LEspresso
Traducido para Rebelión por Liliana Piastra |
¿Cómo se le puede pedir que se reconozca como clase, con problemas comunes, a quien, si es que aún trabaja, lo hace cada vez menos junto con otros, durante periodos cada vez más cortos y ve el trabajo no ya como algo que se respeta sino que se soporta?
Los de mi generación, que encararon el Sesenta y Ocho entre los treinta y cinco y los cuarenta años, demasiado mayores ya para ser estudiantes en revuelta y demasiado jóvenes para ser venerables ancianos que rehuían el enfrentamiento, se han visto durante largo tiempo chantajeados por la clase obrera. Mejor dicho, no por la propia clase, los pobres, con todos los problemas que tenían, sino por sus adoradores burgueses de izquierdas que, apelando al nacimiento de una ciencia proletaria, te preguntaban qué sentido tenía seguir ocupándose de Dante, de Kant o de Joyce. Y como, de una u otra forma, lo que se quería era seguir hablando de ello incluso en una facultad ocupada (bastaba con quererlo y era perfectamente posible) nos esforzábamos por demostrar cómo, a la larga, conocer a Dante o a Joyce también podía contribuir a la redención de la clase obrera.
Ni que decir tiene el alivio que muchos de nosotros sentimos al descubrir que había acabado el tiempo en que los obreros no tenían nada que perder, excepto sus cadenas, porque, pudiendo perder el televisor, la nevera, la pequeña cilindrada y el poder ver a muchas velinas todas las noches, ya votaban a Berlusconi y a Bossi -desviando su propia indignación de los capitalistas a los extracomunitarios. El comportamiento de los proletarios de antaño se había convertido en el típico del subproletariado. ¡Por fin –se exclamó-, ya no tenemos que hacernos cargo de la clase obrera! ¿Que son más pobres ahora que hace algunos años? Ellos son los que han preferido las rondas a los sindicatos. Libres del chantaje de la clase obrera, ahora escribiremos no sólo sobre Dante, sino inclusive sobre Burchiello y, como el protagonista de 'A rebours', pondremos sobre nuestra alfombra persa una tortuga con el caparazón incrustado de rubíes, turquesas, aguamarinas y crisoberilos verde espárrago.
Malhumores aparte, la clase obrera se ha vuelto invisible: los obreros, como ha dicho Ilvo Diamanti, ya no constituyen una masa crítica y sólo nos damos cuenta de que existen cuando mueren en algún accidente laboral. Encuentro esta cita casi al principio de un panfleto, muy irritado y muy amargo, de Furio Colombo, 'La paga' (Saggiatore, 14). Por el título y por una imagen más bien estajanovista que hay en la cubierta podría pensarse en un discurso distinto sobre la clase obrera, pero en este libelo no se nombra a la clase obrera, como si ya, con la descalificación de los sindicatos, el fin de las ideologías, el nacimiento de nuevos partidos que han absorbido desde la derecha los descontentos que en tiempos se ubicaban a la izquierda, esas denominaciones hubiesen perdido todo su interés. En ese libro no se habla de la desaparición de la clase de los trabajadores, sino de la desaparición del trabajo.
La idea puede parecer rara, pero, pensándolo bien, entre la desregulación, el hundimiento de los imperios financieros, la caída de las Bolsas, gerentes que dejan su despacho con una caja de cartón debajo del brazo y un bonus estratosférico en la cartera, el desprecio del trabajo se difunde por doquier, en las declaraciones oficiales y en la política de tres al cuarto. A la Confindustria [la Confederación de los Empresarios] le sigue pareciendo siempre excesivo el coste del trabajo, las empresas hacen todo lo posible por disolver los grandes centros de producción entre una pluralidad de personas que no se conocen entre sí, se sientan ante un ordenador lejos de la capital y trabajan proyectos sin ninguna garantía de continuidad; la transformación de las grandes compañías de lugares en los que se producía (y por lo tanto se necesitaba mano de obra especializada) en paquetes que se venden y revenden y que, por consiguiente, resultan más atractivos en el mercado financiero cuanto más se hayan aligerado de los costes laborales, ha llevado a aceptar sin indignación ni estupor las campañas contra los sindicatos (que ya se consideran sanguijuelas parasitarias) e incluso contra los propios trabajadores. Y he aquí, puede que hasta demasiado fiel al programa de un libelo, la descripción de un ministro [de Administración Pública, Brunetta], cuyo verdadero objetivo "no es llevar justicia y meritocracia a la administración pública " sino "denigrar el trabajo, humillarlo, ridiculizarlo y desmentirlo, mostrar el flanco poco fiable y un poco innoble de los funcionarios".
Pero, aparte las intenciones de Brunetta, se perfila otro fenómeno: si antes el problema era proporcionarle suficiente tiempo libre a quien trabaja, hoy se nos regala a todos un 'tiempo vacío', el de la espera de un primer trabajo, entre un despido y la firma de un nuevo contrato eventual, entre el principio y el final de una cassa integrazione [similar al ERE]. En fin, ¿cómo se le puede pedir que se reconozca como clase, con problemas comunes, a quien, si es que aún trabaja, lo hace cada vez menos junto con otros, durante periodos cada vez más cortos y ve el trabajo no ya como algo que se respeta sino que se soporta, come un accidente cuya vida es cada vez más breve, si una milagrosa automatización que ni siquiera requiere operadores en la consola resolverá los problemas económicos y todos gozaremos de una libre e infinita circulación de 'subprimes'?
http://espresso.repubblica.it/dettaglio/al-diavolo-la-classe-operaia/2104138/18
Los de mi generación, que encararon el Sesenta y Ocho entre los treinta y cinco y los cuarenta años, demasiado mayores ya para ser estudiantes en revuelta y demasiado jóvenes para ser venerables ancianos que rehuían el enfrentamiento, se han visto durante largo tiempo chantajeados por la clase obrera. Mejor dicho, no por la propia clase, los pobres, con todos los problemas que tenían, sino por sus adoradores burgueses de izquierdas que, apelando al nacimiento de una ciencia proletaria, te preguntaban qué sentido tenía seguir ocupándose de Dante, de Kant o de Joyce. Y como, de una u otra forma, lo que se quería era seguir hablando de ello incluso en una facultad ocupada (bastaba con quererlo y era perfectamente posible) nos esforzábamos por demostrar cómo, a la larga, conocer a Dante o a Joyce también podía contribuir a la redención de la clase obrera.
Ni que decir tiene el alivio que muchos de nosotros sentimos al descubrir que había acabado el tiempo en que los obreros no tenían nada que perder, excepto sus cadenas, porque, pudiendo perder el televisor, la nevera, la pequeña cilindrada y el poder ver a muchas velinas todas las noches, ya votaban a Berlusconi y a Bossi -desviando su propia indignación de los capitalistas a los extracomunitarios. El comportamiento de los proletarios de antaño se había convertido en el típico del subproletariado. ¡Por fin –se exclamó-, ya no tenemos que hacernos cargo de la clase obrera! ¿Que son más pobres ahora que hace algunos años? Ellos son los que han preferido las rondas a los sindicatos. Libres del chantaje de la clase obrera, ahora escribiremos no sólo sobre Dante, sino inclusive sobre Burchiello y, como el protagonista de 'A rebours', pondremos sobre nuestra alfombra persa una tortuga con el caparazón incrustado de rubíes, turquesas, aguamarinas y crisoberilos verde espárrago.
Malhumores aparte, la clase obrera se ha vuelto invisible: los obreros, como ha dicho Ilvo Diamanti, ya no constituyen una masa crítica y sólo nos damos cuenta de que existen cuando mueren en algún accidente laboral. Encuentro esta cita casi al principio de un panfleto, muy irritado y muy amargo, de Furio Colombo, 'La paga' (Saggiatore, 14). Por el título y por una imagen más bien estajanovista que hay en la cubierta podría pensarse en un discurso distinto sobre la clase obrera, pero en este libelo no se nombra a la clase obrera, como si ya, con la descalificación de los sindicatos, el fin de las ideologías, el nacimiento de nuevos partidos que han absorbido desde la derecha los descontentos que en tiempos se ubicaban a la izquierda, esas denominaciones hubiesen perdido todo su interés. En ese libro no se habla de la desaparición de la clase de los trabajadores, sino de la desaparición del trabajo.
La idea puede parecer rara, pero, pensándolo bien, entre la desregulación, el hundimiento de los imperios financieros, la caída de las Bolsas, gerentes que dejan su despacho con una caja de cartón debajo del brazo y un bonus estratosférico en la cartera, el desprecio del trabajo se difunde por doquier, en las declaraciones oficiales y en la política de tres al cuarto. A la Confindustria [la Confederación de los Empresarios] le sigue pareciendo siempre excesivo el coste del trabajo, las empresas hacen todo lo posible por disolver los grandes centros de producción entre una pluralidad de personas que no se conocen entre sí, se sientan ante un ordenador lejos de la capital y trabajan proyectos sin ninguna garantía de continuidad; la transformación de las grandes compañías de lugares en los que se producía (y por lo tanto se necesitaba mano de obra especializada) en paquetes que se venden y revenden y que, por consiguiente, resultan más atractivos en el mercado financiero cuanto más se hayan aligerado de los costes laborales, ha llevado a aceptar sin indignación ni estupor las campañas contra los sindicatos (que ya se consideran sanguijuelas parasitarias) e incluso contra los propios trabajadores. Y he aquí, puede que hasta demasiado fiel al programa de un libelo, la descripción de un ministro [de Administración Pública, Brunetta], cuyo verdadero objetivo "no es llevar justicia y meritocracia a la administración pública " sino "denigrar el trabajo, humillarlo, ridiculizarlo y desmentirlo, mostrar el flanco poco fiable y un poco innoble de los funcionarios".
Pero, aparte las intenciones de Brunetta, se perfila otro fenómeno: si antes el problema era proporcionarle suficiente tiempo libre a quien trabaja, hoy se nos regala a todos un 'tiempo vacío', el de la espera de un primer trabajo, entre un despido y la firma de un nuevo contrato eventual, entre el principio y el final de una cassa integrazione [similar al ERE]. En fin, ¿cómo se le puede pedir que se reconozca como clase, con problemas comunes, a quien, si es que aún trabaja, lo hace cada vez menos junto con otros, durante periodos cada vez más cortos y ve el trabajo no ya como algo que se respeta sino que se soporta, come un accidente cuya vida es cada vez más breve, si una milagrosa automatización que ni siquiera requiere operadores en la consola resolverá los problemas económicos y todos gozaremos de una libre e infinita circulación de 'subprimes'?
http://espresso.repubblica.it/dettaglio/al-diavolo-la-classe-operaia/2104138/18
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