Desfiladero
Aristegui
¿En qué se parece al golpe de 1976 vs Excélsior?
Cortaron un árbol donde crecerá un nuevo bosque
El IFE ayudó a organizar los comicios en Kenia
A su llegada a estas tierras, procedente de Nairobi, ciudad en la que dejó a 47 compatriotas librados a su suerte porque, así dijo, “era más importante venir a recibir instrucciones de (…) Felipe Calderón”, el embajador de México en Kenia, Juan Antonio Cue, negó que el IFE hubiese ayudado a las autoridades de aquel país africano a organizar los recientes comicios presidenciales, que provocaron un baño de sangre cuando el candidato oficialista le robó el triunfo, mediante un fraude, al abanderado de la oposición.
La noticia, que parece un chiste pero no lo es y debe ser investigada por el Congreso, inspiró en una lectora de esta página la siguiente reflexión: “la tragedia de Kenia vuelve a poner de relieve la grandeza de López Obrador, que ante una situación muy similar evitó que aquí estallara la violencia”. Desde luego, el plantón de Reforma y las acciones que de él se derivaron conjuraron el riesgo de una masiva explosión de furia. Sin embargo, la resistencia civil pacífica no ha logrado contener la otra violencia, la que de muy distintas formas está generando con intensidad creciente el gobierno pelele de Calderón.
O quizá habría que hablar de las otras violencias. A saber, la de la dizque “guerra” contra el narcotráfico, que justifica la presencia del Ejército en todas partes, causa miles de muertes en las calles, infunde terror, propicia la intervención de Estados Unidos en temas de seguridad nacional (atrae dólares y armas gringas), pero sobre todo beneficia a los cárteles porque la persecución aumenta el precio de sus mercancías y eleva exponencialmente sus ganancias (que comparten con políticos, policías y militares).
Está también la violencia jurídica, que tiene en la cárcel a líderes sociales mientras garantiza impunidad ilimitada a empresarios, gobernadores y arzobispos. Por no hablar de la violencia estructural del modelo económico, culpable de la miseria crónica de los campesinos, los indígenas y vastas capas urbanas. O de la violencia política (Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Atenco). O de la violencia económica, atizada por el encarecimiento de los productos básicos a partir del alza a las gasolinas.
A todo lo anterior hay que agregar la violencia verbal, que esta semana se desató desde la cúpula del sistema, combinando la demagogia y el cinismo con las ganas de provocar al movimiento social que se dispone a dar épicas batallas por la defensa de Pemex y de los productos esenciales del campo. “No hay gasolinazo” (Eduardo Sojo, secretario de Economía). El TLC, “exitoso” (Arturo Sarukhán, embajador en EU). Los aumentos de precios, “por desinformación” (Consejo Coordinador Empresarial). El TLC, “benéfico” (Calderón, presidente pelele). “Estoy mudo” (Jesús Reyes Heroles, director de Pemex, ante periodistas que pedían informes sobre la privatización de la empresa). “México puede volverse adicto a los ingresos que obtiene de Pemex” (Standard & Poor’s, 70 años después de la expropiación petrolera). El procurador de Jalisco “sí asistió a una fiesta sexual en la que fueron violadas menores” (Emilio González Márquez, gobernador estatal, a quien sólo le faltó añadir “y qué”, sabiendo que lo protegerá la Suprema Corte).
Sin soslayar la violencia de género, que merece un espacio aparte, no se puede olvidar la violencia laboral, que en estos días alcanzó una notoriedad escalofriante con tres casos que pintan a los empresarios mexicanos del ramo del periodismo como lo más viles del mundo. El más pequeño de los tres, diría Cri-cri, es Rogelio Toledo, dueño del Diario de Chiapas, que despidió al reportero Mario Álvarez en castigo porque éste se fracturó las dos piernas cuando la noche del 24 de diciembre, en vez de celebrar con su familia, trabajaba en las calles de Tuxtla Gutiérrez y fue atropellado por un camión.
El segundo es Remigio Ángel González, propietario del Canal 9 de la televisión argentina, que encerró en un baño por más de 48 horas, sin ventilación ni comida, a cinco periodistas que había despedido y que regresaron a su trabajo por orden de un juez. Las víctimas, rescatadas el miércoles, están hospitalizadas en Buenos Aires. Ahora bien, si los dos ejemplos anteriores son indignantes, el que protagoniza actualmente el magnate Emilio Azcárraga Jean, es vomitivo.
Para refrendar su alianza con el gobierno pelele, el dueño de Televisa le arrebató los micrófonos de W Radio a Carmen Aristegui, la periodista más querida, respetada, influyente y con mayor audiencia en el ámbito de los medios electrónicos del país. El acontecimiento, que ha sacudido a la opinión pública y tiene ya repercusiones internacionales (véase lo que ayer publicó Le Monde), trae a la memoria lo que sucedió, aquí mismo, el 8 de julio de 1976, cuando el gobierno de Luis Echeverría quitó de la dirección de Excélsior a Julio Scherer.
En aquel tiempo había un dinámico movimiento de insurgencia sindical contra la hegemonía del líder charro Fidel Velázquez, encabezado por el líder electricista Rafael Galván, que desafiaba la estructura vertical del autoritarismo. El cine, el radio y la televisión eran férreamente controlados por el gobierno. La única revista disidente era Siempre!, de José Pagés, cuyo suplemento, La cultura en México, dirigido por Carlos Monsiváis, ejercía la libertad de expresión con altos riegos.
Estaban prohibidas las manifestaciones políticas en el Zócalo, los cuatro partidos políticos autorizados obedecían sin chistar las reglas del juego; la izquierda trataba de salir de la clandestinidad, las cárceles estaban repletas de presos políticos de la guerrilla, y sólo doña Rosario Ibarra hablaba de los desaparecidos, entre los cuales figura Jesús Piedra, su hijo. Cuando Julio Scherer cayó, todos pensamos que era el preludio de una nueva oleada de represión, ahora contra los electricistas y los maestros que organizaban sindicatos universitarios.
Sin embargo, la censura impuesta a todo el país por medio de la maniobra contra Excélsior tenía otra finalidad: sofocar las críticas a la devaluación del primero de septiembre de ese año de 1976, que puso fin a la paridad de 12.50 por dólar, vigente desde 1954, e inauguró la etapa de la hiperinflación, tras la cual, en 1982, llegaron al poder los salinistas. El golpe a Excélsior, empero, dio pie al nacimiento de una nueva generación de medios impresos más libres, modernos y críticos, a la apertura de espacios en radio y a la incorporación de nuevos partidos al Congreso.
Todo ello fue posible, sobre todo, porque así le convenía al gobierno de José López Portillo y a que había una efímera bonanza económica. Hoy, tras el golpe a Carmen Aristegui, los temores se reactualizan: esto parece la antesala de la represión que acompañará la venta de Pemex (y para la cual se creó la Ley Gestapo, que permitirá la entrada de la policía a nuestra casa), pero las condiciones objetivas son muy distintas a las de 1976.
A Calderón no le interesa en absoluto la apertura, pero tiene en su contra un movimiento social gigantesco, que cuenta, además de muchos otros recursos políticos y morales, con las herramientas tecnológicas de internet para multiplicar las trincheras informativas. mientras a Televisa, no le queda sino una runfla de merolicos sin vergüenza y todo el descrédito del mundo. Así que no hay, en suma, ninguna razón para alentar el pesimismo.
Los que cortaron el árbol de Carmen Aristegui en la W fecundaron, sin saberlo, el terreno sobre el que muy pronto crecerá un nuevo bosque. No lo duden: lo veremos.
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