En pie, sólo 5% de las edificaciones del histórico sitio; miles, desaparecidos
Miércoles 20 de enero de 2010, p. 20
Leogane, Haití, 19 de enero. Esta ciudad fue el centro de poder del pueblo samba, gobernado por la cacique Anacaona, poetisa y mujer de Estado, antes de que Cristóbal Colón llegara a la isla La Española. Es la cuna del movimiento ra-ra, pagano y musical, indiscutible rey del carnaval haitiano. Es sede de uno de los más importantes centros del vudú. En su catedral, consagrada a Santa Rosa de Lima, asistió a un te deum Jean Jaques Dessalines, el presidente inicial de la primera nación del subhemisferio en liberarse del colonialismo en el siglo XVIII. Era, hace apenas una semanas. Ya no lo es.
Varios kilómetros debajo de este sitio histórico, la falla geológica conocida como Enriquillo, y olvidada por los seres humanos desde su último deslizamiento hace 200 años, volvió a hacer un brutal movimiento telúrico. Leogane fue el epicentro. Siglos de historia se desplomaron en menos de un minuto. De esta ciudad costera rodeada de cañaverales, cocoteros y platanares, adornada todavía por algunas joyas del singular estilo arquitectónico ginger bread (pan de gengibre), quedan en pie cinco por ciento de sus edificaciones. Reconstruibles, sólo dos por ciento.
Foto Ap
Miles de desaparecidos
De sus habitantes, 134 mil en total, las cifras disponibles de muertos apenas arañan la dramática realidad: se han enterrado en fosas comunes al pie del derruido muro del panteón municipal 450 cuerpos sin identificar. De ello dan fe los montículos de cascajo con los que se cubrió la inmensa zanja. Suman miles los desaparecidos, pero aún no ingresan a las estadísticas. Quizá nunca lo hagan, porque bajo los escombros de la universidad, los liceos, las primarias y las guarderías, bajo las ruinas de todos los hospitales y comercios, iglesias de todos los credos y las viviendas, las peluquerías, carnicerías y farmacias, incluso la funeraria, yace buena parte de la población de Leogane.
Los sobrevivientes están en la calle. Y ellos también pueden morir si no se les reubica pronto en albergues donde puedan recibir lo indispensable
, alerta el ex alcalde Vaillant Jean Ronal. Es el guía de La Jornada por las calles donde no hay que buscar algún derrumbe sino lo contrario, algo que haya quedado en pie. Luego de una inmersión en lo que en creole se resume en cinco simples letras –desas, el desastre–, horas después cuesta trabajo despedirse. Inevitable preguntar ¿qué va a ser de Leogane en el futuro?
Ésta es una comunidad muerta. Por el momento no hay espacio para poner albergues. Hay que construirlos. Nadie tiene abrigo, comida ni agua. Esto, en lo inmediato.
–Hay tanto qué hacer aquí que no se puede pensar en una comunidad muerta.
–“Es verdad –responde Vaillant después de pensar un momento–: eso quiere decir que no estamos muertos.”
Aparece entonces en su horizonte el mediano plazo, la reconstrucción. “O más bien –corrige–, la construcción. Porque aquí hay que hacer todo de nuevo.”
Saliendo de Puerto Príncipe hacia el suroeste, se dejan atrás las escenas del bullicio cotidiano, aunque dentro de su nuevo marco de destrucción. En las aceras volvieron a aparecer las vendedoras de carbón, malanga y plátano verde. En la terminal de autobuses una abuela se trepa por encima de la multitud y se mete de cabeza al camión por una ventana, enmedio del caótico éxodo. Preparan su marcha hacia el interior decenas de camiones atiborrados. Cada vehículo lleva pintado en forma preciosa su nombre propio: Soledad, Padre Soso, Bel moun (gente bella), Spaghetti Style, Love my dad y Grandeur Eternel.
A la altura de la comunidad de Mariani hay otra estampa de lo inusual cotidiano. Un grupo de soldados de Sri Lanka, con sus cascos azules, permanecen alertas desde su torreta en un cruce de camino, como si esperaran al enemigo. Recargados a la sombra del vehículo blindado, varios hombres pelan y mastican sus cañas y discuten a gritos.
Pero no transcurren ni cinco kilómetros cuando resurgen las estampas del desas. A la orilla del camino yacen 16 cuerpos (hay mujeres, hay niños) hinchados. Los militares de la ONU activan un trascavo para hacer la zanja de la fosa común ahí mismo. Puede que sea la familia de la casita contigua, frente al mar, desplomada hasta el piso.
Pasamos por los pueblos rurales de Bire, Neply, Sigueau, Macombe, Mathieu. Ahí sólo quedan los zaguanes de pie. Tres niñas preciosas, Bienfaisant, Guertina y Dory L’unique –de 10 a 13 años– quedan mudas cuando se les pregunta qué van a hacer ahora que se derrumbó su escuela. Nada, absolutamente nada.
Y un muchacho de 18 años, Duvernay, expresa de otra forma esta ausencia de futuro, viendo de frente la ruina de su casa. Para mí, todo esto es inexplicable.
¿Qué queda de pie en la Grand Rue de Leogane y las calles que rodeaban su parque central? Nada, ni siquiera la sede de la Unión de Vuduístas. Ives Desirée, director de una escuela primaria, quedó bajo las ruinas del plantel con su esposa y decenas de heridos. En la iglesia de Santa Rosa de Lima el párroco Marat Guiande estaba a punto de repartir meriendas a 350 niños cuando empezó el desplome del templo. Él se salvó por correr hacia el presbiterio. De los niños, no sabe.
En todos lados hay cuerpos atrapados. Pero apenas ayer lunes apareció en Leogane el primer equipo de maquinaria pesada. El buldózer y los camiones trabajaron todo el día, sacaron más de 400 cuerpos, hicieron zanjas y los amontonaron ahí. Hoy recomenzaron. Pero antes de las tres de la tarde, levantando una gran polvoreda y dejando una estela de un hedor terrible, los camiones llenos de cascajo y cadáveres dieron la vuelta a la plaza, cruzaron la comisaría de policía y se retiraron, ya sin gasolina en sus tanques. Las nuevas fosas comunes se abrirán, si alguien hace llegar el combustible, hasta mañana, día ocho.
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