Seis ideas para repensar la guerra
SABINA BERMAN
Todo debate termina cuando los primeros balazos se escuchan. Cuando las botas de los primeros batallones entran a una ciudad se asienta un silencio forzado entre los civiles. Un silencio temeroso y que entraña dos esperanzas:
La primera. Ojalá ganen los mejores la guerra y que sea rápido. La segunda. Gane quien gane, que sea rápido.
Este es un efecto universal de la guerra que puntualmente se cumplió en México hace tres años, cuando este gobierno sacó a las ciudades al Ejército Mexicano, y que se desprende de la misma definición de lo que es una guerra.
La guerra es un movimiento rápido e intenso de militares e implementos para la destrucción para lograr un rápido objetivo.
Pero en vista de los resultados (la escalada, y no la disminución, del robo, la extorsión y el secuestro a la población civil), otro efecto regular de la guerra está cumpliéndose:
Siendo el destino de la guerra un resultado rápido, si la guerra se prolonga más de tres años se descompone en otra cosa.
Típicamente la guerra se vuelve una carnicería diaria y confusa. Se instala como una forma de vida bárbara, donde la civilización ha perdido ya la jugada. Por eso, inevitable, otra regla que conlleva cualquier guerra:
Mientras más dura una guerra, más impopular se vuelve.
Pregúntele a la gente de Juárez, que recibió con júbilo al Ejército Mexicano, si ahora quiere que siga en sus calles. Pregúntele a la gente de Monterrey. Pregúntele a la gente de Morelia.
Ahora añoran el statu quo anterior, que era malo, porque éste es peor. La opinión es generalizada: Al mal de los cárteles enfrentados entre sí, ahora se añaden otros dos males. Los cárteles se han “deshumanizado”; es decir, que su violencia se ha vuelto ciega y el Ejército, supuesto agente de la vida civilizada, está violando los derechos humanos de los civiles y los criminales.
Es decir, la supuesta guerra se ha vuelto para millones de mexicanos una forma de vida en medio de una violencia extrema.
Un Estado que finca en el Ejército su poder debe saber que al no ganar la guerra se le declara impotente.
Así viene ocurriendo en las ciudades militarizadas: la persistencia del Ejército en las calles mientras la vida diaria empeora parece delatar la incapacidad del Estado y hunde en la desesperación a la gente. Ya no hay dónde mirar, dice la gente en Juárez; si falló el Ejército, ya nada puede arreglar esto.
Bueno, es falso. El Ejército Mexicano no ha fallado por falta de capacidad guerrera. Ha fallado por falta de estrategia para usar su superioridad militar.
Al Ejército Mexicano se le ha enviado a las ciudades sin objetivos amplios y seguros. Textualmente se le ha enviado “a ocupar las plazas”, y casi a nada más. Al contrario: se le ha enviado con la prohibición de emplear al máximo su capacidad guerrera.
Sus tanquetas estacionadas, sus bazukas acuarteladas, se les usa de pronto como una suerte de policía extraordinaria para misiones concretas, donde suelen tener éxito rápido. Pero luego se les regresa otra vez a “no hacer nada” en las calles. Sí: a simplemente ocuparlas.
En Juárez se les ve pasearse fútilmente sobre el asfalto espejeante de sol. Se les ve detener automovilistas, porque no llevan puestos cinturones de seguridad. Se les ha visto dar la vuelta en U sobre un camellón para escapar del enfrentamiento con un convoy de vehículos de narcos.
Una noche me tocó presenciar en Juárez cómo los soldados se resguardaban en un hotel, con órdenes expresas de hacerlo, mientras los narcos se tiroteaban en la calle.
¿Hasta cuándo los generales soportarán ser usados como policías emergentes por los políticos, que nada saben de la guerra? ¿Hasta cuándo soportarán el desgaste de su prestigio y de su propia confianza? ¿Hasta cuándo seguiremos en una guerra sin una estrategia?
Lo que trae a cuento una verdad de la guerra mil veces probada:
No es el grupo más numeroso y mejor armado el que necesariamente gana una guerra, sino el mejor articulado y más seguro de su objetivo.
Al tercer año de la guerra aún nadie sabe cuál es el objetivo de las fuerzas del Estado, ni siquiera el Ejército o el gobierno.
¿Eliminar los robos, los secuestros y la extorsión a la población civil? Un objetivo con el que todos los civiles parecemos estar de acuerdo.
¿Extirpar completo el tráfico de drogas? ¿Eliminar hasta el último criminal? Dos objetivos que parecen imposibles, dado el monto del negocio del narco: 40 mil millones de dólares anuales según la cifra recién publicada en los Estados Unidos, y la reserva enorme de gente que parece dispuesta a suplir a los muertos de las filas del narco. Dos objetivos que de hecho el gobierno estadunidense descarta en la práctica en su propio enfrentamiento con el narcotráfico, donde ataca más bien el narcomenudeo y los crímenes contra civiles.
¿O instaurar un nuevo equilibrio entre el crimen y el Estado, a favor del Estado, y un acotamiento de los crímenes (ya no secuestros y ya no extorsiones a los civiles)?
Un objetivo al que incluso el crimen organizado parece estar dispuesto, según se desprende de lo dicho por Servando Gómez, La Tuta, cabeza del cártel La Familia, en un llamado al diálogo por la paz, lanzado por la televisión de Morelia el pasado 15 de agosto.
Con gran hombría el secretario de Gobernación replicó ese mismo día: “El gobierno no pacta con el narco.” Ojalá con mayor respeto por lo viable y por la vida ajena lo hubiera consultado con los civiles de las ciudades militarizadas de México.
La primera. Ojalá ganen los mejores la guerra y que sea rápido. La segunda. Gane quien gane, que sea rápido.
Este es un efecto universal de la guerra que puntualmente se cumplió en México hace tres años, cuando este gobierno sacó a las ciudades al Ejército Mexicano, y que se desprende de la misma definición de lo que es una guerra.
La guerra es un movimiento rápido e intenso de militares e implementos para la destrucción para lograr un rápido objetivo.
Pero en vista de los resultados (la escalada, y no la disminución, del robo, la extorsión y el secuestro a la población civil), otro efecto regular de la guerra está cumpliéndose:
Siendo el destino de la guerra un resultado rápido, si la guerra se prolonga más de tres años se descompone en otra cosa.
Típicamente la guerra se vuelve una carnicería diaria y confusa. Se instala como una forma de vida bárbara, donde la civilización ha perdido ya la jugada. Por eso, inevitable, otra regla que conlleva cualquier guerra:
Mientras más dura una guerra, más impopular se vuelve.
Pregúntele a la gente de Juárez, que recibió con júbilo al Ejército Mexicano, si ahora quiere que siga en sus calles. Pregúntele a la gente de Monterrey. Pregúntele a la gente de Morelia.
Ahora añoran el statu quo anterior, que era malo, porque éste es peor. La opinión es generalizada: Al mal de los cárteles enfrentados entre sí, ahora se añaden otros dos males. Los cárteles se han “deshumanizado”; es decir, que su violencia se ha vuelto ciega y el Ejército, supuesto agente de la vida civilizada, está violando los derechos humanos de los civiles y los criminales.
Es decir, la supuesta guerra se ha vuelto para millones de mexicanos una forma de vida en medio de una violencia extrema.
Un Estado que finca en el Ejército su poder debe saber que al no ganar la guerra se le declara impotente.
Así viene ocurriendo en las ciudades militarizadas: la persistencia del Ejército en las calles mientras la vida diaria empeora parece delatar la incapacidad del Estado y hunde en la desesperación a la gente. Ya no hay dónde mirar, dice la gente en Juárez; si falló el Ejército, ya nada puede arreglar esto.
Bueno, es falso. El Ejército Mexicano no ha fallado por falta de capacidad guerrera. Ha fallado por falta de estrategia para usar su superioridad militar.
Al Ejército Mexicano se le ha enviado a las ciudades sin objetivos amplios y seguros. Textualmente se le ha enviado “a ocupar las plazas”, y casi a nada más. Al contrario: se le ha enviado con la prohibición de emplear al máximo su capacidad guerrera.
Sus tanquetas estacionadas, sus bazukas acuarteladas, se les usa de pronto como una suerte de policía extraordinaria para misiones concretas, donde suelen tener éxito rápido. Pero luego se les regresa otra vez a “no hacer nada” en las calles. Sí: a simplemente ocuparlas.
En Juárez se les ve pasearse fútilmente sobre el asfalto espejeante de sol. Se les ve detener automovilistas, porque no llevan puestos cinturones de seguridad. Se les ha visto dar la vuelta en U sobre un camellón para escapar del enfrentamiento con un convoy de vehículos de narcos.
Una noche me tocó presenciar en Juárez cómo los soldados se resguardaban en un hotel, con órdenes expresas de hacerlo, mientras los narcos se tiroteaban en la calle.
¿Hasta cuándo los generales soportarán ser usados como policías emergentes por los políticos, que nada saben de la guerra? ¿Hasta cuándo soportarán el desgaste de su prestigio y de su propia confianza? ¿Hasta cuándo seguiremos en una guerra sin una estrategia?
Lo que trae a cuento una verdad de la guerra mil veces probada:
No es el grupo más numeroso y mejor armado el que necesariamente gana una guerra, sino el mejor articulado y más seguro de su objetivo.
Al tercer año de la guerra aún nadie sabe cuál es el objetivo de las fuerzas del Estado, ni siquiera el Ejército o el gobierno.
¿Eliminar los robos, los secuestros y la extorsión a la población civil? Un objetivo con el que todos los civiles parecemos estar de acuerdo.
¿Extirpar completo el tráfico de drogas? ¿Eliminar hasta el último criminal? Dos objetivos que parecen imposibles, dado el monto del negocio del narco: 40 mil millones de dólares anuales según la cifra recién publicada en los Estados Unidos, y la reserva enorme de gente que parece dispuesta a suplir a los muertos de las filas del narco. Dos objetivos que de hecho el gobierno estadunidense descarta en la práctica en su propio enfrentamiento con el narcotráfico, donde ataca más bien el narcomenudeo y los crímenes contra civiles.
¿O instaurar un nuevo equilibrio entre el crimen y el Estado, a favor del Estado, y un acotamiento de los crímenes (ya no secuestros y ya no extorsiones a los civiles)?
Un objetivo al que incluso el crimen organizado parece estar dispuesto, según se desprende de lo dicho por Servando Gómez, La Tuta, cabeza del cártel La Familia, en un llamado al diálogo por la paz, lanzado por la televisión de Morelia el pasado 15 de agosto.
Con gran hombría el secretario de Gobernación replicó ese mismo día: “El gobierno no pacta con el narco.” Ojalá con mayor respeto por lo viable y por la vida ajena lo hubiera consultado con los civiles de las ciudades militarizadas de México.
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