[Intervención en la jornada sobre Crisis económica y alternativas, organizada por el IU-ICV en el Congreso de Diputados, Madrid, 20 de febrero de 2009] |
En esta intervención reflexionaré sobre la crisis económica y las respuestas a la misma en el contexto de una crisis ecológica con una dimensión diferente y de solución aún más difícil.
En primer lugar, querría destacar que aunque las dos crisis, la económica y la ecológica, son de carácter muy diferente tienen algo importante en común. La raíz de los problemas de degradación ambiental está en que empresas y consumidores se preocupan de sus costes y beneficios privados pero se desentienden de los impactos ambientales que generan, los cuales recaen sobre el conjunto de la sociedad.
Una de las raíces de la actual crisis financiero-económica es un marco institucional en el que los que toman decisiones muchas veces no tienen incentivos para preocuparse lo suficiente sobre los riesgos y costes sociales de esas decisiones. Esto es así para los que invierten el dinero de otros asumiendo elevados riesgos, para los ejecutivos que tienen sus ingresos blindados pase lo que pase con el negocio que gestionan, para los que cobraban comisiones o ascendían en función de cuanto dinero prestaban en créditos hipotecarios a personas que ingenuamente pensaban que los tipos de interés se mantendrían siempre en mínimos y que los precios de sus viviendas nunca bajarían, para los que piensan que de ir mal dadas ya se socializarán las pérdidas gracias a la intervención de las administraciones públicas o incluso simplemente de los accionistas que tienen “responsabilidad limitada” en las pérdidas, sin que los posibles beneficios tengan ningún límite.
La crisis no ha estallado, desde luego, por problemas ecológicos, ya que los mecanismos de retroalimentación entre problemas ecológicos y dinámica económica son pocos y generalmente muy retardados. Si, por ejemplo, los ecosistemas naturales no pueden absorber las emisiones de gases de efecto invernadero ello no tiene porqué afectar a los negocios privados (y a veces incluso la degradación ambiental genera oportunidades de negocio en nuevas actividades). En cambio, en los mercados es diferente: si la demanda de vivienda no puede absorber una oferta desmesurada, el mercado se acaba hundiendo (como era muy fácil de prever que acabaría pasando en España: lo extraño es que no pasase antes).
El único terreno en el cual parecía —antes de la crisis— que las tensiones entre sistema económico y abuso de la naturaleza podían causar una crisis económica a corto plazo era en el de la insostenibilidad del modelo energético. El alza de los precios del petróleo (¡que llegó a los 150$ el barril hace menos de un año!) parecía imparable y reflejaba tensiones reales entre una demanda creciente y una capacidad de oferta casi al límite y reflejaba también unas expectativas de que la tensión aumentaría en el futuro. El aumento del precio del petróleo tuvo efectos económicos —en el déficit exterior de muchos países, en la dramática alza de los precios de los alimentos,... — pero, sin embargo, la crisis no ha tenido como un factor desencadenante el precio del petróleo: la relación de causalidad ha ido en sentido contrario, es la crisis económico-financiera la que ha disminuido la demanda de petróleo y con ello los precios. Sin embargo, el debate sobre el fin próximo de la era del petróleo debe seguir tomándose muy en serio y me parece irresponsable que el hundimiento de los precios del petróleo se considere una buena noticia económica: menor precio del petróleo significará consolidación de la adicción al petróleo cuando lo que se necesita es una rápida (y nada fácil) transición hacia otro modelo energético. Para mí sería el momento no de alegrarse de que baje el precio de los carburantes sino de aumentar la fiscalidad sobre los carburantes (que por cierto en España es significativamente más baja que en la mayoría de países de la UE): los ingresos fiscales, además, bienvenidos serían para el necesario aumento del gasto público en la coyuntura actual.
La crisis económica ha golpeado de forma tan rápida e intensa y con efectos tan dramáticos sobre la población que uno puede entender que la respuesta dominante sea la de dar prioridad absoluta al crecimiento para volver a los “buenos tiempos”, cuando la economía iba bien. Buenos tiempos para muchos pero tiempos de precariedad e insatisfacción para muchos otros; tiempos de desigualdad (con por ejemplo grandes sueldos frente a contratos basura; grandes pelotazos inmobiliarios frente a dificultades para el acceso a la vivienda); tiempos de creciente consumo energético y de insostenibilidad ambiental.
Desde hace muchas décadas ha habido importantes críticas a la identificación entre éxito económico y crecimiento del Producto Interior. Críticas que provienen, además, de muy diversos frentes. La crítica feminista que destaca que toda la actividad no remunerada ligada al cuidado de personas y al trabajo doméstico no aparece para nada en las Cuentas Nacionales. La crítica social que señala que la distribución del ingreso o el nivel de prestaciones públicas son tanto o más importantes que el ingreso per cápita para determinar el nivel de vida de la mayoría de la población. Y la crítica de la economía ecológica que denuncia que la destrucción de recursos naturales y de servicios ambientales no aparece reflejada en absoluto en el Producto Interior Bruto ni tampoco en el PI Neto.
Todos estos debates han generado una potente línea de disensión respecto al objetivo del crecimiento económico que para mí podría resumirse en dos conclusiones:
La primera. ¡Lo que nos debe importar es el bienestar de las generaciones actuales y la perspectiva de bienestar de las generaciones futuras y no lo que pase con el PIB!
La segunda. ¡Dado el actual nivel de consumismo en los países ricos es perfectamente posible pensar en una economía estacionaria o en decrecimiento en la que aumente el bienestar de la mayoría de personas!
Ello no significa, por supuesto, que el decrecimiento sea siempre bueno —¡la actual crisis económica es obviamente nefasta para muchísima gente! — del mismo modo que el crecimiento no siempre es bueno. La cuestión no es crecer o no crecer sino discutir —¡y planificar! — qué actividades fomentar y cuáles desincentivar, y cómo distribuir tanto los ingresos y los servicios públicos como el trabajo.
Sin duda, en mi opinión, por poner un ejemplo, en los países ricos debemos buscar un futuro con menos producción y uso de coches (sean más o menos eficientes: el trasporte en coche particular es extremadamente intensivo en energía en cualquiera de los casos y provoca muchos otros problemas ambientales; está muy bien que se diferencie fiscalmente entre coches según su potencial contaminador como se decidió en este congreso de diputados para el impuesto de matriculación en España y como se tendría que hacer también con el impuesto municipal de circulación reformando la ley de haciendas locales; pero lo que no se debería hacer es subvencionar ni directa ni indirectamente a la industria del automóvil); también me parece claro que debería reducirse la industria de la publicidad que no hace otra cosa que fomentar el consumismo; en cambio, debería aumentar el gasto en terrenos como la energía fotovoltaica, el aislamiento energético de edificios, el transporte público, la financiación de la atención a las personas mayores, la educación, etc.
En los momentos actuales de crisis ha resurgido —de una forma que no hubiésemos creído hace muy poco tiempo— el keynesianismo. Además, lo que es muy interesante, muchos han visto en el gasto en energías limpias y en conservación ambiental un componente fundamental de una estrategia keynesiana frente a la actual crisis; incluso se ha acuñado el término keynesianismo verde o new deal verde. Mi reacción ante este resurgimiento del keynesianismo es ambivalente.
En primer lugar, hay que celebrar el cambio de aires cuando hasta hace poco toda la ortodoxia económica abogaba a favor de las virtudes del mercado y de una reducción del papel del sector público.
En segundo lugar, coincido totalmente en que es momento de aumentar de forma importante el gasto público en protección social (para reducir los efectos sociales negativos de la crisis), en servicios públicos y en reestructurar la economía para hacerla más sostenible. Los puestos de trabajo que ello genere por supuesto muy bienvenidos serán.
Estos son los aspectos claramente positivos para mí.
Sin embargo, el actual “keynesianismo verde” también tiene sus peligros. Me preocupa que a veces se defiendan las inversiones en lo que podríamos llamar el sector “energético-ambiental” no tanto por su necesidad para una mayor sostenibilidad sino por su posible papel como nuevo “motor de crecimiento económico”; para volver al considerado irrenunciable objetivo del crecimiento económico.
Cuando éste es el planteamiento, puede pasar fácilmente que el argumento “verde” sea oportunista, simplemente una justificación de una actuación determinada sin analizar seriamente su conveniencia desde el punto de vista de la sostenibilidad. Un ejemplo claro —ya apuntado— es la apuesta por la industria automovilística como “sector de futuro” aunque sea con coches más eficientes o coches eléctricos: está bien que la industria investigue en coches más eficientes y en coches con combustibles alternativos pero un futuro más sostenible pasa necesariamente por una reducción del uso de coches en los países ricos.
Lo que puede ser una consecuencia de la “reestructuración ecológica de la economía” —generar actividad económica y requerimientos de trabajo— no debe considerarse como el objetivo en sí mismo puesto que un camino hacia una mayor sostenibilidad ha de comportar también —o incluso sobre todo— cambios que no generan actividad económica y requerimientos de trabajo sino que los reducen: mayor durabilidad de los productos, menos consumismo, mayor austeridad en los países ricos. (Además, en el caso español, la disminución del consumismo es necesaria no sólo por cuestiones ambientales sino de mera sostenibilidad económica si tenemos en cuenta el enorme déficit de la balanza por cuenta corriente española).
Finalmente, una reflexión sobre el déficit público. No creo que sea en absoluto el momento de dar prioridad al equilibrio presupuestario pero tampoco debería frivolizarse sobre el déficit público. En el contexto actual, el de los países de la zona euro, el déficit público se financia con deuda pública. Un optimista keynesiano puede pensar que esto no es problemático ya que si el déficit público es exitoso generará crecimiento económico y este crecimiento servirá para pagar el servicio de la deuda. Sin embargo, si uno es escéptico sobre las posibilidades y sobre la propia deseabilidad del crecimiento, entonces la carga futura de la deuda, que puede representar un porcentaje importante de la renta y del gasto público —sobre todo si se dispara su coste en caso de surgir dudas sobre el cumplimiento del Estado con los pagos—, es más preocupante.
Una conclusión clara es que no hay que disminuir en absoluto la presión fiscal. Al contrario, en mi opinión, la tendencia debería ser —prudentemente— aumentar la recaudación fiscal: ante todo, revisando la actual fiscalidad favorable para los ingresos de capital; y aumentando también la fiscalidad sobre los ingresos medios y elevados. La mayor fiscalidad sobre los mejor situados (con la pérdida de poder adquisitivo privado que comportaría para algunos) tendría efectos reductores sobre la desigualdad y el consumismo y tendría como contrapartida la posibilidad de una mayor oferta de protección y servicios públicos sin crear una enorme carga para el futuro.
Se deberían también dar pasos decididos hacia la fiscalidad ambiental (o alternativamente a la venta —y no distribución gratuita como hasta ahora— de permisos de contaminación) para penalizar diferencialmente los consumos que generan más contaminación. El objetivo principal de la fiscalidad ambiental no es desde luego recaudar dinero sino incentivar cambios de comportamiento: pero en momentos en que las necesidades de gasto son tan importantes, bienvenidos serían también los ingresos fiscales obtenidos.
En definitiva, y a modo de resumen, en mi opinión no debemos pensar en respuestas a la crisis económica que olviden la crisis ecológica. Ante la actual crisis económica no deberíamos aparcar las críticas al objetivo del crecimiento económico sino que la crisis debería ser una oportunidad para poner en primer plano las cuestiones distributivas y el debate sobre qué actividades incentivar y cuáles desincentivar.
En primer lugar, querría destacar que aunque las dos crisis, la económica y la ecológica, son de carácter muy diferente tienen algo importante en común. La raíz de los problemas de degradación ambiental está en que empresas y consumidores se preocupan de sus costes y beneficios privados pero se desentienden de los impactos ambientales que generan, los cuales recaen sobre el conjunto de la sociedad.
Una de las raíces de la actual crisis financiero-económica es un marco institucional en el que los que toman decisiones muchas veces no tienen incentivos para preocuparse lo suficiente sobre los riesgos y costes sociales de esas decisiones. Esto es así para los que invierten el dinero de otros asumiendo elevados riesgos, para los ejecutivos que tienen sus ingresos blindados pase lo que pase con el negocio que gestionan, para los que cobraban comisiones o ascendían en función de cuanto dinero prestaban en créditos hipotecarios a personas que ingenuamente pensaban que los tipos de interés se mantendrían siempre en mínimos y que los precios de sus viviendas nunca bajarían, para los que piensan que de ir mal dadas ya se socializarán las pérdidas gracias a la intervención de las administraciones públicas o incluso simplemente de los accionistas que tienen “responsabilidad limitada” en las pérdidas, sin que los posibles beneficios tengan ningún límite.
La crisis no ha estallado, desde luego, por problemas ecológicos, ya que los mecanismos de retroalimentación entre problemas ecológicos y dinámica económica son pocos y generalmente muy retardados. Si, por ejemplo, los ecosistemas naturales no pueden absorber las emisiones de gases de efecto invernadero ello no tiene porqué afectar a los negocios privados (y a veces incluso la degradación ambiental genera oportunidades de negocio en nuevas actividades). En cambio, en los mercados es diferente: si la demanda de vivienda no puede absorber una oferta desmesurada, el mercado se acaba hundiendo (como era muy fácil de prever que acabaría pasando en España: lo extraño es que no pasase antes).
El único terreno en el cual parecía —antes de la crisis— que las tensiones entre sistema económico y abuso de la naturaleza podían causar una crisis económica a corto plazo era en el de la insostenibilidad del modelo energético. El alza de los precios del petróleo (¡que llegó a los 150$ el barril hace menos de un año!) parecía imparable y reflejaba tensiones reales entre una demanda creciente y una capacidad de oferta casi al límite y reflejaba también unas expectativas de que la tensión aumentaría en el futuro. El aumento del precio del petróleo tuvo efectos económicos —en el déficit exterior de muchos países, en la dramática alza de los precios de los alimentos,... — pero, sin embargo, la crisis no ha tenido como un factor desencadenante el precio del petróleo: la relación de causalidad ha ido en sentido contrario, es la crisis económico-financiera la que ha disminuido la demanda de petróleo y con ello los precios. Sin embargo, el debate sobre el fin próximo de la era del petróleo debe seguir tomándose muy en serio y me parece irresponsable que el hundimiento de los precios del petróleo se considere una buena noticia económica: menor precio del petróleo significará consolidación de la adicción al petróleo cuando lo que se necesita es una rápida (y nada fácil) transición hacia otro modelo energético. Para mí sería el momento no de alegrarse de que baje el precio de los carburantes sino de aumentar la fiscalidad sobre los carburantes (que por cierto en España es significativamente más baja que en la mayoría de países de la UE): los ingresos fiscales, además, bienvenidos serían para el necesario aumento del gasto público en la coyuntura actual.
La crisis económica ha golpeado de forma tan rápida e intensa y con efectos tan dramáticos sobre la población que uno puede entender que la respuesta dominante sea la de dar prioridad absoluta al crecimiento para volver a los “buenos tiempos”, cuando la economía iba bien. Buenos tiempos para muchos pero tiempos de precariedad e insatisfacción para muchos otros; tiempos de desigualdad (con por ejemplo grandes sueldos frente a contratos basura; grandes pelotazos inmobiliarios frente a dificultades para el acceso a la vivienda); tiempos de creciente consumo energético y de insostenibilidad ambiental.
Desde hace muchas décadas ha habido importantes críticas a la identificación entre éxito económico y crecimiento del Producto Interior. Críticas que provienen, además, de muy diversos frentes. La crítica feminista que destaca que toda la actividad no remunerada ligada al cuidado de personas y al trabajo doméstico no aparece para nada en las Cuentas Nacionales. La crítica social que señala que la distribución del ingreso o el nivel de prestaciones públicas son tanto o más importantes que el ingreso per cápita para determinar el nivel de vida de la mayoría de la población. Y la crítica de la economía ecológica que denuncia que la destrucción de recursos naturales y de servicios ambientales no aparece reflejada en absoluto en el Producto Interior Bruto ni tampoco en el PI Neto.
Todos estos debates han generado una potente línea de disensión respecto al objetivo del crecimiento económico que para mí podría resumirse en dos conclusiones:
La primera. ¡Lo que nos debe importar es el bienestar de las generaciones actuales y la perspectiva de bienestar de las generaciones futuras y no lo que pase con el PIB!
La segunda. ¡Dado el actual nivel de consumismo en los países ricos es perfectamente posible pensar en una economía estacionaria o en decrecimiento en la que aumente el bienestar de la mayoría de personas!
Ello no significa, por supuesto, que el decrecimiento sea siempre bueno —¡la actual crisis económica es obviamente nefasta para muchísima gente! — del mismo modo que el crecimiento no siempre es bueno. La cuestión no es crecer o no crecer sino discutir —¡y planificar! — qué actividades fomentar y cuáles desincentivar, y cómo distribuir tanto los ingresos y los servicios públicos como el trabajo.
Sin duda, en mi opinión, por poner un ejemplo, en los países ricos debemos buscar un futuro con menos producción y uso de coches (sean más o menos eficientes: el trasporte en coche particular es extremadamente intensivo en energía en cualquiera de los casos y provoca muchos otros problemas ambientales; está muy bien que se diferencie fiscalmente entre coches según su potencial contaminador como se decidió en este congreso de diputados para el impuesto de matriculación en España y como se tendría que hacer también con el impuesto municipal de circulación reformando la ley de haciendas locales; pero lo que no se debería hacer es subvencionar ni directa ni indirectamente a la industria del automóvil); también me parece claro que debería reducirse la industria de la publicidad que no hace otra cosa que fomentar el consumismo; en cambio, debería aumentar el gasto en terrenos como la energía fotovoltaica, el aislamiento energético de edificios, el transporte público, la financiación de la atención a las personas mayores, la educación, etc.
En los momentos actuales de crisis ha resurgido —de una forma que no hubiésemos creído hace muy poco tiempo— el keynesianismo. Además, lo que es muy interesante, muchos han visto en el gasto en energías limpias y en conservación ambiental un componente fundamental de una estrategia keynesiana frente a la actual crisis; incluso se ha acuñado el término keynesianismo verde o new deal verde. Mi reacción ante este resurgimiento del keynesianismo es ambivalente.
En primer lugar, hay que celebrar el cambio de aires cuando hasta hace poco toda la ortodoxia económica abogaba a favor de las virtudes del mercado y de una reducción del papel del sector público.
En segundo lugar, coincido totalmente en que es momento de aumentar de forma importante el gasto público en protección social (para reducir los efectos sociales negativos de la crisis), en servicios públicos y en reestructurar la economía para hacerla más sostenible. Los puestos de trabajo que ello genere por supuesto muy bienvenidos serán.
Estos son los aspectos claramente positivos para mí.
Sin embargo, el actual “keynesianismo verde” también tiene sus peligros. Me preocupa que a veces se defiendan las inversiones en lo que podríamos llamar el sector “energético-ambiental” no tanto por su necesidad para una mayor sostenibilidad sino por su posible papel como nuevo “motor de crecimiento económico”; para volver al considerado irrenunciable objetivo del crecimiento económico.
Cuando éste es el planteamiento, puede pasar fácilmente que el argumento “verde” sea oportunista, simplemente una justificación de una actuación determinada sin analizar seriamente su conveniencia desde el punto de vista de la sostenibilidad. Un ejemplo claro —ya apuntado— es la apuesta por la industria automovilística como “sector de futuro” aunque sea con coches más eficientes o coches eléctricos: está bien que la industria investigue en coches más eficientes y en coches con combustibles alternativos pero un futuro más sostenible pasa necesariamente por una reducción del uso de coches en los países ricos.
Lo que puede ser una consecuencia de la “reestructuración ecológica de la economía” —generar actividad económica y requerimientos de trabajo— no debe considerarse como el objetivo en sí mismo puesto que un camino hacia una mayor sostenibilidad ha de comportar también —o incluso sobre todo— cambios que no generan actividad económica y requerimientos de trabajo sino que los reducen: mayor durabilidad de los productos, menos consumismo, mayor austeridad en los países ricos. (Además, en el caso español, la disminución del consumismo es necesaria no sólo por cuestiones ambientales sino de mera sostenibilidad económica si tenemos en cuenta el enorme déficit de la balanza por cuenta corriente española).
Finalmente, una reflexión sobre el déficit público. No creo que sea en absoluto el momento de dar prioridad al equilibrio presupuestario pero tampoco debería frivolizarse sobre el déficit público. En el contexto actual, el de los países de la zona euro, el déficit público se financia con deuda pública. Un optimista keynesiano puede pensar que esto no es problemático ya que si el déficit público es exitoso generará crecimiento económico y este crecimiento servirá para pagar el servicio de la deuda. Sin embargo, si uno es escéptico sobre las posibilidades y sobre la propia deseabilidad del crecimiento, entonces la carga futura de la deuda, que puede representar un porcentaje importante de la renta y del gasto público —sobre todo si se dispara su coste en caso de surgir dudas sobre el cumplimiento del Estado con los pagos—, es más preocupante.
Una conclusión clara es que no hay que disminuir en absoluto la presión fiscal. Al contrario, en mi opinión, la tendencia debería ser —prudentemente— aumentar la recaudación fiscal: ante todo, revisando la actual fiscalidad favorable para los ingresos de capital; y aumentando también la fiscalidad sobre los ingresos medios y elevados. La mayor fiscalidad sobre los mejor situados (con la pérdida de poder adquisitivo privado que comportaría para algunos) tendría efectos reductores sobre la desigualdad y el consumismo y tendría como contrapartida la posibilidad de una mayor oferta de protección y servicios públicos sin crear una enorme carga para el futuro.
Se deberían también dar pasos decididos hacia la fiscalidad ambiental (o alternativamente a la venta —y no distribución gratuita como hasta ahora— de permisos de contaminación) para penalizar diferencialmente los consumos que generan más contaminación. El objetivo principal de la fiscalidad ambiental no es desde luego recaudar dinero sino incentivar cambios de comportamiento: pero en momentos en que las necesidades de gasto son tan importantes, bienvenidos serían también los ingresos fiscales obtenidos.
En definitiva, y a modo de resumen, en mi opinión no debemos pensar en respuestas a la crisis económica que olviden la crisis ecológica. Ante la actual crisis económica no deberíamos aparcar las críticas al objetivo del crecimiento económico sino que la crisis debería ser una oportunidad para poner en primer plano las cuestiones distributivas y el debate sobre qué actividades incentivar y cuáles desincentivar.
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