En una carta dirigida al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, siete ex directores de la Agencia Central de Inteligencia de esa nación (CIA, por sus siglas en inglés) solicitan cancelar las investigaciones sobre los actos de tortura cometidos por elementos de esa dependencia en el contexto de la llamada guerra contra el terrorismo
, pues señalan que éstas pueden dañar seriamente el deseo de muchos otros agentes de inteligencia de asumir riesgos para proteger al país
. Por añadidura, los ex funcionarios sostienen que la continuidad de tales pesquisas pudiera suponer un riesgo para la seguridad de Estados Unidos, toda vez que la difusión de antiguas operaciones de inteligencia puede ayudar a Al Qaeda a eludir el espionaje estadunidense y a preparar futuras operaciones
.
La solicitud mencionada resulta escandalosa e inaceptable por cuanto plantea extender un manto de impunidad sobre quienes, con la presumible aprobación de altos funcionarios del gobierno estadunidense, cometieron crímenes de lesa humanidad en el pasado reciente, y llevaron a los órganos de inteligencia de Estados Unidos a una nueva dimensión delictiva, injerencista y arbitraria.
Durante la desastrosa era de George W. Bush al frente de la Casa Blanca –desastrosa porque supuso enormes descalabros para Washington en los terrenos militar, diplomático, económico y moral, y porque conllevó un proceso de degradación humana a escala planetaria–, la CIA desempeñó un papel principal como instrumento del espíritu unilateral y hegemónico de la superpotencia. En lo externo, la agencia tuvo bajo su cargo el diseño y la operación de una vasta red de vuelos secretos cuyo fin fue secuestrar a sospechosos de terrorismo en distintos países de Europa, Asia, África y Medio Oriente, trasladarlos a cárceles clandestinas y aplicarles tormentos moderados
, con la venia de la Casa Blanca y el Pentágono. En lo interno, y a instancias de la denominada Ley Patriota –aberración jurídica elaborada por el ex titular del Departamento de Justicia Alberto Gonzales–, la CIA contó con un marco jurídico a modo para la comisión de inveterados atropellos, como el espionaje telefónico, la apertura clandestina de correspondencia y la sustracción secreta de documentos, todo ello sin requerir orden judicial alguna.
La persistencia de estas prácticas confirmó a Estados Unidos como el principal violador de los derechos humanos en el mundo, y a la CIA como la instancia encargada de hacer el trabajo sucio para la Casa Blanca.
La administración Obama arribó a principios del presente año con el compromiso ineludible –ante la comunidad internacional y ante sus propios ciudadanos– de llevar a cabo una reconstrucción profunda de la superpotencia en prácticamente todos los terrenos. No obstante, queda claro que distintos estamentos del poder político y económico estadunidense se oponen a que su país avance en esos procesos y se decantan, en cambio, por dar continuidad a la tradición belicista de Washington, la cual supone un factor de riesgo para la seguridad de la nación vecina, toda vez que pudiera tener como resultado la profundización y el surgimiento de nuevas expresiones de encono antiestadunidense en todo el mundo.
En suma, la impúdica petición de los ex directores de la CIA constituye un despropósito mayúsculo. En la medida en que el actual ocupante de la Casa Blanca no complete el proceso que ha iniciado con las investigaciones por los casos de tortura referidos, causará un daño considerable a su imagen y credibilidad nacional e internacional y, lo que es peor, será copartícipe de un acto de impunidad en agravio de la humanidad en su conjunto.
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