Thursday, May 08, 2008



El traspaso formal de poderes que se llevó a cabo ayer en Rusia, con el relevo de Vladimir Putin –a partir de hoy nuevo primer ministro– por Dimitri Medvediev en la presidencia, cobra especial relevancia por el indiscutible peso que ese país mantiene hoy en día en el panorama internacional.

En efecto, con el fin de la guerra fría concluyó uno de los periodos de mayor tensión militar entre dos superpotencias con capacidad armamentista suficiente para arrastrar al mundo a su destrucción. En la actualidad, Rusia ya no representa la amenaza estratégica al equilibrio de poder que fue para Washington hasta finales de la década de los 80, pero ello no ha impedido que, al día de hoy, sea la segunda potencia nuclear, el país con el territorio más extenso y el principal exportador mundial de hidrocarburos. La importancia de Rusia en el plano mundial no puede ponerse en discusión y todo cambio que haya en su política interna es objeto de análisis y de atención por parte de la comunidad internacional.

Vladimir Putin deja la presidencia rusa tras ocho años en los que esa nación exhibió avances innegables en términos económicos, pero también claros retrocesos en materia de democracia, de libertades civiles y derechos humanos. Ciertamente, el nuevo presidente ruso contará con un margen de acción limitado para gobernar al margen de la tutela de su antecesor, en parte por la influencia política y personal que Putin ejerce sobre Medvediev, y en parte porque el sistema político permitirá que el ex presidente siga ejerciendo una importante cuota de poder, ahora como primer ministro.

Por otra parte, la sucesión en la presidencia de Rusia cobra especial relevancia porque pudiera implicar un nuevo rumbo en las relaciones de ese país con Estados Unidos, también a punto de renovar el Poder Ejecutivo. En general, los gobiernos salientes de George W. Bush y Vladimir Putin lograron cierto nivel de entendimiento que se vio reflejado, por ejemplo, en la firma de una declaración conjunta sobre relación bilateral en abril pasado, en la que ambos países afirman que ya no son enemigos ni constituyen una amenaza mutua y en la que reiteraron su voluntad de reducir sus respectivos arsenales nucleares “hasta su nivel más bajo posible”. No obstante, hubo también momentos que hicieron revivir las tensiones de décadas atrás entre ambos países, como la amenaza de Putin de apuntar misiles hacia objetivos estadunidenses ante los planes de Washington de construir un sistema de defensa antimisiles en Europa del este, o el disgusto ruso por el reconocimiento de la independencia de Kosovo, Estado-nación creado de manera artificial y al margen de la legalidad internacional. En lo sucesivo, habrá que ver cómo funcionan estas relaciones con dos nuevos mandatarios despachando en el Kremlin y la Casa Blanca, respectivamente.

Por último, no puede dejar de señalarse la importancia que reviste el hecho de que dos de las naciones más poderosas del orbe renueven sus gobiernos en un contexto mundial marcado por la amenaza de la hambruna, y en el que la pobreza y la desigualdad imperantes vulneran los derechos de millones de personas. Ante tal panorama, sería deseable, y hasta imperativo, por elementales razones humanitarias, que con la alternancia en el poder en Estados Unidos y Rusia se diera un cambio de fondo en sus respectivas actitudes tradicionales, y que en vez de que esos dos gigantes sigan destinando cuantiosos recursos económicos al acrecentamiento de su poder armamentista y al fortalecimiento de sus mecanismos de defensa, trabajaran de manera conjunta para la consolidación de un mundo más justo y equilibrado.

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