El triunfo de la guerra
JAVIER SICILIA
Clausevich, el gran teórico de la guerra, formuló una afirmación que nadie ha podido objetar: “La guerra no es más que la continuación de la política por otros medios”. Habría que agregar a ella otra que la completara: “La paz no es más que la continuación de la guerra bajo la máscara de la política”.
La reciente campaña electoral –el nombre mismo de campaña tiene un fuerte componente bélico– fue una larga guerra con sus estrategias, sus traiciones, sus bombas mediáticas. El fin no era el diálogo y el consenso en la búsqueda del bien común –que es el camino de las verdaderas democracias–, sino la exterminación política del adversario y la toma o la manutención del poder. El triunfo, sin embargo, ha sido pírrico. Quienes ganaron, ni representan a las mayorías ni, por lo mismo, tienen un gramo de legitimidad. Son los encumbrados de los poderes fácticos y de los intereses duros de los partidos y de las televisoras cuya paz mantendrá un modo de guerra que no tiene cabida en los moldes de las explicaciones teóricas y que, sin embargo, se mantiene cada vez más en las prácticas políticas mundiales, sean de las “derechas” y de las “izquierdas”. Jean Robert la he definido como “la guerra contra la subsistencia”. Una guerra cuya justificación es el progreso y que los pueblos amerindios revelan cuando afirman: “El progreso mata”.
Esta continuación de la violencia bajo el “pacífico” rostro de la política suscita día con día nuevas formas de resistencia. Mencionaré sólo algunas: en el mes de junio, los indígenas de la región amazónica de Perú se levantaron contra dos nuevos decretos de la llamada Ley de la Selva que permiten a la Shell Oil transformar la selva en un desierto petrolero. No lejos de allí, en Ecuador, otras comunidades indígenas, resisten, mediante demandas legales, la intromisión de la Texaco en sus tierras. En México, los constantes embates del gobierno y de los intereses empresariales no han dejado de violentar a las comunidades indígenas y a los pueblos –hay que leer en La Jornada las constantes denuncias que Hermann Belinghausen no cesa de hacer casi diariamente para tener un termómetro de esta violencia. La defensa del territorio de Atenco contra el progreso ha concluido en acusaciones criminales contra sus líderes y en sentencias absurdas y desproporcionadas. En el estado de Hidalgo, un amplio grupo de amas de casa luchan contra el establecimiento de un centro de confinamiento de desechos altamente tóxico en Zimapán. En Cuernavaca, una buena parte de la ciudadanía –desde la destrucción del Casino de la Selva y de la reforma del uso del suelo en beneficio de la inversión– no ha dejado de luchar contra la instalación de un tiradero de basura –desechos del progreso—sobre una zona de recarga acuífera y contra el despojo de los llamados trabajadores informales del espacio público. Una resistencia similar se ha llevado a cabo durante años contra la destrucción del cerro de San Pedro en San Luis Potosí por parte de la compañía minera San Xavier.
Podría seguir esta enumeración al infinito. Basten, sin embargo, estos ejemplos para señalar que el origen de estos movimientos es, como lo ha mostrado Jean Robert, “la violación de patrimonios y libertades por parte” de los poderes y, ante la protesta y la resistencia, la “manipulación de ley y la promulgación de reglamentos y de ‘bandos de gobierno’ para poder tratar a los manifestantes cívicos como delincuentes”.
Esta guerra, con rostro de paz y de legalidad política y jurídica, es y será, en su fondo, la continuación de la lucha electoral, es decir, una forma sutil de violencia contra el territorio, la cultura y la manera de subsistir de la gente. “¿Qué hay en común –se pregunta Robert– entre el sitio de Gaza en Palestina, el asesinato del joven Grigori por un policía en Atenas y de Epifanio Celestino por un paramilitar mexicano, la tortura de gente inocente en Atenco en el camino a la ‘peni’, los insultos del Presidente peruano a los indígenas del Amazonas”; qué hay entre éstos y la criminalización de los ciudadanos que se oponen a la minera San Xavier?
Todas estas formas de la violencia son la muestra de una guerra sorda contra la subsistencia de los ciudadanos comunes, es decir, contra “la diversidad de las maneras de obtener la canasta básica y de depositarla sobre la mesa familiar y comunitaria”, una guerra, en nombre del progreso, de los poderes políticos –tanto de la “izquierda” como de la “derecha”– y económicos contra los hombres de carne y hueso y del medio en el que naturalmente han vivido; una guerra contra la vida humana en nombre del salvamento de la economía industrial y la riqueza; una guerra de la desmesura contra el límite y la proporción.
Su realidad muestra no sólo que el despojo de la gente de su subsistencia –es decir, “de su capacidad de sobrevivir y de su sentido particular de la buena vida”– se volverá la condición del crecimiento económico que ilusoriamente quiere escapar de su autoaniquilamiento, sino también la muestra más clara de que el modelo político que lo protege se ha vuelto inoperante y ajeno a la realidad de la gente.
El hombre común está en la búsqueda de un retorno a lo que el sueño económico del industrialismo y el Mercado destruyeron. Lo que saldrá de esa resistencia tendrá, para nuestra desgracia, que pasar por la creciente violencia de un Leviatán de doble rostro –el Estado y el Mercado– que se resiste a morir y cuyos coletazos apenas empezamos a padecer.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
La reciente campaña electoral –el nombre mismo de campaña tiene un fuerte componente bélico– fue una larga guerra con sus estrategias, sus traiciones, sus bombas mediáticas. El fin no era el diálogo y el consenso en la búsqueda del bien común –que es el camino de las verdaderas democracias–, sino la exterminación política del adversario y la toma o la manutención del poder. El triunfo, sin embargo, ha sido pírrico. Quienes ganaron, ni representan a las mayorías ni, por lo mismo, tienen un gramo de legitimidad. Son los encumbrados de los poderes fácticos y de los intereses duros de los partidos y de las televisoras cuya paz mantendrá un modo de guerra que no tiene cabida en los moldes de las explicaciones teóricas y que, sin embargo, se mantiene cada vez más en las prácticas políticas mundiales, sean de las “derechas” y de las “izquierdas”. Jean Robert la he definido como “la guerra contra la subsistencia”. Una guerra cuya justificación es el progreso y que los pueblos amerindios revelan cuando afirman: “El progreso mata”.
Esta continuación de la violencia bajo el “pacífico” rostro de la política suscita día con día nuevas formas de resistencia. Mencionaré sólo algunas: en el mes de junio, los indígenas de la región amazónica de Perú se levantaron contra dos nuevos decretos de la llamada Ley de la Selva que permiten a la Shell Oil transformar la selva en un desierto petrolero. No lejos de allí, en Ecuador, otras comunidades indígenas, resisten, mediante demandas legales, la intromisión de la Texaco en sus tierras. En México, los constantes embates del gobierno y de los intereses empresariales no han dejado de violentar a las comunidades indígenas y a los pueblos –hay que leer en La Jornada las constantes denuncias que Hermann Belinghausen no cesa de hacer casi diariamente para tener un termómetro de esta violencia. La defensa del territorio de Atenco contra el progreso ha concluido en acusaciones criminales contra sus líderes y en sentencias absurdas y desproporcionadas. En el estado de Hidalgo, un amplio grupo de amas de casa luchan contra el establecimiento de un centro de confinamiento de desechos altamente tóxico en Zimapán. En Cuernavaca, una buena parte de la ciudadanía –desde la destrucción del Casino de la Selva y de la reforma del uso del suelo en beneficio de la inversión– no ha dejado de luchar contra la instalación de un tiradero de basura –desechos del progreso—sobre una zona de recarga acuífera y contra el despojo de los llamados trabajadores informales del espacio público. Una resistencia similar se ha llevado a cabo durante años contra la destrucción del cerro de San Pedro en San Luis Potosí por parte de la compañía minera San Xavier.
Podría seguir esta enumeración al infinito. Basten, sin embargo, estos ejemplos para señalar que el origen de estos movimientos es, como lo ha mostrado Jean Robert, “la violación de patrimonios y libertades por parte” de los poderes y, ante la protesta y la resistencia, la “manipulación de ley y la promulgación de reglamentos y de ‘bandos de gobierno’ para poder tratar a los manifestantes cívicos como delincuentes”.
Esta guerra, con rostro de paz y de legalidad política y jurídica, es y será, en su fondo, la continuación de la lucha electoral, es decir, una forma sutil de violencia contra el territorio, la cultura y la manera de subsistir de la gente. “¿Qué hay en común –se pregunta Robert– entre el sitio de Gaza en Palestina, el asesinato del joven Grigori por un policía en Atenas y de Epifanio Celestino por un paramilitar mexicano, la tortura de gente inocente en Atenco en el camino a la ‘peni’, los insultos del Presidente peruano a los indígenas del Amazonas”; qué hay entre éstos y la criminalización de los ciudadanos que se oponen a la minera San Xavier?
Todas estas formas de la violencia son la muestra de una guerra sorda contra la subsistencia de los ciudadanos comunes, es decir, contra “la diversidad de las maneras de obtener la canasta básica y de depositarla sobre la mesa familiar y comunitaria”, una guerra, en nombre del progreso, de los poderes políticos –tanto de la “izquierda” como de la “derecha”– y económicos contra los hombres de carne y hueso y del medio en el que naturalmente han vivido; una guerra contra la vida humana en nombre del salvamento de la economía industrial y la riqueza; una guerra de la desmesura contra el límite y la proporción.
Su realidad muestra no sólo que el despojo de la gente de su subsistencia –es decir, “de su capacidad de sobrevivir y de su sentido particular de la buena vida”– se volverá la condición del crecimiento económico que ilusoriamente quiere escapar de su autoaniquilamiento, sino también la muestra más clara de que el modelo político que lo protege se ha vuelto inoperante y ajeno a la realidad de la gente.
El hombre común está en la búsqueda de un retorno a lo que el sueño económico del industrialismo y el Mercado destruyeron. Lo que saldrá de esa resistencia tendrá, para nuestra desgracia, que pasar por la creciente violencia de un Leviatán de doble rostro –el Estado y el Mercado– que se resiste a morir y cuyos coletazos apenas empezamos a padecer.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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