Facebook y Twitter hierven. Allí es posible encontrar, en cuestión de días, de horas y hasta de minutos, eco a convocatorias ciudadanas plausibles; en esos sistemas aflora, con facilidad pasmosa, el sentido común, la mayoría de las veces contrario a la sinrazón de Estado que padecemos y que es, en el fondo, fachada de una razón meramente financiera, cauce para negocios lícitos o no tanto. Al igual que otros, el llamado a juntar un millón de firmas en demanda de la renuncia de Felipe Calderón a su cargo malhabido ha sido muy exitoso: en cosa de 20 días ha recibido cerca de 140 mil adhesiones.
El éxito –incluso mayor al que tuvo el exhorto a boicotear esa inmundicia ética y fiscal llamada Teletón– es un pálido reflejo de los agravios perpetrados por el político michoacano en 37 meses de ejercicio autoritario, depredador, insensible y torpe del poder. En ese lapso, Calderón no ha cumplido nada de lo que prometió y, en cambio, ha llevado al país a simas sin precedentes de violencia, miseria, arbitrariedad, corrupción, desempleo y, en suma, desesperanza. El calderonato se ha conducido con mala fe y mendacidad desde que era candidatura inflada, luego impuesta en Los Pinos por los poderes constitucionales y por los fácticos; a esas características se agrega la subsecuente inoperancia presidencial, que ha desembocado en catástrofe y que da motivo de alarma y exasperación hasta entre las filas de quienes lo pusieron. La petición de renuncia está, pues, plenamente justificada y en el país pululan los motivos para desear una abreviación de esta desventura sexenal.
El dinamismo y la fluidez de la circunstancia hacen pensar que muchas cosas antes impensables son, hoy en día, posibles: puede ser que no pase nada pero podría ocurrir, también, que una iniciativa en principio aislada y poco relevante en términos demográficos se volviera una bola de nieve y que fuésemos testigos de una dimisión presidencial bajo la presión de un clamor social generalizado.
Que renuncie Calderón. Sea. Imaginémoslo. Y después, por ejemplo, algo así: la negociación acelerada –uno quiere pensar que aún no ha ocurrido o que no está ocurriendo– entre los verdaderos capos de los poderes fácticos y el remplazo del defenestrado por un nuevo consejero delegado de los verdaderos mandantes, es decir, de la oligarquía mediática, política y empresarial, con el apelativo que gusten: Gómez Mont, Ortiz Mayagoitia o Manlio Fabio, o cualquier otro; de esa forma, el poder real se habría liberado de un lastre, obtendría una oportunidad de oro para ensayar su recomposición y dejaría a la sociedad fascinada con un triunfo de humo, con un desahogo en falso tras del cual el único cambio sería el del nombre del ocupante de Los Pinos. Claro que los sucesos también podrían tomar un curso distinto al sugerido.
Sin afán de minimizar el saldo horroroso del calderonato, no debiera olvidarse que hay vías de acción más sustanciales que un recambio presidencial: el desarrollo de formas perdurables de organización de la sociedad para que ésta pueda hacer realidad, en cualquier circunstancia, y sea quien sea el gerente en turno, el precepto del artículo 39 constitucional: La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno
. En otros términos: en ausencia de un tejido organizativo sólido que garantice, desde abajo, el control de los ciudadanos sobre las instituciones –poderes de la Unión, gubernaturas, entidades autónomas, partidos...–, un recambio presidencial no garantiza, por sí mismo, que se instauren las condiciones para reconstruir el país de la situación ruinosa en que lo han dejado los gobiernos de la mafia político-empresarial que se han sucedido de 1988 en adelante.
Reflexiones aparte, la renuncia de Calderón sería un motivo de alivio, y hasta de alborozo, para muchos millones de mexicanos, y también podría ser que con ella se presentara la posibilidad de empezar a reparar el magno desbarajuste que ha provocado.
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