos mes antes de la entrega del informe, lapso suficiente para recoger en ese documento no sólo la narración de los sucesos vinculados a la deposición del presidente Manuel Zelaya, sino la posición mexicana. Y allí está la clave de la omisión: la sinuosa línea de la diplomacia mexicana en ese punto hizo preferible callar antes que exhibir la volubilidad del gobierno mexicano a ese respecto. Que tal veleidad fue probablemente provocada por el propio Zelaya, es cierto. Pero la ligereza del mandatario hondureño, su irresponsabilidad, no alcanza a explicar del todo la cambiante posición mexicana.
Tan pronto como Zelaya fue depuesto de su cargo, sacado de su cama en la madrugada y expulsado a Costa Rica sin permitirle siquiera portar consigo más ropa que su pijama, la comunidad internacional, la americana en particular, reaccionó en defensa del orden constitucional y, por consecuencia ineludible, en apoyo del mandatario derrocado. Es indisoluble la posición que condena el golpismo, la que se muestra solidaria con la víctima de la tropelía militar adobada por la Corte y el Congreso hondureños. El cuartelazo no ocurrió en abstracto, se concretó en la remoción y expulsión de una persona. Es falaz pretender que se busca respeto a los principios del gobierno democrático al margen de las personas que encarnan la vulneración de tales principios, Zelaya como víctima de esa inadmisible infracción.
Así lo entendió durante más de un mes la diplomacia mexicana. El presidente Felipe Calderón, como líder protempore del Grupo de Río, manifestó esa posición apenas horas después del golpe, en una reunión a que citó de urgencia, a fines de junio. Luego, el 4 de agosto dio una bienvenida de jefe de Estado a Zelaya, que estuvo en México gozando de la buena recepción que le tributó el gobierno mexicano, que incluyó el regalo de un sombrero semejante al que adquirió en Nicaragua poco después de iniciado su exilio involuntario. Como miembro del Partido Liberal, del que fue candidato presidencial, y al que respondía ya como primer mandatario, Zelaya había establecido una estrecha relación con el panismo gobernante, con Fox en particular, al que de muchas maneras se asemeja: rancheros ambos, desenfadados, proclives a confundir la sencillez con la banalidad. Pero Zelaya percibió la necesidad de aproximarse al gobierno de Venezuela, para contar con los privilegios que reciben otros países próximos al régimen de Caracas. Ni siquiera ha viajado nunca a ese país, sólo se ha encontrado con Chávez en reuniones multilaterales y sin embargo sus rivales políticos lo asignaron al internacionalismo chavista. Tal propensión, magnificada por las exageraciones de Hugo Chávez, que un día sí y otro también se manifestaba dispuesto a restablecer por la fuerza de las armas (las suyas) el orden constitucional hondureño, despertó temores en la derecha gobernante, que empezó a dejarse influir por los críticos de Zelaya, a quien juzgaban tal mal gobernante que merecía el destino que le propiciaron los militares de su país. No era extraño que eso ocurriera: alguno de los consejeros oficiosos de Calderón había apoyado el fallido golpe a Chávez en 2002, y sugería que las intenciones del “dictador” venezolano (que no ha reunido en su persona los tres poderes de una república) justificaron el cuartelazo.
En esa tesitura, durante su breve estancia en México, Zelaya se dejó arropar también por el PRD y el PT, puntales del Movimiento de Solidaridad con Honduras, que lo acogió en un acto en el Teatro de la Ciudad el 5 de agosto. Al explicar su propia situación (luego diría que en rememoración de Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador del aprismo peruano, que en su momento fue una corriente revolucionaria), dijo que “era mejor sentirse presidente que serlo” y añadió, gratuita, torpemente que eso lo sabe muy bien López Obrador.
El gobierno mexicano, supongo que Calderón personalmente, se sintió ofendido por ese desplante del hondureño, pues toca una zona muy sensible de la piel panista. Es de imaginar que se hizo sentir a Zelaya la molestia oficial por esa aproximación al radicalismo lopezobradorista y el guiño de simpatía que le envió. El hecho es que allí comenzó a establecerse distancia con el mandatario depuesto, que no escogió la embajada mexicana para alojarse cuando por fin pudo reingresar a su patria. En vez de acogerse a la hospitalidad de México Zelaya prefirió la de Brasil. El gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva lo aceptó de mil amores. Conviene a los propósitos de la diplomacia brasileña protagonizar el apoyo internacional que el presidente de Costa Rica no logró que prosperara.
El expansionismo diplomático brasileño aprovecha el espacio que deja libre la abulia o la reticencia mexicana. Itamaratí, como se llama a la cancillería de aquel país, está consolidando la influyente presencia brasileña en el mundo y en la región, especialmente en Centroamérica, de la que se hallaba lejos y que estaba, según convenciones no expresas, en la órbita mexicana. Mauricio Funes, el todavía flamante presidente de El Salvador, dio a conocer qué clase de izquierda busca ejercer cuando se aproximó a Lula y no a Chávez, y a Zelaya le viene bien actuar en la misma dirección, sintiéndose protegido por el líder brasileño, que salvo por la inocultable rivalidad que su cancillería mantiene con la mexicana, no es objetada en ninguna comarca.
Aun el presidente Obama ha manifestado su preferencia por Lula como interlocutor en la región. (Bueno, lo era hasta el viernes 2. Veremos qué queda de la cordialidad entre ambos gobernantes después de ese día, en que la candidatura brasileña triunfó y el Comité Olímpico Internacional decidió que Río de Janeiro sea la sede de los Juegos Olímpicos de 2016, dejando atrás a Chicago, Madrid y Tokio. Obama se esforzó personalmente en que su ciudad adoptiva obtuviera esa distinción, pero se eligió a la capital brasileña.)
Tan pronto como Zelaya fue depuesto de su cargo, sacado de su cama en la madrugada y expulsado a Costa Rica sin permitirle siquiera portar consigo más ropa que su pijama, la comunidad internacional, la americana en particular, reaccionó en defensa del orden constitucional y, por consecuencia ineludible, en apoyo del mandatario derrocado. Es indisoluble la posición que condena el golpismo, la que se muestra solidaria con la víctima de la tropelía militar adobada por la Corte y el Congreso hondureños. El cuartelazo no ocurrió en abstracto, se concretó en la remoción y expulsión de una persona. Es falaz pretender que se busca respeto a los principios del gobierno democrático al margen de las personas que encarnan la vulneración de tales principios, Zelaya como víctima de esa inadmisible infracción.
Así lo entendió durante más de un mes la diplomacia mexicana. El presidente Felipe Calderón, como líder protempore del Grupo de Río, manifestó esa posición apenas horas después del golpe, en una reunión a que citó de urgencia, a fines de junio. Luego, el 4 de agosto dio una bienvenida de jefe de Estado a Zelaya, que estuvo en México gozando de la buena recepción que le tributó el gobierno mexicano, que incluyó el regalo de un sombrero semejante al que adquirió en Nicaragua poco después de iniciado su exilio involuntario. Como miembro del Partido Liberal, del que fue candidato presidencial, y al que respondía ya como primer mandatario, Zelaya había establecido una estrecha relación con el panismo gobernante, con Fox en particular, al que de muchas maneras se asemeja: rancheros ambos, desenfadados, proclives a confundir la sencillez con la banalidad. Pero Zelaya percibió la necesidad de aproximarse al gobierno de Venezuela, para contar con los privilegios que reciben otros países próximos al régimen de Caracas. Ni siquiera ha viajado nunca a ese país, sólo se ha encontrado con Chávez en reuniones multilaterales y sin embargo sus rivales políticos lo asignaron al internacionalismo chavista. Tal propensión, magnificada por las exageraciones de Hugo Chávez, que un día sí y otro también se manifestaba dispuesto a restablecer por la fuerza de las armas (las suyas) el orden constitucional hondureño, despertó temores en la derecha gobernante, que empezó a dejarse influir por los críticos de Zelaya, a quien juzgaban tal mal gobernante que merecía el destino que le propiciaron los militares de su país. No era extraño que eso ocurriera: alguno de los consejeros oficiosos de Calderón había apoyado el fallido golpe a Chávez en 2002, y sugería que las intenciones del “dictador” venezolano (que no ha reunido en su persona los tres poderes de una república) justificaron el cuartelazo.
En esa tesitura, durante su breve estancia en México, Zelaya se dejó arropar también por el PRD y el PT, puntales del Movimiento de Solidaridad con Honduras, que lo acogió en un acto en el Teatro de la Ciudad el 5 de agosto. Al explicar su propia situación (luego diría que en rememoración de Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador del aprismo peruano, que en su momento fue una corriente revolucionaria), dijo que “era mejor sentirse presidente que serlo” y añadió, gratuita, torpemente que eso lo sabe muy bien López Obrador.
El gobierno mexicano, supongo que Calderón personalmente, se sintió ofendido por ese desplante del hondureño, pues toca una zona muy sensible de la piel panista. Es de imaginar que se hizo sentir a Zelaya la molestia oficial por esa aproximación al radicalismo lopezobradorista y el guiño de simpatía que le envió. El hecho es que allí comenzó a establecerse distancia con el mandatario depuesto, que no escogió la embajada mexicana para alojarse cuando por fin pudo reingresar a su patria. En vez de acogerse a la hospitalidad de México Zelaya prefirió la de Brasil. El gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva lo aceptó de mil amores. Conviene a los propósitos de la diplomacia brasileña protagonizar el apoyo internacional que el presidente de Costa Rica no logró que prosperara.
El expansionismo diplomático brasileño aprovecha el espacio que deja libre la abulia o la reticencia mexicana. Itamaratí, como se llama a la cancillería de aquel país, está consolidando la influyente presencia brasileña en el mundo y en la región, especialmente en Centroamérica, de la que se hallaba lejos y que estaba, según convenciones no expresas, en la órbita mexicana. Mauricio Funes, el todavía flamante presidente de El Salvador, dio a conocer qué clase de izquierda busca ejercer cuando se aproximó a Lula y no a Chávez, y a Zelaya le viene bien actuar en la misma dirección, sintiéndose protegido por el líder brasileño, que salvo por la inocultable rivalidad que su cancillería mantiene con la mexicana, no es objetada en ninguna comarca.
Aun el presidente Obama ha manifestado su preferencia por Lula como interlocutor en la región. (Bueno, lo era hasta el viernes 2. Veremos qué queda de la cordialidad entre ambos gobernantes después de ese día, en que la candidatura brasileña triunfó y el Comité Olímpico Internacional decidió que Río de Janeiro sea la sede de los Juegos Olímpicos de 2016, dejando atrás a Chicago, Madrid y Tokio. Obama se esforzó personalmente en que su ciudad adoptiva obtuviera esa distinción, pero se eligió a la capital brasileña.)
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