Nada más aleccionador que presenciar las manifestaciones cíclicas de la freudiana obsesión de los ideólogos del imperio, especialmente de esos siempre locuaces neoconservadores, por alertar sobre peligros, desafíos y amenazas a la seguridad nacional. A tal extremo ha llegado el frenesí de las predicciones y las alertas que casi nadie se detiene a razonar por qué y para qué existe esta boyante industria del miedo y las fobias. Quizás ayude a los ingenuos reparar en que cada alerta, cada predicción, cada llamado a rebato para que “los Estados Unidos despierten”, terminan con la propuesta de mayores gastos militares, políticas “más claras y decididas”, más cooperación (léase mayores y más jugosos contratos) entre el gobierno federal y el sector privado, más estructuras policíacas, mayores invasiones a la privacidad, más vulneración de los derechos ciudadanos, más fragilidad de las más que endebles soberanías de los Estados nacionales.
La misma estafa se repite una y otra vez, hasta el cansancio. La historia de las estrategias de seguridad nacional, de las políticas militares y diplomáticas de los Estados Unidos, en el último siglo, es la historia de un mismo miedo que se recicla hasta el infinito y provoca casi idénticos efectos. A los historiadores del mañana les asombrará cómo una misma mercancía, la del miedo exacerbado sin piedad, lograba ser vendida a diferentes generaciones de ciudadanos, como si el país viviese un tiempo eternamente detenido o carente de memoria, en el que lo mismo parece nuevo y lo rancio se aprecia como reluciente.
Búsquense los adjetivos, los enfoques, los análisis, las propuestas, los apremios, los argumentos esgrimidos para movilizar a la nación contra la España colonialista del 98, la Alemania imperial de la Primera Guerra Mundial, la URSS y el comunismo, la Alemania nazi o el Japón militarista de la Segunda Guerra Mundial, los revolucionarios tercermundistas, radicales y todas las izquierdas de los 60 y los 70, y más recientemente los terroristas e islamo-fascistas, tras el 11 de septiembre del 2001, para que se compruebe de qué va esta monumental jugada, y cómo funciona este paradigma inimitable de la industria del reciclaje.
Ahora ha tocado el turno a las amenazas que se derivan de Internet, de los ciber-ataques y las ciber-guerras que acechan desde el fondo de los mouses “a las infraestructuras críticas de la nación”. Y en esta nueva modalidad de combate serían blanco desde las transacciones financieras hasta la venta minorista en las tiendas; desde los cajeros automáticos donde cobran sus pensiones los jubilados hasta los correos electrónicos, su lavadora doméstica, las impresoras, las fotocopiadoras, las cámaras fotográficas digitales, sus teléfonos y los ascensores. Es la locura total, la apoteosis, el delirio final de un paciente largamente estrujado por una neurosis inducida: el no va más.
En la edición del pasado domingo 28 de febrero, el “Washington Post” publicaba un artículo del vicealmirante retirado Mike McConnell, que fue Jefe de la Agencia de Seguridad Nacional en tiempos de Clinton y Director Nacional de Inteligencia, durante el segundo mandato de Bush. “To Win the Cyber-war, look to the Cold War”, es el título, y resume magistralmente la filosofía de su autor: para vencer en la ciberguerra que “Estados Unidos va perdiendo”, se requiere con urgencia de una “estrategia coherente” similar a aquella delineada en los viejos buenos tiempos de la Guerra Fría, y que puede hallarse desde el “Telegrama Largo” de George F. Kennan hasta el “Discurso de la Cortina de Hierro”, de Churchill, pasando por las doctrinas Truman y Eisenhower, y aquel programa de contención total que fue la directiva NSC-68, de enero de 1950. En todos ellos, de manera consecutiva, se podía seguir el rastro de una estrategia definitiva para enfrentar los retos del “expansionismo soviético y los designios del Kremlin”, y que incluían desde medidas militares y negociaciones diplomáticas, hasta guerras psicológicas y culturales con tal de “sembrar las semillas de la destrucción dentro del sistema soviético” (sic). Y si McConnell nos remite a esta experiencia histórica es para sacar las experiencias necesarias: hoy, como ayer, hace falta “desarrollar sistemas de alerta temprana en el ciber-espacio, propiciar una reingeniería de Internet (para controlarlo), mayor cooperación entre el mundo empresarial y el gobierno (no olvidar, jamás, los jugosos contratos federales)”, y lo fundamental, dado que en las ciber-guerras el enemigo no necesariamente tiene que ser un Estado, sino un grupo “extremista radical”, incluso, una sola persona, “…no limitarse a una política de contención (como en la Guerra Fría) sino combinarla, según necesidad, con ataques preventivos (como en la era Bush) para lograr el deterioro, la interdicción y la eliminación del liderazgo de tales enemigos y su capacidad de lanzar ciber-ataques”.
¿Qué tenemos aquí? Pues el embrión de una nueva doctrina de control hegemónico, totalitario e imperialista de la última frontera a conquistar: el ciberespacio. Lo que se perfila es la versión 2.0 de aquel complejo-militar industrial tradicional reciclado en su ciber-clon, un engendro a mitad de camino entre las grandes corporaciones de las nuevas tecnologías que hoy controlan más del 90% de la infraestructura cibernética de los Estado Unidos (y el mundo), según palabras del propio McConnell. Lo que se ve venir es una renovada generación de los voceros encargados de atizar el miedo (el propio McConnell entre ellos) y propiciar fabulosas ganancias a las empresas mediante contratos federales en materia de control y seguridad. Lo que se nos anuncia es la emergencia de un poder totalitario definitivo, ahora sí, del Gran Hermano orweliano, justificado por las fantasmales ciber-amenazas, y que por primera vez en la historia humana, tendría capacidad real para controlarnos desde el nacimiento hasta la muerte.
“Vencimos en la Guerra Fría -remata Mc Connell sus argumentos-a través del ejercicio de un fuerte liderazgo, políticas claras, sólidas alianzas y una estrecha unión de nuestros esfuerzos diplomáticos, económicos y militares, respaldados por fuertes inversiones. La seguridad nunca es barata: hagamos lo mismo con la ciber-seguridad. El momento para empezar fue ayer”.
Pero este falso interés en poner fin por la ley del revólver a los desmanes de los ciber-forajidos en ese “Oeste salvaje que es Internet”, no es lo único que justifica enfoques como los de McConnell. Ni siquiera las halagüeñas perspectivas de las ganancias y el botín. Es también la mala conciencia de quienes han violado todas las fronteras morales y legales en sus encarnizadas luchas contra sus enemigos, desde provocar enormes explosiones en oleoductos soviéticos mediante la implantación de chips saboteadores en las computadoras adquiridas para el dirigir sus operaciones, hasta controlar todo el tráfico mundial de información y espiar Facebook, Twitter y otras redes sociales. Y es que por primera vez en la historia de las guerras, las guerras de cuarta generación, basadas en las nuevas tecnologías y el minado de la moral y la cultura del enemigo, nivelan las posibilidades de los contrincantes, independientemente de que se trate de Israel o Hizbulá, los golpistas o el pueblo hondureño, Estados Unidos o la resistencia iraquí. Ahora sí, y de verdad, más que puramente militares, las batallas son de ideas. Y en ese frente el imperio decadente no anda muy solvente que digamos. Por eso hoy, más que nunca, se impone controlar, censurar, silenciar.
Ya lo sabe: en tiempos de ciber-guerra y ciber-sheriffs de gatillo alegre, no se vaya a dormir la siesta dejando a su hijo adolescente conectado a Internet. Puede que por una simple travesura o curiosidad entre a un sitio indebido, active una de las alertas tempranas y usted despierte bajo los escombros de lo que fue su casa, mientras oye alejarse a un avión estadounidense no tripulado.
Y eso sí sería, qué duda cabe, un rotundo ciber-ataque.
http://rebelion.org/noticia.php?id=104407
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