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La defunción de la República Islámica de Irán fue pronosticada incluso antes de su nacimiento. Durante los agitados meses de 1979, antes de que se declarara oficialmente la República Islámica, muchos iraníes y extranjeros –tanto académicos como periodistas, participantes como observadores, conservadores como revolucionarios– pronosticaron con convicción su inminente desaparición. Considerando cada protesta callejera, cada huelga y cada conflicto provincial como un presagio de su inevitable caída, daban al nuevo régimen unos pocos meses de vida o, en el mejor de los casos, unos pocos años.
Tales predicciones eran comprensibles. Después de todo, Irán –por no decir la historia del mundo– ha producido pocas teocracias completamente maduras. Regímenes que a menudo pasaban por ser teocracias, después de un examen más detallado han resultado no serlo. La Inglaterra de Cromwell estaba controlada por los generales y la aristocracia terrateniente. Eran los príncipes, y no los predicadores, quienes gobernaban los estados luteranos. Incluso la Ginebra de Calvino, uno de los primeros estados totalitarios, estaba administrada por juristas laicos, en lugar de seminaristas. [3] Además, pocos en 1979 podían contemplar la posibilidad de que clérigos formados en el seminario pudieran administrar un país que había experimentado medio siglo de moderno desarrollo y que era el hogar de cientos de miles de ingenieros, doctores, científicos, funcionarios, profesores y trabajadores de la industria. ¿Cómo podrían los mullahs, imbuidos por los escritos esotéricos medievales, ocuparse de los formidables problemas del siglo XX? No hacía falta ser trotskista en 1979 para pensar que la caída del Shah prepararía el terreno, de manera rápida e inevitable, para una más profunda “revolución permanente”. [4]
A pesar de los pronósticos, la República Islámica no sólo ha sobrevivido tres décadas completas, sino que en los últimos años ha sido presentada como la mayor potencia de Oriente Medio que amenaza tanto a sus vecinos como a la única superpotencia mundial. En los Estados Unidos a menudo es descrita como una mezcla entre el Imperio Sasánida y el Tercer Reich, entre el antiguo califato y la Unión Soviética. Dejando de lado las razones geopolíticas por las cuales se ha engordado la imagen de un Estado del Tercer Mundo con un ejército de cuarta categoría, la pregunta que merece la pena plantear es: ¿Cuáles son las razones por las que la República Islámica ha sobrevivido durante treinta años?
Cuatro respuestas acuden fácilmente a nuestra mente. Ninguna, sin embargo, resiste un examen detallado. La primera es que el régimen clerical ha desencadenado el reino del terror. Es cierto que la República Islámica a veces ha empleado la violencia: en 1979, inmediatamente después de la revolución, cuando ejecutó a 757 personas, muchas de ellas miembros del régimen del Shah; entre 1981 y 1985, cuando aplastó una sublevación de los cuasi-marxistas Muyahidin Jalk, ejecutando a 12.500; y en 1988, inmediatamente después de la guerra de ocho años contra Irak, cuando ahorcó a 2.000 prisioneros, muchos de ellos, una vez más, Muyahidin . Pero este baño de sangre, absurdo como es, palidece en comparación con la violencia que acompañó a otras grandes revoluciones, en especial las de Inglaterra, Francia, México, Rusia y China. También palidece si lo comparamos con las carnicerías de las contrarrevoluciones de derechas en Indonesia, América Central e incluso Francia, en 1848 y 1870. Además, la violencia también se cobró sus víctimas dentro del régimen, incluyendo a un presidente, un primer ministro y el ayatolá Mohammad Beheshti, líder en la sombra dentro del clero, así como varios miembros del gabinete ministerial, diputados del parlamento, jueces, personas encargadas de dirigir la oración del viernes y miembros de los Guardianes de la Revolución Islámica. En general, la violencia, más que fortalecer a la República Islámica, la ha debilitado.
La segunda razón que a menudo se invoca para explicar la supervivencia de la República Islámica es la guerra entre Irán e Iraq (1980-1988). Es cierto que la invasión inicial de los iraquíes reunió a la nación en torno al gobierno. Pero la reanudación de los combates a lo largo de la frontera iraquí en mayo de 1983, bajo el eslogan de “guerra, guerra hasta la victoria” y “el camino a Jerusalén pasa por Bagdad” perjudicó mucho a la República Islámica. La mayoría de los daños sufridos por Irán en términos de vidas humanas, destrucción de las ciudades y pérdidas financieras proviene de estos últimos cinco años de contienda, tras los cuales el ayatolá Ruhollah Jomeini tuvo que aceptar en 1988 las condiciones que ya le habían sido ofrecidas en mayo de 1983. El régimen llamó a la contienda “la Guerra Impuesta”, pero ésta le fue impuesta a Irán de muy diversas maneras.
La tercera explicación que habitualmente se cita son los ingresos por el petróleo. Es cierto que el dinero del petróleo lubrica la maquinaria del gobierno en Irán, al igual que en los “estados rentistas” vecinos. Pero las rentas del petróleo no son ni una maldición ni una tabla de salvación que asegure el ascenso o la caída de absolutamente todos los regímenes. Después de todo, el petróleo no garantizó la supervivencia del Shah. Además, la República Islámica ha sufrido desde 1979 las fluctuaciones tremendamente imprevisibles en el precio internacional del petróleo. Después de alcanzar los 39 dólares por barril en 1981, el precio del petróleo alcanzó un nuevo mínimo de 9 dólares en 1986, rondó los 20 dólares a finales de los ochenta, subió a 32 dólares en 1991 y bajó de nuevo hasta los 10 dólares en 1999. Los precios del petróleo no volvieron a recuperarse hasta la invasión norteamericana de Iraq en 2003. Los últimos treinta años han sido testigos tanto de periodos de escasez como de abundancia.
El shi‘ísmo es la cuarta razón que se aduce para explicar la revolución islámica y la supervivencia de la República Islámica. Es cierto que no se pueden analizar las manifestaciones masivas de 1978 sin tener en cuenta el factor religioso. Así lo demuestra el poderoso eslogan “todos los lugares son Karbala’, todos los meses son muharran, todos los días son Ashura ”. [5] Pero si el shi‘ísmo es la verdadera clave, entonces nos enfrentamos a la pregunta de por qué en Irán, que ha sido mayoritariamente shi‘í desde 1500, no se ha producido una revolución islámica hasta 1979. Durante la mayor parte de estos 470 años, el shi‘ísmo ha sido considerado, en el mejor de los casos, apolítico y quietista, y en el peor, conservador y reaccionario. Ningún historiador puede creerse la explicación oficial de que el imperialismo, la monarquía y el sionismo tergiversaron el shi‘ísmo durante siglos, y que el mundo tuvo que esperar la llegada de Jomeini para desvelar la verdadera naturaleza revolucionaria del Islam. La idea de que la república ha sobrevivido porque es islámica es una tautología.
Si estas explicaciones convencionales no bastan, ¿cómo explicarlo, entonces? La respuesta no se encuentra en la religión, sino en el populismo económico y social. Desde comienzo de los años setenta, Irán produjo una generación de intelectuales radicales que no sólo eran revolucionarios en su política –deseaban reemplazar la monarquía por una república– sino también en sus planteamientos económicos y sociales. Deseaban transformar tanto la raíz como las ramificaciones del sistema de clases. El pionero fue un joven intelectual llamado Ali Shariati, quien no vivió lo suficiente para ver la revolución, pero cuyas enseñanzas alimentaron el movimiento revolucionario. Inspirado por los argelinos, el Che Guevara y Ho Chi Minh, Shariati dedicó su corta vida a reinterpretar el shi‘ísmo como una ideología revolucionaria y a sintetizarlo con el marxismo. Produjo lo que podría llamarse una versión shi‘í de la teología católica de la liberación. Sus enseñanzas no sólo tocaron la fibra sensible de los estudiantes de instituto y los universitarios, sino también la de los seminaristas más jóvenes. Estos teólogos en ciernes podían aceptar fácilmente las enseñanzas de Shariati, excepto su ocasional anticlericalismo. Un estudiante de teología llegó a describir al Imam Husain como un antiguo Che Guevara y a Karbala’ como Sierra Maestra. La mayoría de quienes organizaron las manifestaciones y los enfrentamientos en las calles y los bazares durante los turbulentos meses de 1978 eran estudiantes de instituto y universitarios inspirados en su mayoría por Shariati. Sus frases de moda –que tenían más en común con el populismo del Tercer Mundo que con el shi‘ísmo tradicional– formaron parte, a veces a través de Jomeini, de los eslóganes y las pancartas exhibidos a lo largo de toda la revolución. Algunos de los más típicos fueron:
¡Nuestro enemigo es el imperialismo, el capitalismo y el feudalismo! ¡El Islam pertenece a los oprimidos, no a los opresores! ¡Oprimidos del mundo, unios! ¡El Islam no es el opio del pueblo! ¡El Islam lucha por la igualdad y la justicia social! ¡El Islam representa a los proletarios, no a quienes viven en palacios! ¡El Islam eliminará las diferencias de clase! ¡El Islam proviene de las masas, no de los ricos! ¡El Islam mejorará la situación de los desposeídos! ¡Luchamos por el Islam, no por el capitalismo ni el feudalismo! ¡El Islam liberará al hambriento de las garras de los ricos! ¡El pobre luchó con el Profeta, el rico luchó contra él! ¡El pobre muere por la revolución, el rico conspira contra ella! ¡Independencia, libertad, república islámica! ¡Libertad, igualdad, república islámica!
Este populismo no sólo ayuda a explicar el éxito de la revolución, sino también la longevidad de la República Islámica. La Constitución de la República, con 175 cláusulas, transformó estas aspiraciones generales en promesas específicas que quedaron registradas por escrito. Prometió eliminar la pobreza, el analfabetismo, la infravivienda y el desempleo. También se comprometió a ofrecer a la población educación gratuita, acceso a la atención médica, viviendas decentes, pensiones de jubilación y de invalidez, y seguro por desempleo. La constitución declara que “el gobierno tiene la obligación legal de proporcionar los servicios mencionados a todos los individuos del país.” En resumen, la República Islámica prometió crear un Estado del bienestar en toda la extensión de la palabra, en el sentido europeo del término, no en el sentido despectivo empleado por los americanos.
En las tres décadas transcurridas desde la revolución, la República Islámica –a pesar de su pobre imagen en el exterior– ha dado importantes pasos para cumplir estas promesas, y lo ha hecho dando prioridad a los gastos sociales frente a los militares, de modo que ha ampliado de manera espectacular los ministerios de Educación, Sanidad, Agricultura, Trabajo, Vivienda, Sanidad y Seguridad Social. Los gastos militares consumían al menos el 18% del producto interior bruto en los últimos años del Shah, y ahora se han reducido al 4%. El Ministerio de Industria también ha crecido debido en gran medida a que, entre 1979 y 1980, el Estado se apropió de muchas grandes empresas cuyos propietarios habían huido del país. La alternativa habría sido clausurarlas y provocar un desempleo masivo. Puesto que la mayor parte de estas empresas había funcionado únicamente debido a las subvenciones del antiguo régimen, el nuevo régimen no tuvo más remedio que seguir subvencionándolas.
Después de tres décadas, el régimen está cerca de eliminar el analfabetismo entre las generaciones posteriores a la revolución, reduciendo el porcentaje total del 53 al 15%. [6] El porcentaje entre las mujeres ha disminuido del 65 al 20%. El Estado ha incrementado el número de estudiantes de primaria de 4.768.000 a 5.700.000; los de secundaria, de 2,1 millones a más de 7,6 millones; los de escuelas técnicas, de 201.000 a 509.000 y los universitarios, de 154.000 a más de 1,5 millones. El porcentaje de mujeres dentro de la población universitaria ha subido del 30 al 62%. Gracias a los centros médicos, la expectativa de vida al nacer ha aumentado de 56 a 70 años, y la mortalidad infantil ha descendido del 10,4 al 2,5%. También gracias a los centros médicos, la tasa de natalidad [7] ha caído desde 32, su punto más alto, a 21, y la tasa de fertilidad –el promedio de hijos de una mujer a lo largo de su vida– de 7 a 3. Se estima que éste caerá hasta los dos hijos por mujer en 2012; en otras palabras, en un futuro cercano, Irán estará cerca de alcanzar un crecimiento cero de población.
La República Islámica de Irán ha disminuido el abismo entre la vida urbana y la rural, en parte subiendo los precios de los productos agrícolas –si los comparamos con otros artículos de consumo– y en parte introduciendo escuelas, centros médicos, carreteras, electricidad y agua corriente en el campo. Por primera vez en la historia, los aldeanos pueden permitirse los bienes de consumo, incluyendo motocicletas y furgonetas. De acuerdo a un economista que, en general, es crítico con el régimen, el 80% de las familias rurales dispone de frigorífico, el 77% de televisor y el 76% de cocina de gas. [8] Unas 220.000 familias campesinas han recibido además 850.000 hectáreas de tierra confiscada a la antigua élite. Estas familias, junto a unas 660.000 más que habían obtenido tierra durante la primera Revolución Blanca [9] , forman una importante clase campesina que no sólo se ha beneficiado de estos nuevos servicios sociales, sino también de las cooperativas subvencionadas por el Estado y de las barreras arancelarias proteccionistas. Esta clase campesina proporciona al régimen una base social rural.
El régimen también ha abordado los problemas de la pobreza en las ciudades. Ha sustituido las chabolas por viviendas de renta baja, ha arreglado los peores barrios y ha llevado la electricidad, el agua y el alcantarillado a los barrios de la clase trabajadora. Según admitió una periodista muy crítica hacia la política económica del régimen, “Irán se ha convertido en un país moderno con pocos signos visibles de miseria.” [10] Además, ha complementado los ingresos de las clases bajas –tanto rurales como urbanas– con generosos subsidios en forma de alimentos, combustible, gas, electricidad, medicina y transportes públicos. El régimen puede que no haya erradicado la pobreza ni reducido significativamente la brecha entre ricos y pobres, pero ha proporcionado a las clases bajas un sistema de ayudas. En palabras del economista independiente antes citado, “la pobreza ha disminuido hasta un nivel envidiable para tratarse de un país en desarrollo con ingresos medios.” [11]
Además de ampliar sustancialmente los principales ministerios, la República Islámica también ha fundado numerosas instituciones semi-independientes, como la Fundación de Ayuda a los Desheredados (Mostazafin), la Fundación de Ayuda a los Mártires, la Fundación para la Construcción de Viviendas, la Fundación Alavi o la Fundación del Imam Jomeini. Encabezadas por clérigos u otras personas nombradas por el Líder Supremo y leales a éste, estas fundaciones llegan a representar en su conjunto el 15% de la economía del país y manejan un presupuesto que asciende a la mitad del del gobierno central. Muchos de sus activos son negocios confiscados a la antigua élite. La mayor fundación, la de los Mostazafin, administra 140 fábricas, 120 explotaciones mineras, 470 industrias agropecuarias, 100 empresas de construcción e innumerables cooperativas rurales. También posee dos de los principales periódicos del país, Ettelaat y Keyhan. Según The Guardian , en 1993 la fundación empleaba a 65.000 personas y tenía un presupuesto anual cercano a los diez mil millones de dólares. [12] En la práctica, algunas de estas fundaciones también presionan para proteger el sistema universitario de cuotas para los veteranos de guerra y juntas ofrecen miles de millones en forma de salarios y subsidios que incluyen pensiones, viviendas y seguros médicos. En otras palabras, son pequeños estados del bienestar dentro de un Estado del bienestar mayor. El importante papel que juega el Estado del bienestar convierte estos gastos en el tercer eje de la política iraní. Pocos políticos iraníes –ya sean conservadores o liberales, reformistas o fundamentalistas, radicales o moderados, favorables a la patronal o al obrero– son lo bastante temerarios como para seguir dentro y fuera del país los consejos de los economistas de la Escuela de Chicago, quienes denuncian los “riesgos morales” de la intervención estatal, y sin embargo se muestran entusiasmados con las “virtudes” del libre mercado, la privatización, la ausencia de intervención estatal, la competencia entre empresas, el rendimiento, el espíritu empresarial, la globalización y la entrada en la Organización Mundial del Comercio. De hecho, la mayoría de los políticos posteriores a la revolución ha suscrito en mayor o menor grado el populismo económico. Algunos, como los antiguos presidentes Ali Akbar Hashemi-Rafsanyani y Mohammad Jatami, eran discretos populistas que se avergonzaban de manipular los programas sociales. Otros, como Mahmud Ahmadineyad, son populistas empedernidos que prometen “llevar el dinero del petróleo hasta la mesa del comedor de la gente” mediante una mayor expansión de los programas sociales. No sería realista contemplar recortes drásticos en el sistema de ayudas, aunque hay límites para el populismo: por ejemplo, Ahamdineyad estableció un tope para las subvenciones a la gasolina.
Las próximas décadas pondrán a prueba la habilidad del régimen para compaginar las exigentes demandas de estos programas populistas con las de una clase media educada, en especial la multitud cada vez mayor de graduados universitarios que, irónicamente, son el producto de uno de los principales éxitos de la revolución. Este nuevo colectivo no sólo necesita trabajo y un nivel de vida decente, sino también mayor movilidad social, acceso al mundo exterior –con todos los peligros que ello conlleva, en especial para las bien protegidas industrias nacionales– y, asimismo, la creación de una sociedad civil viable. El régimen podría atender estas formidables demandas si encuentra nuevas fuentes de ingresos derivadas del gas y el petróleo, aunque para hacer eso necesitará mejorar mucho sus relaciones con Washington, con el fin de que las sanciones económicas puedan ser levantadas. Si no se levantan estas sanciones, Irán no podrá acceder a la tecnología y el capital necesarios para explotar sus grandes reservas de gas, y si no se obtienen nuevos ingresos, la política de clases amenaza con surgir de nuevo. Durante 30 años, el populismo ha conseguido rebajar el filo cortante de la política de clases. Puede que no sea así en el futuro.
- VV.AA, Revista Hesperia nº 5. Especial Irán , Fund. J.L. Pardo / Tres Culturas, Madrid, 2005. - Keddie, Nikki R., El Irán moderno , Belacqva, Barcelona, 2007. - Khosrokhavar, Farhad / Roy, Oliver, Irán, de la revolución a la reforma , Bellaterra, Barcelona, 2000. - Tréan, Claire, Irán. Entre la amenaza nuclear y el sueño occidental , Península, Barcelona, 2006. - Merinero Martín, Mª Jesús, Irán: Hacia un desorden prometedor , La Catarata, Madrid, 2001. - Merinero Martín, Mª Jesús, La República islámica de Irán , La Catarata, Madrid, 2004. - VV.AA, La situación de seguridad en Irán , Ministerio de Defensa, Madrid, 2007. - Abdelkhah, Fariba, La revolución bajo el velo. Mujer iraní y régimen islamista , Bellaterra, Barcelona, 1996. - Amrei Rahaman, “ Irán: luces y sombras de una revolución ”, en revista Alif Nûn nº 32, noviembre de 2005. - Roberto Marín Guzmán, “ El derrumbe del viejo orden en Irán ”, en revista Alif Nûn nº 46, febrero de 2007.
[1] Traducción y adaptación del artículo aparecido en: http://www.merip.org/mer/mer250/abrahamian.html
[2] Ervand Abrahamian es iraní de origen armenio. Ha estudiado Historia en la Universidad de Oxford (Reino Unido ) y en la de Columbia (EE.UU). Ha sido profesor de Historia, entre otras, en la universidades de Princeton, Nueva York y Oxford y en el Baruch College de Nueva York, y es autor de varios títulos como Iran Between Two Revolutions, The Iranian Mojahedin, Khomeinism, Tortured Confessions, Inventing the Axis of Evil o A History of Modern Iran. (Nota de la Redacción).
[3] En el caso de la Ginebra de Calvino, no obstante, un consistorio de ancianos y de pastores dotado de amplios poderes vigilaba y reprimía ciertas conductas: fueron prohibidos y perseguidos el adulterio, la fornicación, el juego, la bebida, el baile y las canciones consideradas obscenas, y se hizo obligatoria la asistencia regular a los servicios religiosos. Todas estas prescripciones, salvo la obligación de acudir a los oficios religiosos, coinciden de manera sorprendente con el caso de la República Islámica de Irán. (Nota de la Redacción).
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=98610
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