Un ataque aéreo de las fuerzas de ocupación europeas y estadunidenses en la provincia occidental de Farah, en Afganistán, lanzado en contra de insurgentes talibanes entre el lunes y el martes, dejó como saldo decenas de civiles muertos y un número indeterminado de heridos, según lo informó el Comité Internacional de la Cruz Roja y lo confirmaron posteriormente las autoridades de la nación centroasiática. La titular del Departamento de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, señaló ayer que lamentaba profundamente
estas muertes y aseguró que se llevarán a cabo las investigaciones correspondientes para determinar las responsabilidades en torno a estos sucesos. Por su parte, el mandatario estadunidense, Barack Obama, luego de una reunión en Washington con sus homólogos de Pakistán, Asif Zardari, y de Afganistán, Hamid Karzai, señaló que su gobierno realizará todos los esfuerzos posibles para evitar bajas civiles
en la lucha en contra del integrismo sunita.
No bastan las disculpas. La masacre de civiles de esta semana es sólo una más entre muchas de las que han perpetrado las fuerzas ocupantes en la infortunada nación centroasiática, y exhibe de nueva cuenta lo insostenible de la presencia militar que las fuerzas occidentales, encabezadas por Estados Unidos, mantienen en Afganistán desde hace casi ocho años. A lo que puede verse, el gobierno de Barack Obama, si bien ha impreso un giro perceptible en la política exterior de Estados Unidos, ha decidido preservar la incursión militar de su país en suelo afgano, al parecer como una concesión a los halcones de Washington, a los sectores más conservadores e imperialistas de la sociedad estadunidense y a los representantes del complejo militar-industrial de ese país, el cual constituye, cabe recordarlo, un importante poder fáctico en la nación vecina.
La invasión que Estados Unidos y sus aliados mantienen en Afganistán desde octubre de 2001 es un atropello colonialista similar al cometido en Irak; pero, a diferencia de la aventura bélica que el gobierno de George W. Bush emprendió en contra del régimen de Saddam Hussein en 2003, y que enfrentó, desde un principio, la desaprobación de la comunidad internacional y muestras masivas de repudio de la opinión pública, la ocupación del país centroasiático se efectuó sin gran oposición aparente e incluso gozó de cierta legitimidad por el respaldo de la ONU y de la OTAN, y por los probados vínculos entre el régimen talibán –hoy depuesto– y la red terrorista Al Qaeda, organización que, de acuerdo con la información disponible, planeó y ejecutó los atentados del 11 de septiembre en Washington y Nueva York.
No obstante estas consideraciones, la presencia militar estadunidense en suelo afgano constituye una agresión criminal e injustificable que ha significado cuotas adicionales de sufrimiento y zozobra para la población de ese país. Por añadidura, lejos de lograr la pacificación y la normalización de la vida institucional de Afganistán, la ocupación ha agudizado los problemas que enfrenta esa nación desde hace décadas: en los pasados ocho años se ha acentuado la violencia tribal interna, se ha disparado la producción de amapola –planta de donde se obtienen opio y heroína– y no se ha contrarrestado en forma significativa, para colmo, el fundamentalismo imperante en la sociedad afgana: baste mencionar, como botón de muestra, el entorno de violencia, discriminación y maltrato que continúan enfrentando las mujeres en ese país con el consentimiento de la población y del propio gobierno títere presidido por Hamid Karzai.
Pero lo más exasperante de la ocupación militar es la propensión de las tropas extranjeras a perpetrar masacres de población civil como la ocurrida a inicios de esta semana en la provincia de Farah. De acuerdo con la Misión de Naciones Unidas en Afganistán, tan sólo en 2008 el número de no combatientes muertos en ese país llegó a 2 mil 118, un crecimiento de 40 por ciento con respecto al año anterior. A diferencia de las matanzas de civiles inocentes ocurridas en otras partes del mundo, que tienden a ser condenadas y repudiadas, la sangría cotidiana de la nación centroasiática suele ser vista casi con normalidad, y los mandos castrenses y civiles de occidente se limitan a considerar a los muertos como bajas colaterales
, y cancelan la posibilidad de fincar responsabilidad penal en contra de los autores intelectuales y materiales de esos asesinatos.
Ante estos hechos, es necesario que los gobiernos occidentales, empezando por el de Washington, entiendan que la presencia de sus tropas representa, en la circunstancia actual, un lastre fundamental para lograr la pacificación en Afganistán, que realicen las investigaciones necesarias para esclarecer y sancionar los crímenes contra la población, que emprendan a la brevedad el retiro de sus fuerzas del país centroasiático y que transfieran al ámbito civil la tarea de pacificar el territorio afgano.
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