por Eduardo Anguita*
El FMI, que tiene una unidad contra delitos financieros, da la misma estimación. Los especialistas suelen coincidir en que los principales rubros que permiten mover esa cantidad escalofriante de dólares son el narcotráfico, el mercado negro de armas y el desvío de fondos por negocios entre empresarios y funcionarios políticos.
Del tráfico de drogas es fácil hablar cuando se trata de involucrar a bandas de latinoamericanos pero es incómodo cuando se lo mira del otro eslabón de la cadena: los principales mercados de consumo de cocaína, heroína y drogas químicas es Estados Unidos y Europa.
La prensa de esos países es necesariamente tolerante con el doble discurso que implica echar las culpas sobre el arquetípico plantador de coca boliviano, o el colombiano colgado de oros y con fajos de billetes de a veinte.
Sería mucho más difícil indagar el rol de la DEA en los carteles latinos de la cocaína, o el de las tropas de ocupación en Afganistán, donde están los principales cultivos de amapola y la producción de opio. Tampoco es fácil investigar quiénes financian los ejércitos privados en Myanmar, especialmente en el triángulo de Oro, donde ese país se cruza con Tailandia y Laos, donde también se fabrican drogas opiáceas. Claro, Bolivia, Afganistán y Myanmar están entre los treinta países más pobres del planeta.
Las armas en el mercado negro sirven para financiar guerras como las de Liberia, Congo o Ruanda, donde las peleas tribales son la pantalla de intereses económicos. Los traficantes de diamantes, por ejemplo, cuentan con normativas cómplices en varios países africanos, que permiten la salida de las piedras preciosas sin pagar impuestos.
Así se explica que dictadores como el ugandés Idi Amín llegara a ser uno de los hombres más ricos del planeta. Mucho más incómodo de explicar es por qué la ciudad belga de Amberes es la capital del comercio de diamantes y peor aún sería tratar de dar a conocer la trastienda de ese negocio.
Cabe recordar que Bélgica tenía colonia en el Congo hasta 1960 y luego los mercenarios belgas controlaban el negocio de diamantes a través de dictadores títeres. Esa asociación entre mercenarios y ejércitos tribales cautivos siempre tuvo atrás a grandes financistas, fueren empresas privadas o Estados.
Idi Amín murió en Arabia Saudita, porque los grandes financistas que lo protegían querían evitar que algún juez o periodista de investigación pudiera obtener información que los involucrara. Arabia Saudita, como los Emiratos Árabes, Libia y otras naciones ricas en petróleo mueven fortunas en la banca libanesa donde el capital puede burlar los controles de las naciones del primer mundo.
Las transacciones se hacen en Beirut o, navegando por el Mediterráneo, en los muy distinguidos balnearios de Cerdeña, donde los inmensos yates de los petroleros se confunden con los de los traficantes de armas, las estrellas de Hollywood y o los de los espías de las principales potencias bélicas del planeta. En la Costa Esmeralda es normal ver los ejércitos privados que acompañan a jeques árabes pero es más difícil identificar a los banqueros o políticos europeos o norteamericanos con quienes hacen negocios.
El problema es la evidencia
En 1970, el periodista norteamericano Seymour Hersh ganó el premio Pulitzer por su investigación sobre la verdad de la matanza de 128 civiles en una aldea vietnamita -que occidente conoció como My Lai porque era el nombre que le daban las tropas invasoras y no sus habitantes-.
El gobierno de Richard Nixon tembló porque el teniente William Calley, uno de los participantes de la masacre, contó detalles a Hersh quien, después de deambular con sus notas, pudo dar con una pequeña agencia (la Dispatch News Services) que se animó a publicarlas.
La Casa Blanca tuvo que aceptar la masacre y hubo una ola internacional de rechazos.
Hersh no contó con muchos otros oficiales como Calley que pudieran dar dimensión singular a los otros miles de asesinatos que llevaran a Vietnam a perder tres millones de habitantes civiles durante la ocupación norteamericana que financió no sólo sus propios ejércitos sino también tropas títeres.
Puede parecer exagerado asociar el caso de la masacre de My Lai con el de la valija de Guido Antonini Wilson. Pero no es desacertado: el periodismo puede actuar sobre la singularidad, sobre la evidencia. Desde allí puede construir un caso testigo.
Ningún cronista va a tener la nota caliente del día con los 500.000 millones de dólares que anualmente salen del circuito. El periodismo no es un ejercicio de lamento o de moralización: se limita -que no es poco- a acercar datos o pequeñas historias a lectores que no tienen mucho tiempo para cada artículo. Pero cada tanto, el periodismo debe pensarse a sí mismo y dar más contexto.
Seymour Hersh es, para la mayoría de lectores, un desconocido. Sin embargo, no dejó de investigar y de publicar sus investigaciones en los 37 años que siguieron al Pulitzer. Desde ya, la gran prensa norteamericana no le da espacio, pero sí la revista The New Yorker, una de las más prestigiosas donde cualquiera aspirara escribir unas líneas aunque fuera.
Hersh sigue los casos sensibles: el papel de la CIA y el Pentágono en Medio Oriente, en Afganistán, en Pakistán o en Irak. Según sus artículos, la segunda fuerza de ocupación en Irak está constituida por los ejércitos privados contratados para custodiar el transporte de petróleo o por las empresas contratistas norteamericanas dedicadas a la "reconstrucción" de lo que ellas mismas destruyeron.
Esos mercenarios cuestan a veces diez veces más que un soldado regular. Esa privatización de la guerra -que no es nueva- es una forma más de borrar los límites entre la legalidad y el delito. La información sobre estos hechos está celosamente cuidada por el poder político y económico de Estados Unidos. Circula, sí, pero por medios de bajo impacto o alternativos.
Cuando llevamos en Argentina dos semanas de proliferación informativa sobre los 800.000 dólares que trajo Guido Antonini Wilson en una valija y en un avión contratado por la estatal Enarsa no queda menos que decir: señores, ese hecho existió, fue en agosto y está muy bien que se investigue, pero ¿estamos tan atados al carro del Imperio que no podemos saltar el cerco informativo?
Eduardo Anguita Escritor. Especialista en medios de comunicación. Los artículos de esta autora o autor |
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